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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (44 page)

—Lleváosla al dispensario y que el apotecario la sede con extracto de amapola —ordenó el Cónsul—. La pobre esta trastornada por la muerte de su padre y la desaparición de mi hijo ha sido demasiado para ella.

—De inmediato, Señor —respondió el soldado—. Y de nuevo disculpadnos, no pudimos suponer que vuestra nuera…

—Id y no se hable más del asunto —zanjó Húguet.

Los soldados abandonaron la sala llevando a la chica en volandas.

—Parece que Hígemtar no tenía secretos para esa palurda. —Lehelia se pasaba un pañuelo por el rostro sin conseguir quitarse del todo el escupitajo.

—No podemos arriesgarnos a que interfiera; ordenaré que la internen en La Casa de los Locos junto a su madre.

Lehelia iba a decir algo pero su padre se le adelantó.

—No voy a matarla, Lehelia. Es una víctima inocente de todo esto.

—Hablando de niñas, y retomando la conversación que teníamos antes de este incidente —intervino Fesserite—. Hay un tema que quisiera comentar contigo, muchacho, aunque sé que tu hija lo considera trivial. Se trata de la Orden de los Custodios y de la primera fuga de la Fortaleza Prisión desde que fue construida hace más de doscientos años.

Algún lugar en las Aguas del Oeste

Willia se sentía pequeña.

Siempre lo había sido aunque el tema nunca le preocupó en exceso. Su madre y todas sus hermanas eran más altas que ella. Las gemelas alcanzaban los seis pies y tenían las piernas muy largas; estaban gruesas y se habían vuelto descuidadas pero en su juventud parecían auténticas princesas.

Ejun era un hombre menudo y delgado; en parte ese era el motivo de que Willia siguiese conservando la figura de una jovencita. Todas las hijas de Heleinna habían heredado las voluptuosas formas de su madre pero ella era la única en la que las curvas no dieron paso a la obesidad.

En aquel momento hubiese pagado gustosa por medir un palmo más. O dos. La altura de aquella urdhoniana la llenaba de complejos más propios de una adolescente que de una mujer de casi cuarenta años. Además, desde que zarparon de Puertociudad las conversaciones entre Levrassac y la hija del Gran Jefe Comosellamase eran constantes. No es que a ella le importara pero por alguna razón la ponía de mal humor.

Los dos estaban en ese instante en el castillo de proa, junto a Berd, Herdi, Gia y el Capitán Weiff, que recostaba la espalda contra el mástil de trinquete con aspecto de estar muy cansado.
El Cuchillo
logró zarpar la misma noche del incidente con la Guardia del Consulado. Entre los marineros que presenciaron la refriega estaban un pescador llamado Teilen y sus dos hijos; por lo visto a ellos también les interesaba salir cuanto antes de Rex-Drebanin y se ofrecieron como tripulación a cambio de que los llevasen a Puerto de las Cumbres. El contramaestre Hanedugue conocía al pescador y dio fe de que era un buen marino. En su juventud, ambos navegaron con el último corsario del Imperio, el apodado Barón Mantaraya, toda una leyenda para los hombres de mar del Continente.

Los hijos de Teilen se llamaban Rudus y Fil, de quince y once años respectivamente. Nunca habían tripulado nada mayor que un esquife de treinta pies de eslora, pero «Les corre agua salada por las venas; por mis llagas que al llegar a Puerto de las Cumbres ya serán capaces de maniobrar esta nave para atracar», aseguraba su padre.

Teilen estaba al timón en ese momento y conversaba con Hanedugue, que pendía del obenque de la vela mayor sujeto por las piernas como un murciélago sonriente. Según dijo, aquello lo relajaba. El joven Rudus roncaba plácidamente tumbado en un lateral de la cubierta mientras a su lado el pequeño Fil tallaba un tocón de madera con su navaja.

—Cre… creo que ahí voy de nuevo —murmuró Adalma con la mano en el estómago.

La esposa de Berd estaba embarazada de dos meses y vio el mar por primera vez en su vida al llegar a Puertociudad. Su rostro había adoptado una tonalidad que recordaba al color de una lechuga madura y estuvo vomitando durante el día y medio que llevaban de travesía. Iba de un lado a otro con un balde en la mano; se lo habían facilitado para tales menesteres por miedo a que se precipitase al agua en uno de sus espasmos. Tras dar dos arcadas cortas, vomitó una vez más.

—No sé qué puede quedarme en el cuerpo… Voy… voy a vomitar el feto que estoy gestando —farfulló recostándose de nuevo contra el mástil mayor.

—Permanezca en esta zona, señora —le aconsejó Hanedugue—. Es donde menos riesgo hay de marearse.

Adalma alzó la vista hacía el lugar del que provenía la voz. Cuando vio la cabeza del contramaestre balanceándose varios pies por encima ella, le sobrevino otra arcada y vomitó de nuevo con gran estrépito.

En la proa del Cuchillo, Haidornae explicaba a sus compañeros los hechos terribles que se llevaban produciendo en Urdhon desde hacía más de un año.

—No sabemos qué aspecto tienen; no dejan supervivientes tras ellos… por decirlo así. Cuando nos embarcamos, los habitantes de todas las aldeas más allá del Boroheim habían cruzado el río y se dirigían a Urdhonne para pedir asilo a mi padre. Sean lo que sean, esas cosas proceden del norte.

Se había despojado de la mayor parte de sus vestimentas de piel, inadecuadas para navegar bajo aquel sol abochornante. Llevaba un jubón de cuero que dejaba al descubierto sus brazos fibrosos y una especie de calzón de piel de foca del que brotaban unas piernas larguísimas a las que Hanedugue, Teilen y el joven Rudus (cuando no dormía) no quitaban la vista de encima. Se cubría con la capa de Levrassac para protegerse de los rayos del sol; le resultaban muy molestos debido a su condición de albina. El detalle de la capa incomodaba mucho a Willia, aunque no acertaba a averiguar el porqué.

—¿Cuánto crees que mide esa mujer? —le preguntó a Adalma, que apoyaba la cabeza contra el mástil con los ojos cerrados y la boca abierta.

—Uuungh… —gimió por toda respuesta.

A Willia le pareció suficiente.

—Parece más alta que tu esposo; fíjate en sus pies… cabrían veinte libras de trigo en una de esas botas —cuchicheó.

Adalma la miró sin verla.

—Apenas tiene tetas —continuó la prostituta—. Y esos ojos… tan blancos…

—Bluuuaaaargh… —repuso Adalma.

Willia le acarició la espalda a su amiga mientras vomitaba por enésima vez.

—No hemos encontrado cadáveres, ni resto alguno de los habitantes de las aldeas que han asaltado. —Haidornae proseguía con su relato—. Ni tan siquiera sangre o signos de algún tipo de violencia; dicen que si las sombras te tocan, te conviertes en una de ellas.

—¿Quién lo dice? —preguntó Levrassac con su tono mortecino habitual.

—Algunos han logrado huir y es gracias a ellos que tenemos una vaga idea de a qué nos enfrentamos. Llegan después de anochecido precedidas por el silencio absoluto; la nieve deja de caer, el viento se calla y la luna se apaga. Entonces se escucha aullar a los lobos. Lobos oscuros como el hollín que merodean pero no atacan; algunos han avistado osos y felinos acechando, también negros como la misma noche. Decenas de esas bestias rodean el poblado pero se esconden cuando se las persigue; los que intentan darles caza no regresan. Al amanecer no queda nadie. Ni hombres, ni mujeres, ni niños, ni tan siquiera el ganado; se lo llevan todo —añadió la urdhoniana tragando saliva.

—He navegado cerca de las Tierras Inexploradas, más allá de las Aguas del Sur —intervino el Capitán Weiff—. Nunca pisé ni uno de los islotes pero he oído historias de seres que salen sólo de noche y se alimentan de carne humana. Hanedugue conoce muchos de esos cuentos y los cree a pies juntillas.

—La mitad de la península de Urdhon está sumida en las sombras, Capitán —dijo Haidornae con brusquedad—. Si hay algún cuento que explique cómo miles de los míos pueden desaparecer sin dejar rastro yo también lo creeré.

—Es la Corrupción, ha vuelto a empezar… Qué ingenuos fuimos…

Sentada sobre la sombra del mástil de trinquete, Gia miraba al horizonte con pesadumbre. Tras aspirar un poco de brisa marina, se irguió y empezó a pasearse por el castillo de proa con las manos a la espalda.

—Cuando Zighslaag desató la Corrupción sobre la faz de La Creación concibió miles de hijos —explicó la niña—. Demonios como él que sembraron el caos y la destrucción. Los Hijos de Zighslaag arrasaron las tierras que conocéis como El Continente, infectando todo lo vivo con su esencia de vileza. Impelidos por su naturaleza degenerada, llegaron incluso a aparearse con otras criaturas de La Creación. Aquellos seres inocentes contribuyeron por la fuerza a concebir lo que se llamaron las Razas Corruptas. Gottren, kumttren, vashniss o arrapaceros, como vosotros los llamáis, y otras criaturas impías rebosantes de crueldad.

—Hemos abatido kumttren de diez pies en los Picos de Valakhem y sabemos que en las Islas del Oeste se ocultan tribus de arrapaceros —dijo Haidornae—. Nada que una buena cantidad de lanzas, espadas y flechas no puedan dominar. Pero esas sombras… Ni el acero ni el número pueden contener su avance.

—Esas sombras no llegaron a existir entonces pero me temo que también están ligadas a la esencia del Primer Demonio. —Los ojos de Gia se nublaron y perdieron su brillo por unos instantes—. Tras la caída de Zighslaag, el Pueblo Antiguo persiguió a sus demonios durante siglos hasta que todos ellos fueron destruidos. Las Razas Corruptas son su herencia; esos seres ya forman parte de La Creación, aunque exterminamos a la mayoría.

—No sé lo que los Nar entendéis por la mayoría —terció Herdi con cierto enojo—. Pero mi padre luchó al lado de los humanos en La Gran Guerra contra hordas de sherekag que los doblaban en número. Yo mismo he participado recientemente en una batalla contra miles de esos salvajes.

—Los sherekag, como los llamáis, no son una Raza Corrupta —sentenció Gia.

—No es eso lo que nos enseñan a los Custodios, Hermana —intervino Berd—. Los escritos de la Existencia Documentada los incluyen entre las criaturas a las que afectó La Corrupción. Y fueron redactados por el Pueblo Antiguo.

—Los humanos ni siquiera teníais patas en aquel entonces. —La niña negó con la cabeza—. Pasaron siglos hasta que alcanzasteis el estado evolutivo que nos permitió tutelaros. Esos escritos mienten; fueron manipulados para ocultar el fracaso de la Orden.

—Nunca he creído la mitad de las paparruchas que nos contaron los Maestros —dijo Levrassac—. Pero no comprendo nada de lo que nos estás diciendo, Hermana.

—Los sherekag existían mucho antes que nosotros y se aliaron con esas criaturas corruptas durante La Gran Guerra —insistió Berd—. Esos salvajes son poco más que animales que arrasan con todo a su paso. Levrassac y yo los combatimos hace años en las colinas de Deffberg. Lo puedo asegurar.

—Los sherekag no existieron hasta mucho después de la aparición de la raza humana, Pretor Berdhanir. Yo lo vi; estaba allí cuando mi pueblo os enseño a cultivar las tierras, a relacionaros con las bestias y a integraros en la naturaleza. Junto a los Erk, intentamos transmitiros todos nuestros conocimientos y orientaros en cuál era vuestro papel en la grandeza de La Creación. Para nuestra sorpresa, en lugar de compartir esa sabiduría, la utilizasteis como factor diferencial. Transformasteis la tierra en territorios, usasteis el calor del fuego para quemar y convertisteis las herramientas de labranza en armas. Los que recibieron el legado de las dos Razas Primordiales no lo emplearon en instruir a sus hermanos sino en intentar subyugarlos; no tardasteis en empezar a mataros entre vosotros. Cuando el Pueblo Antiguo se exilió a Alhawan, una parte de vuestra raza permanecía en un estado casi salvaje. Nosotros los llamábamos sheresh-eha, los genuinos. Por lo visto el término actual por el que se les conoce es sherekag.

Los humanos permanecían en silencio. Aquella revelación desordenaba por completo sus mentes. Sólo el enano habló.

—Eso explica muchas cosas —gruñó cruzándose de brazos.

—Pero… ¿por qué habrían de manipular esa historia los Custodios? —acertó a preguntar Berd.

—Porque Atharkha, el Caudillo que lideró a los sheresh-eha en vuestra Gran Guerra, fue instruido en el Templo —respondió Gia como si aquello fuese evidente.

—¿Qué? —exclamó Levrassac—. ¿Quieres decir que ese sherekag era un Dotado?

—Sí —afirmó la niña—. Y poderoso, según se nos informó. De no haber fallecido durante el conflicto, el resultado hubiese sido muy diferente; si el Don proporcionase la inmortalidad, los sheresh-eha hubiesen aniquilado todo rastro de vida humana en El Continente.

—Quizá nos equivocamos de bando entonces —refunfuñó Herdi.

—Quizá no haya sido una buena idea aceptaros como pasajeros —añadió Weiff.

—Entonces… las fuerzas a las que combate mi pueblo son criaturas corrompidas por los mismísimos Demonios del Vil… —inquirió Haidornae con sus ojos rosados muy abiertos.

Gia asintió. Su rostro de niña transmitía la tristeza de milenios; por un momento pareció que iba a añadir algo pero no dijo nada más.

—Por mis ojos que todo lo que contáis suena a demencia absoluta —dijo el turbado Capitán Weiff—. Por lo visto, va a desatarse una guerra de cuidado. Con la añadidura de toda esa degeneración, o corrupción o como quiera que la llaméis. Y claro, no podían faltar a la fiesta los Demonios del Vil… No sé vosotros, pero aquí hay un marino que va a hacer lo que queda de trayecto completamente borracho. —Dicho esto se encaminó a zancadas hacia la bodega del Cuchillo.

—Te acompaño, Capitán —se sumó Herdi—. Veamos como sabe esa cerveza higurniana.

Berd se acercó a comprobar el estado su esposa, que en ese momento vomitaba de nuevo. Haidornae y Levrassac se quedaron conversando, espiados por la mirada penetrante de Willia. Gia se sentó en la escalerilla del castillo de proa con las piernas cruzadas y la mirada ausente.

—Hola —dijo una voz infantil.

A su lado estaba Fil, el hijo de Teilen. Era un muchachito pecoso con una cabellera negra revuelta y llena de rizos. Sus manos jugueteaban con algo que ocultaba tras la espalda.

—Me llamo Fil Smicheal, tengo once años y cuando cumpla los catorce me haré pirata y recorreré todas las Aguas con mi propio barco —afirmó con orgullo—. Será más grande que éste, mucho más. Lo llamaré El Indómito; no sé bien que significa pero está relacionado con el valor y yo soy muy valiente —añadió irguiendo los hombros con arrogancia.

—Yo me llamo Gia —respondió la Nar con una sonrisa tímida.

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