Por quién doblan las campanas (67 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Como llevaba alpargatas de suela de cáñamo, los estribos le quedaban un poco cortos. Llevaba el fusil al hombro, los bolsillos repletos de municiones, y, una vez montado, con las riendas debajo del brazo, cambió el cargador, echando de vez en cuando una mirada a Pilar, que aparecía en lo alto de una extraña pirámide de mantas y paquetes atados a la silla.

—Deja todo eso, por el amor de Dios —dijo Primitivo—. Te vas a caer y tu caballo no podrá aguantar tanta carga.

—Cállate —repuso Pilar—. Con todo esto podremos vivir en otra parte.

—¿Podrás cabalgar así, mujer? —le preguntó Pablo, que se había encaramado al gran caballo bayo, aparejado con una montura de guardia civil.

—Como cualquier lechero —dijo Pilar—. ¿Adónde vamos, hombre?

—Derechos, hacia abajo. Atravesaremos la carretera. Subiremos la cuesta del otro lado y nos meteremos por el bosque, por la parte más espesa.

—¿Hay que atravesar la carretera? —preguntó Agustín, poniéndose a su lado, mientras hincaba las alpargatas en los flancos duros e inertes de uno de los caballos que Pablo había traído la noche anterior.

—Pues claro, hombre; es el único camino que nos queda —dijo Pablo. Le entregó uno de los caballos de carga; Primitivo y el gitano llevaban los otros dos.

—Puedes venir a retaguardia, inglés, si quieres —dijo Pablo—. Cruzaremos muy arriba, para estar lejos del alcance de esa máquina. Pero iremos separados al cruzar la carretera y volveremos a juntarnos más arriba, donde el camino se hace más estrecho.

—Bien —dijo Robert Jordan.

Descendieron entre los árboles hasta el borde de la carretera. Robert Jordan iba detrás de María. No podía ir a su lado por los árboles. Acarició su caballo con las piernas y lo mantuvo bien sujeto, mientras descendían rápidamente, deslizándose entre los pinos, guiando al animal con los muslos, como lo hubiera hecho con las espuelas de haberse encontrado en terreno llano.

—Oye, tú —exclamó, dirigiéndose a María—. Ponte en segundo lugar cuando atravesemos la carretera. Pasar el primero no es tan malo como parece. Pero el segundo es mejor. Los que corren más peligro son los que van después.

—Pero tú...

—Yo pasaré muy aprisa. No hay problema. Lo más peligroso es pasar en fila.

Veía la redonda y peluda cabeza de Pablo hundida entre los hombros mientras cabalgaba con el fusil automático cruzado a la espalda. Miró a Pilar, que iba con la cabeza descubierta, amplios los hombros, más altas las rodillas que los muslos, con los talones hundidos en los bultos que llevaba. Una vez se volvió a ella a mirarle y movió la cabeza.

—Adelanta a Pilar antes de atravesar la carretera —dijo Robert Jordan a María. Luego, mirando por entre los árboles, que estaban más separados, vio la superficie oscura y brillante de la carretera por debajo de ellos, y, más allá, la pendiente verde de la montaña. «Estamos justamente por encima de la cuneta —observó—, y un poco más acá del repecho, a partir del cual la carretera desciende hacia el puente en una pendiente larga. Estamos a unos ochocientos metros por encima del puente. Eso no está fuera del alcance de la «Fiat» del tanque, si se han acercado al puente.»

—María —dijo—, ponte delante de Pilar antes que lleguemos a la carretera y sube de prisa por esa cuesta.

María volvió la cabeza para mirarle, pero no dijo nada. Él le devolvió la mirada para asegurarse de que le había entendido.

—¿Comprendes? —le preguntó.

Ella hizo un gesto afirmativo.

—Pasa delante —dijo.

—No —respondió ella, volviéndose hacia él y negando con la cabeza—. Me quedaré en el lugar que me corresponde.

Entonces Pablo hundió las espuelas en los ijares del gran bayo y se precipitó cuesta abajo, por la pendiente cubierta de hojas de pino, atravesando la carretera entre un martillar y relucir de cascos. Los otros le siguieron y Robert Jordan los vio atravesar la carretera y subir la cuesta cubierta de hierba y oyó la ametralladora que tableteaba desde el puente. Luego oyó un ruido que se asemejaba a un silbido —¡psiii crac bum!— seguido de un golpe sordo y una explosión, y vio levantarse un surtidor de tierra de la ladera y una nube de humo gris. —¡Psiiii, crac, bum!— Inmediatamente se repitió la escena y una nube de polvo y humo se levantó un poco más arriba, en la ladera.

Delante de él se paró el gitano al borde de la carretera, al abrigo de los últimos árboles. Miró la cuesta y luego se volvió hacia Robert Jordan.

—Adelante, Rafael —dijo Jordan—. Al galope, hombre.

El gitano llevaba de las bridas al caballo cargado con los bultos, que se resistía a seguir adelante.

—Suelta a ese caballo y galopa —dijo Robert Jordan.

Vio a Rafael levantar la mano, cada vez más alto, como si se despidiera de todo y para siempre, mientras hundía los talones en los costados de su montura. La cuerda del otro se cayó y el gitano había cruzado ya el camino cuando Robert Jordan tuvo que entendérselas con un caballo de tiro que, asustado, había retrocedido hasta topar con él. El gitano, entretanto, galopaba por la carretera y se oía el galopar de los cascos del caballo, según iba subiendo la cuesta.

¡Psiiii, crac, bum! El proyectil seguía su trayectoria baja y Jordan vio al gitano sacudirse como un jabalí en fuga mientras la tierra se levantaba tras de él en forma de un pequeño geiser negro y gris. Le vio galopar, más despacio ahora llegando a la ladera cubierta de hierba, mientras la ametralladora le perseguía con sus disparos, que llovían alrededor, hasta que, por fin, llegó a los otros, resguardados por la colina.

«No puedo llevar conmigo a este condenado caballo con la carga —pensó Robert Jordan—. Sin embargo, me gustaría tenerlo a mi lado. Me gustaría ponerlo entre esos cuarenta y siete milímetros y yo, antes de que me disparen encima. Por Dios, voy a tratar de llevarle.»

Se acercó al carguero, logró coger la soga y, con el caballo trotando detrás de él, subió unos cincuenta metros cuesta arriba entre los árboles. Allí se detuvo para observar la carretera hasta donde estaba el camión, hacia el puente. Vio que había hombres en el puente y detrás, en la carretera, algo que parecía un embotellamiento de vehículos. Buscó alrededor hasta que encontró lo que buscaba, se irguió en el caballo y rompió una rama seca de pino. Dejó caer la cuerda del carguero, le dirigió hacia la carretera y le golpeó con fuerza en la grupa con la rama de pino. «Vamos, hijo de perra», dijo. Y lanzó la rama seca detrás de él. El caballo atravesó la carretera y empezó a subir la cuesta. La rama volvió a golpearle y el caballo se lanzó al galope.

Robert Jordan subió una treintena de metros más arriba, hasta el límite extremo por donde podría cruzar sin encontrar la pendiente demasiado abrupta. El cañón disparaba llenando el aire con silbidos de obuses, tronaba y crepitaba levantando tierra por todas partes. «Vamos, tú, bastardo fascista», dijo Robert Jordan al caballo. Y le lanzó por la pendiente. Luego se encontró al descubierto, cruzando la carretera, tan dura bajo los cascos del caballo, que la sentía resonar hasta los hombros, el cuello y los dientes. Después llegó a la cuesta blanda, en donde los cascos del caballo se hundían y mientras el animal trataba de afirmarse, tomaba impulso y seguía adelante, vio el puente desde un ángulo que no le había visto jamás. Lo veía de perfil, sin escorzos; en el centro tenía un boquete y detrás de él, en la carretera, se veía el tanquecillo, y detrás del tanquecillo un tanque enorme con un cañón. Y el cañón disparó y hubo un fogonazo amarillento, tan brillante como un espejo, y el relámpago que fulguró al desgarrarse el aire pareció haber descuajado el largo pescuezo gris que tenía delante de él. Robert Jordan volvió la cabeza y vio un surtidor sucio de tierra levantándose. El carguero iba delante de él; pero corría demasiado hacia la derecha y perdía velocidad. Jordan, al galope, volvió de nuevo la mirada hacia el puente y vio la hilera de camiones detenidos junto al recodo, bien visible desde la parte más elevada de su camino. Mientras ganaba altura, volvió a ver nuevamente el resplandor amarillo y oyó el psiiii y el bum de la explosión; pero la bomba cayó un poco corta partiéndose los pedazos de metal por el camino como si brotaran del lugar en que había caído el proyectil.

Vio a los otros al borde de la arboleda y dijo: «¡Arre, caballo!» y vio cómo el pecho del caballo se hinchaba con la pendiente abrupta y cómo estiraba el cuello y las orejas grises, e inclinándose le dio unas palmadas en el cuello húmedo y luego volvió los ojos hacia atrás, hacia el puente, y vio un nuevo fogonazo que salía del tanque pesado color de tierra allá abajo, en la carretera, y esta vez no oyó el silbido, sino solamente le llegó el olor acre del estallido, como si hubiera reventado una caldera y se encontró bajo el caballo gris, que pateaba y forcejeaba mientras él hacía por zafarse del peso.

Se podía mover. Se podía mover hacia la derecha. Pero su pierna izquierda se le había quedado aplastada bajo el caballo, mientras él se movía hacia la derecha. Se hubiera dicho que tenía una nueva articulación, no la de la cadera, sino otra lateral. En seguida comprendió de qué se trataba. Entonces el caballo gris se irguió sobre las rodillas, y la pierna derecha de Robert Jordan, que se había quedado desgajada del estribo, pasó por encima de la montura y se juntó con la otra. Se palpó con las dos manos la cadera izquierda y sus manos tocaron el hueso puntiagudo y el lugar en donde hacía presión contra la piel.

El caballo gris se quedó parado junto a él, y él podía ver el jadeo de sus costillas. La hierba en donde estaba sentado era verde, con florecillas silvestres. Miró hacia abajo, hacia la carretera, el puente y el desfiladero, y vio el tanque y aguardó el fogonazo. Se produjo en seguida, sin ser acompañado de silbidos. En el momento de la explosión vio volar los terrones y la metralla le llevó hasta la nariz el acre olor del explosivo, y vio al gran tordillo recoger las patas traseras y sentarse tranquilamente, como si fuera un caballo de circo, al lado de él. Y luego, mirando al caballo, sentado allí, se dio cuenta de lo que significaba el ruido que hacía.

Luego Primitivo y Agustín le cogieron por las axilas para arrastrarle hasta lo alto de la cuesta, y la nueva articulación de su pierna le hacía bailar según los accidentes del terreno. Un obús silbó por encima de ellos, que se arrojaron al suelo aguardando a que estallase. El polvo les cayó encima, la metralla se dispersó y volvieron a recogerle. Luego le pusieron al abrigo de unos árboles, cerca de los caballos, y vio que María, Pilar y Pablo estaban alrededor.

María se arrodilló a su lado, diciendo:

—Roberto, ¿qué te ha pasado?

Jordan, empapado de sudor, contestó:

—La pierna izquierda se ha roto, guapa.

—Vamos a vendarla —dijo Pilar—. Podrás montar en ése —y señaló a uno de los caballos cargueros—. Descargadle.

Robert Jordan vio a Pablo negar con la cabeza y le hizo un gesto.

—Alejaos —dijo. Luego añadió—: Escucha, Pablo, ven aquí.

Su peludo rostro, mojado de sudor, se inclinó hacia él y Robert Jordan sintió de lleno el olor de Pablo.

—Dejadnos hablar —dijo a María y a Pilar—. Tengo que hablar con Pablo.

—¿Te duele mucho? —preguntó Pablo, inclinándose muy cerca de él.

—No. Creo que el nervio ha sido destrozado. Oye. Marchaos. Yo estoy listo, ¿te das cuenta? Quiero hablar un rato con María. Cuando te diga que te la lleves, llévatela. Ella se querrá quedar. Pero voy a hablar un rato con ella.

—Te darás cuenta de que no tenemos mucho tiempo —dijo Pablo.

—Me doy cuenta. Creo que estaríais mejor en la República —dijo Robert Jordan.

—No. Prefiero Gredos.

—Piénsalo bien.

—Háblale ahora —dijo Pablo—. No tenemos mucho tiempo. Siento lo que te ha pasado, inglés.

—Puesto que me ha pasado —dijo Jordan—, no hablemos más. Pero piénsalo bien. Tienes mucha cabeza. Tienes que utilizarla.

—¿Y por qué no iba a utilizarla? —preguntó Pablo—. Ahora, habla de prisa, inglés; no tenemos tiempo.

Pablo se fue junto a un árbol y se puso a vigilar la cuesta, el otro lado de la carretera y el desfiladero. Miró también el caballo gris que había en la cuesta con una expresión de verdadero disgusto. Pilar y María estaban cerca de Robert Jordan, que se encontraba sentado contra el tronco de un árbol.

—Córtame el pantalón por aquí, ¿quieres? —dijo Jordan a Pilar. María, acurrucada junto a él, no hablaba. El sol le brillaba en los cabellos y hacía pucheros, como un niño que va a llorar. Pero no lloraba.

Pilar cogió el cuchillo y cortó la pernera del pantalón de arriba abajo, a partir del bolsillo izquierdo. Robert Jordan separó la tela con las manos y se miró la cadera. Quince centímetros por encima se veía una hinchazón puntiaguda y rojiza en forma de cono, y al palparla con los dedos sintió el hueso de la cadera roto bajo la piel. Su pierna extendida formaba un ángulo extraño. Levantó los ojos hacia Pilar. Había en su rostro una expresión parecida a la de María.

—Anda —le dijo—. Vete.

Pilar se alejó con la cabeza baja, sin decir nada, sin mirar hacia atrás y Robert Jordan vio que sus hombros se estremecían.

—Guapa —dijo a María, cogiéndole las manos entre las suyas—. Oye. Ya no iremos a Madrid.

Entonces, ella se puso a llorar.

—No, guapa; no llores. Escucha. No iremos a Madrid ahora; pero iré contigo a todas partes adonde vayas. ¿Comprendes?

Ella no dijo nada. Apoyó la cabeza contra la mejilla de Robert Jordan y le echó los brazos al cuello.

—Oye bien, conejito —dijo—, lo que voy a decirte. —Sabía que era preciso darse prisa y estaba sudando y transpiraba abundantemente; pero era menester que las cosas fueran dichas y comprendidas.— Tú te vas ahora, conejito, pero yo voy contigo. Mientras viva uno de nosotros, viviremos los dos. ¿Lo comprendes?

—No. Me quedo contigo.

—No, conejito. Lo que hago ahora, tengo que hacerlo solo. No podría hacerlo contigo. ¿Te das cuenta? Cualquiera que sea el que se quede, es como si nos quedáramos los dos.

—Yo quiero quedarme contigo.

—No, conejito, oye. Esto no podemos hacerlo juntos. Cada cual tiene que hacerlo a solas. Pero si te vas, yo me voy contigo. De esa manera, yo me iré también. Tú te vas ahora; sé que te irás. Porque eres buena y cariñosa. Te vas ahora para que nos vayamos los dos.

—Pero es más fácil si me quedo contigo —dijo ella—. Es más fácil para mí.

—Sí, pero hazme el favor de irte. Hazlo por mí; porque puedes hacerlo.

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