Read Presagios y grietas Online

Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (45 page)

—¿Gia? Es un nombre muy extraño pero no está mal ¿Cuántos años tienes?

—Mil ochocientos noventa y uno según la medida de los humanos —respondió al tiempo que estiraba el cuello y agachaba la cabeza intentando averiguar qué escondía Fil a su espalda.

—Mientes. Ni siquiera mi padre tiene tantos. No trates de engañarme; además de valiente soy muy listo.

—No miento. Es absurdo y sólo lo hacen los tontos.

—Apuesto a que eres más pequeña que yo. —Fil sonrió con picardía—. Pero no te preocupes, no soy como ese percebe de Rudus, que cree que los pequeños somos estúpidos. Toma, para ti. —El niño le dio lo que había mantenido oculto todo ese rato.

Gia tomó con sus manitas el objeto. Era una pequeña talla de madera que representaba un ramillete de rosas.

—Oh, es precioso ¿Lo has hecho tú?

—Sí —afirmó el muchachito sacando pecho—. Prefiero tallar barcos, caballos y cosas así pero como eres una chica, pensé que esto te gustaría más.

La niña deslizaba un dedo sobre el relieve. Estaba muy logrado. Fil había incluido hasta las hojas del tallo de las cinco rosas que componían el ramillete.

—¿Y por qué me lo regalas? —A Gia nunca un humano le había regalado nada.

—Bueno… no sé —respondió Fil, dubitativo—. Supongo que… porque eres muy guapa. —Tras decir esto le dio un beso en la mejilla, salió disparado y bajó por la escalera de la bodega a toda velocidad.

La Nar se quedó allí, con el trozo de madera entre las manos y totalmente desconcertada. No entendía lo que estaba sucediendo y notaba cosquillas en el sitio donde el niño la había besado.

Willia y Adalma la besaban con frecuencia; a las hembras humanas les gustaba hacer aquello que para ella no tenía ningún sentido. El beso de Fil era algo distinto… nuevo, incluso agradable.

La sensación desapareció cuando advirtió que Haidornae y Levrassac la observaban con expresión divertida. La sonrisa de tiburón que exhibía el mercenario la puso de mal humor, como siempre.

21. La gloria de La Competición

Consulado Imperial, Vardanire

—Mough, ve tú delante. Si algo se mueve, destrózalo.

El bestial guardaespaldas blandió una de sus hachas y se internó en la cripta sin vacilar. Incluso parecía deseoso de adentrarse en aquella masa de oscuridad pestilente que se iba intensificando con cada paso que daban.

Contar con la protección del bruto insuflaba cierto valor a Porcius. Era tan estúpido que no conocía el miedo. Según le había explicado su padre, los gottren no tenían otro objetivo que la aniquilación del resto de seres vivos; el dolor los hacía aún más fuertes y el único modo de detenerlos era matarlos, una tarea harto complicada.

No había olvidado la experiencia aterradora que padecieron en Urdhon durante el hallazgo del orbe y temía que en esta ocasión les esperara algo mucho peor. Al mismo tiempo sus venas palpitaban y se le aceleraba el corazón. Las voces habían permanecido en silencio desde que pisaron la arena de la playa aunque podía notar su presencia; seguían allí, expectantes. Una atracción irrefrenable lo impelía a bajar por aquellas escaleras. Un sentimiento primitivo, puro instinto, idéntico al que experimentó muchos meses atrás, cuando tuvo por primera vez frente a él aquella esfera. No tenía tanto miedo entonces y se encaminó hacia el altar de hielo mientras el viejo Véller murmuraba en voz baja instrucciones y advertencias. Se dejó llevar por la belleza del orbe; parecía llamarlo y se iluminó en cuanto lo tomó en sus manos. La voz que hablaba en su mente se tornó una carcajada espeluznante pero apenas se dio cuenta. El poder que emanaba del objeto invadía su cuerpo, filtrándose por la palma de sus manos y extendiéndose con rapidez hasta el último de sus cortos cabellos. Por unos instantes, se sintió pleno. Completo. No necesitaba nada más que aquella sensación indescriptible que le proporcionaba el contacto con el orbe.

Los gritos de alerta de su escolta lo sacaron de su breve trance. En los rincones de la caverna acechaban decenas de ojos rojos. Uno de los guerreros se interpuso, cubriéndose con el escudo y amenazando con su maza al montón de oscuridad que los observaba. Un pedazo de negrura se adelantó y lo que parecían pequeñas manos ascendieron como arañas por las piernas del gigante. Entre espasmos, la figura del urdhoniano se fue ennegreciendo y deformando hasta quedar convertida en una sombra más que se fundió con el resto. Su compañero gritó alguna consigna que Porcius no recordaba y se abalanzó sobre el amasijo de tinieblas. Véller los instó a salir de allí y Porcius, Lehelia y Drehaen Estreigerd corrieron como nunca lo habían hecho.

Vagaron durante días por aquel desierto de nieve, desorientados y sin escuchar otra cosa que el sonsonete lúgubre del viento, el aullido lejano de los lobos y las toses desgarradas de Véller. Estreigerd tuvo que cargar con el anciano a partir del tercer día y hubiera muerto si un destacamento urdhoniano no hubiera dado con ellos; quizá los cuatro hubieran muerto. Los encontraron agazapados bajo un saliente de hielo, alrededor de una hoguera que se había apagado incontables veces, cubiertos de escarcha, tiritando y abrazados unos a otros.

Pero Porcius Dashtalian estaba exultante y apenas notaba que no podía mover los pies. Las voces se habían callado por primera vez en sus más de veinte años de vida. Cuando se embarcaron de nuevo hacia Rex-Drebanin estuvo observando el mar durante todo el trayecto; tenía la sensación de que aquella masa infinita de agua le pertenecía. De que toda La Creación le pertenecía.

Al cabo de un año volvieron. Noche tras noche las pesadillas lo torturaban; las voces le ordenaban con insistencia que las buscase y el orbe se había iluminado de nuevo. El joven no informó a su maestro sino que acudió a su padre, tal y como éste le había ordenado.

Porcius, Lehelia y Drehaen Estreigerd se embarcaron al día siguiente rumbo al archipiélago del Oeste, a las islas donde según su hermana habitaron los Nar en los tiempos antiguos. Allí estaban en aquel momento; la esfera los había guiado hasta las ruinas de lo que antaño debió ser un templo y en el suelo encontraron la entrada a la cripta por cuyas escaleras descendían. Pero en esta ocasión, en lugar del envejecido maestro, los acompañaba una mole de casi ocho pies de puro músculo. El gottren encabezaba el grupo iluminando con la antorcha la escalinata y con su hacha lista para desmembrar cualquier cosa que les saliese al paso.

—Un momento. —Lehelia se detuvo—. Luz aquí, Mough.

Había descubierto unos grabados en las paredes del pasadizo. Estaban escritos en la lengua del Pueblo Antiguo, de la que Porcius entendía sólo algunas palabras pero que su hermana conocía perfectamente. Era una de las cosas que más le molestaban de Lehelia; siempre parecía saberlo todo y a ojos de su padre jamás se equivocaba. Entre una larga serie de caracteres que no fue capaz de interpretar, el joven distinguió las palabras «demonio» y «horror».

—Detente, visitante. No sigas avanzando a no ser que quieras contemplar el horror. Aquí yace preso el Primer Demonio Zighslaag, Hijo de Sharvahack, Señor de los Abismos y corruptor de la tierra, derrotado por el Pueblo Antiguo para salvaguardar toda La Creación. Detente, o afronta las consecuencias de tu osadía. El mal fue vencido y aprisionado pero aproximarse a él es aproximarse al fin —tradujo Lehelia—. O al final, pero entendido de un modo absoluto; la expresión «derdiene-sha-dah» no tiene una acepción exacta en la lengua común.

—Bien, es lo que buscamos ¿no? —preguntó Estreigerd, al que las lecciones de idiomas antiguos interesaban aún menos que al propio Porcius.

—Sí, pero a partir de aquí hemos de avanzar con mucha cautela. Cuando terminen las escaleras detente, Mough.

El gigante prosiguió su avance por la amplia escalinata. El techo de la caverna se elevaba a cada paso; en ese punto del descenso apenas se distinguían las estalactitas puntiagudas que pendían de él. El olor era insoportable y llevaban un buen trecho respirando sólo por la boca.

—No hay más escalones —gruñó el gottren encogiéndose de hombros.

Frente a ellos se extendía un espacio desmesurado que no contenía más que oscuridad. Un sendero de baldosas polvorientas se internaba en ella hasta difuminarse por completo; la sensación de vacío era absoluta.

Porcius recordó cuando de niño lo cambiaron de dormitorio y pasó a alojarse en la segunda planta del Consulado. Al principio le costó acostumbrarse y en repetidas ocasiones entró por error en su antigua habitación. En cuanto abría la puerta, el vacío se apoderaba de él; las paredes desnudas, la ausencia de su cama, su cómoda, sus juguetes… aquello lo estremecía y notaba cómo lo invadían la tristeza, la pérdida y el desamparo. Esta vez era el mundo entero lo que echaba de menos. El cielo abierto y cualquier indicio de vida. Dentro de aquella desolada inmensidad hubiese cabido el Consulado al completo; quizá toda Vardanire. Y no se veía el techo.

Lehelia sacó el orbe de debajo de su capa y el objeto emitió un resplandor escarlata que iluminó a todo el grupo. Lo alzó frente a ella y gritó.

—¡Aquí estamos, poderoso Zighslaag!

La voz femenina se fundió con el silencio que dominaba la cueva; era tan grande que no se escuchaba el eco. Tras esperar unos instantes y ver que nada sucedía, Lehelia le tendió la esfera a su hermano.

—Llámalo tú. A ti te escuchará.

En cuanto Porcius rozó el orbe con los dedos, el mundo tembló.

El suelo empezó a vibrar con tal intensidad que derribó a todo el grupo. Las paredes del pasadizo se movían y de ellas se desprendían pedazos de roca que rodaban escaleras abajo dando saltos como si tuviesen vida propia. Varias estalactitas se estrellaron contra el suelo para romperse en incontables fragmentos que se desperdigaron hasta donde la luz roja no alcanzaba.

La tierra caía sobre ellos como un espeso aguacero marrón. Estreigerd levantó su escudo y los dos hermanos se arrastraron hasta refugiarse bajo él. Mough se cubría la cabeza con los brazos, acurrucado y rebotando contra las paredes del túnel por las violentas sacudidas. Cuando pensaban que el techo se iba a derrumbar y los sepultaría para siempre, el terremoto cesó. A la densa polvareda que les rodeaba se le unió un calor húmedo, tan agobiante que podía palparse. Aquel hedor putrefacto también había tomado forma y lo notaban a su alrededor como si fuese una presencia viva.

Un latigazo fustigó sus tímpanos y todos se llevaron las manos a los oídos, incapaces de soportar aquel bramido enloquecedor que rebotaba contra las paredes de la caverna. Parecía que la misma existencia se estuviese resquebrajando y que el mundo fuera a estallar en mil pedazos. Al rugido lo siguió algo que recordaba a la respiración de unos caballos de dimensiones inimaginables. Cuando se aseguraron de que sus orejas podían soportarlo, retiraron las manos y Porcius se apresuró a recuperar el orbe; estaba en el suelo emitiendo una luz tan intensa que parecía sólida.

El gottren fue el primero que se puso en pie y también el primero que vio a Zighslaag.

—Algo viene. Gran gusano ¿Lo mato? —preguntó confuso.

Al fondo de la caverna se desenroscaba lo que parecía una serpiente gigantesca. Se aproximaba hacia ellos mientras de lo más negro de las sombras surgía otro monstruo similar. Las dos criaturas aumentaban de tamaño conforme se acercaban, al tiempo que el sonido de su respiración se iba amplificando.

—Muy grandes; no sé si podré matarlos —comentó Mough, decepcionado.

Los monstruos siguieron avanzando hasta que algo les impidió continuar. Tras dar un par de tirones que removieron de nuevo toda la caverna, alzaron las cabezas y sus cuellos empezaron a elevarse; dos truenos acompañados por una lluvia de tierra y roca indicaron que habían impactado contra el techo. Finalmente descendieron para quedar situados uno junto a otro, como dos amenazadores torreones vivientes.

—Entonces he despertado… después de más de mil años… Estoy despierto ¡Oh sí! —bramó uno de los engendros. Sus fauces desprendieron una nueva bocanada de aquel hedor infecto.

—Estoy despierto, sí… Y también estoy débil… Y ciego —añadió la voz mortecina que brotaba del pico ganchudo de la otra criatura.

—Me robaron mi poder… Ellos me lo robaron —se lamentó la voz grave—. Los niños, ellos me apresaron. Todos morirán por hacerlo… ¡Oh, sí!

—Todos morirán —confirmó su compañero—. Mis hijos los matarán ¡Oh, sí! Los matarán y recuperarán el Ojo… Me lo traerán y entonces veré… y sabré.

—¡Tus hijos ya no existen, Gran Zighslaag! —gritó Lehelia.

La criatura cesó de inmediato el monólogo que mantenía mediante sus dos cabezas.

—Ya no queda nada de lo que antaño creaste —añadió.

El demonio dirigió las cuencas huecas de sus ojos hacía donde estaba apostado el grupo y empezó a resollar. Las dos cabezas olfateaban y no tardaron en localizar a su presa.

—¡El Ojo está aquí! —graznó el pico de ave—. ¡El humano de mis sueños ha traído el Ojo!

—¡Oh, sí! ¡Está aquí! ¡Y también uno de mis hijos! Su sangre no es pura, pero mi semilla está en él ¡Oh sí! ¡Sí! —La otra cabeza retorcía el cuello entre carcajadas de alegría corrupta y sucia.

—Dame el Ojo —ordenó la voz marchita.

Porcius estaba aterrorizado; aquella monstruosidad se dirigía a él. Miró implorante a su hermana que de inmediato se hizo cargo de la situación.

—Te daremos el Ojo, poderoso Zighslaag. Te lo devolveremos y recuperarás tu poder pero antes debes ayudarnos.

—¿Debo? ¿Zighslaag debe… ayudarte? ¡Hembra arrogante y estúpida!

Las dos cabezas se abalanzaron sobre Lehelia pero no pudieron avanzar lo más mínimo. Entre el estrépito de las rocas desplomándose, el demonio estiró sus dos cuellos hasta tensarlos por completo; apretaba las mandíbulas y bufaba enfurecido, pero los humanos estaban fuera de su alcance.

—Los niños… Ellos me encadenaron… ¡Oh, sí! Me robaron mi poder… Me arrancaron los ojos…

—El humano de mi sueño ha traído el Ojo… Si me lo da podré ver… Entonces recuperaré poder y todos morirán… ¡Oh, sí! —comentó la cabeza de reptil con un ronquido que pretendía ser un susurro.

—Dame el Ojo —repitió una vez más la voz envejecida.

—Como he dicho, te devolveremos el Ojo si nos ayudas, Gran Demonio —insistió Lehelia—. Una vez completes la tarea que te encomendaremos, mi hermano te lo entregará y volverás a ver.

Las dos cabezas murmuraban sin que los humanos pudiesen entender nada de lo que decían sus voces. Al fin, la cabeza de pájaro de pesadilla se dirigió a Lehelia en un tono vagamente conciliador.

Other books

His Challenging Lover by Elizabeth Lennox
Dirt by David Vann
Switchblade: An Original Story by Connelly, Michael
The Judge by Steve Martini
My One and Only by Kristan Higgins
BlackmailedbyHisRival by Adriana Rossi
Bite, My Love by Penelope Fletcher