Primavera con una esquina rota (15 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romantico

También el otro día vi por la tele una corrida de toros que es como un estadio donde un señor juega con un mantel colorado y un toro que se hace el furioso pero es buenísimo, y después de muchísimas horas de estar jugando el hombre se aburrió y dijo no quiero jugar más con ese bicho que se hace el furioso pero el toro quería seguir jugando y entonces fue el hombre quien se puso furioso y como era muy necio le clavó aquí en la nuca una espada larguísima y el toro que ya estaba a punto de pedir la amnistía miró al señor con unos ojos muy pero muy tristes y después se desmayó en mitad de la cancha sin que nadie le diera la amnistía y a mí me dio tanta lástima que me salió un suspiro finito finito y esa noche soñé que yo acariciaba al toro y le decía chicho chicho igual que le digo a Sarcasmo el perro de Angélica y él mueve la cola contentísimo, pero en el sueño el toro no la movía porque seguía desmayado en mitad de la cancha y yo le daba la amnistía pero en sueños no vale.

El diccionario dice que amnistía es el olvido de los delitos políticos y yo estaba pensando que a lo mejor a mi papá le dan la amnistía, pero también siento miedo de que el general que puso preso político a mi papá tenga buena memoria y no se olvide de los delitos. Claro que como mi papá es muy pero muy bueno y sabe hasta barrer los calabozos, a lo mejor el general que lo puso preso político hace la vista gorda igual que mi abuelo hace conmigo, como si se olvidara de los delitos aunque verdaderamente no los olvide y a lo mejor una noche el general que lo puso preso político le da la amnistía así de repente y sin decirle nada le deja la puerta sin llave para que mi papá salga en puntas de pie y se asome calladito a la calle y tome un taxi y le cuente muy contento al chofer que le acaban de dar la amnistía así que lo lleve enseguida al aeropuerto porque quiere venir a vernos a Graciela y a mí y sepa que yo tengo le dirá al chofer una hijita que hace muchos años que no veo pero sé que es lindísima y muy buena y el chofer le dirá ah qué interesante señor yo también tengo una nena y seguirán hablando y hablando y hablando porque hasta el aeropuerto son una cantidad bárbara de kilómetros y cuando lleguen ya será de noche y mi papá le dirá el problema es que como estuve preso político ahora no tengo plata para pagarle y el chofer no se aflija señor son apenas treinta y ocho millones ya me los pagará cuando pueda y consiga trabajo y mi papá qué bueno es usted muchísimas gracias y el chofer no hay de qué y dele recuerdos a su señora y a su nena que es tan buena y tan linda y que tenga buen viaje y lo felicito por la amnistía.

Angélica en cambio es muy rencorosa y cuando Sarcasmo la muerde un poco no mucho porque tiene los dientes chiquitos y no lo hace por mal, ella le pega y le pega y después no le habla por tres días y yo sé que Sarcasmo se muere de tristeza y ella sin embargo nunca lo amnistía. A mí Sarcasmito me da muchísima lástima y me lo llevaría a mi casa pero Graciela siempre dice que en el exilio no hay que tener animalitos porque una se encarinia y de pronto un día hay que volver a Montevideo y no vamos a llevar el perro o el gato porque se hacen pichí en los aviones.

Cuando venga la amnistía vamos a bailar tangos. Los tangos son unas músicas tristes que se bailan cuando uno está alegre y así vuelve a ponerse triste. Cuando venga la amnistía Graciela me va a comprar una muñeca nueva porque la Mónica ya está para jubilarla. Cuando venga la amnistía no habrá más corridas de toros ni me van a salir más granitos. Y el abuelo Rafael me va a comprar un reloj pulsera. Cuando venga la amnistía se acabará la amnesia. La amnistía es como una vacación que se va a desparramar por todo el país. Los aviones y los buques llegarán completísimos de turistas muy platudos que irán a ver la amnistía. Los aviones irán tan llenos que la gente estará parada en los pasillos y las señoras les dirán a los señores que van sentados ah usted también va a ver la amnistía y entonces el señor no tendrá más remedio que darle el asiento. Cuando venga la amnistía habrá cucharitas y camisetas y ceniceros con la palabra amnistía y también muñecas que cuando uno les apriete la barriga dirán am-nis-tí-a y tocarán una musiquita. Cuando venga la amnistía se acabarán las tablas de multiplicar, sobre todo la del ocho y la del nueve que son una basura. Me imagino que cuando algún día venga mi papá va a estar como un año hablando siempre de la amnistía. Teresita dice que Sandra dijo que en los países muy fríos hay menos amnistía, pero yo creo que ahí no debe ser tan grave porque como afuera está nevando y sopla un viento helado los presos políticos no querrán que los dejen en libertad porque en el calabozo están más calentitos. A veces pienso que la amnistía está demorando tanto que cuando venga a lo mejor yo seré grande como Graciela y trabajaré en un rascacielos y hasta podré cruzar las calles con luz roja como hacen siempre los mayores. Cuando venga la amnistía capaz que Graciela le dice al tío Rolando, bueno chau.

El otro
(Ponte el cuerpo)

¿Así que me encontrás raro? Puede ser, Rolando, puede ser. Además, hacía mucho que no nos veíamos. Sin embargo, debería estar feliz. Y a lo mejor estoy feliz y es precisamente eso lo que me vuelve extraño. ¿Te parece imposible? Estamos tan acostumbrados a las muertes que cuando por ejemplo ocurre un nacimiento nos agarra desprevenidos, o como diría un aficionado local al béisbol (ya ves cómo me voy adaptando) nos «coge fuera de base». Seguramente te estarás preguntando qué ocurrió. Y no te resignás a creer que lo ocurrido sea algo estimulante. ¿Desconfiás, eh? Yo también me he vuelto desconfiado. Y sin embargo el elemento nuevo es una buena noticia: soltaron a Claudia y está en Suecia. ¿No te lo imaginabas, eh? Pues la soltaron y está en Suecia, y ya me escribió y ya le escribí. ¿Qué te parece? Seis años son larguísimos, sobre todo si tenés en cuenta que yo pude zafar, apenitas pero pude, y ella no, ella tuvo que comerse esos seis de mierda, de humillaciones, de pudrición, de delirio. Y ahora decime, ¿cómo iba a gozar de mi libertad, cómo iba a disfrutar de mi trabajo (por fin estoy haciendo algo que me gusta, que se corresponde con mi vocación), del mero hecho de decir en voz alta lo que se me antoja, cómo iba a gozar de mi vida si sabía que Claudia estaba allá, reventada, animosa pero malherida, leal pero terriblemente ansiosa? Tengo treinta y dos años y soy un tipo robusto y sexualmente sano, en pleno vigor. Vos sabés que a esta edad, si sos normal, es imposible pasar seis años sin tener de vez en cuando una mujer. Yo también lo sé y Claudia lo sabe y en sus cartas me lo sugería indirectamente y por otras vías me lo mandaba decir sin ambages: «No te hagas problemas, Angel. Yo te quiero como nunca y sin embargo no puedo exigirte una cosa así. Sos un hombre joven y estás afuera. No podés negarte a lo que espera el cuerpo. Es
tu
cuerpo. Yo no voy a sentirme agraviada. Jamás. Te lo digo en serio. Por favor, creémelo. Después, cuando yo salga, ya veremos qué pasa. Sí, yo te sigo queriendo como nunca, pero no te quedes sin mujer, no te condenes a vivir sin cuerpo de mujer. Yo sé mejor que nadie cuánto lo necesitás». Y siempre así. Sólo faltó que me transcribiera aquel verso de Vallejo: «Ya va a venir el día. Ponte el cuerpo». Era casi una obsesión en sus cartas y en sus mensajes. Yo le respondía que no se preocupara, que quizá más adelante, pero que ahora no tenía ganas ni deseos ni nada. Y ella de nuevo a insistir. Hasta que al fin se dio una coyuntura no buscada por mí, algo que vino muy naturalmente, y decidí ponerme el cuerpo, o sea que fui a la cama con una muchacha estupenda, y lo hicimos, claro, pero en otro sentido fue un fracaso. Yo miraba mi vaivén, ¿sabés? como si fuera el de otro. Los órganos reaccionan, claro, al contacto de una linda carne contigua; pueden desenvolverse, excitarse, llegar por sí mismos a una culminación, pero yo permanecía ajeno a ese disfrute, yo estaba allá, en una celda remota, murmurándole apoyo a una mujer lejana y mía, consolándola, sin tocarla, de heridas que nunca cerrarán; diciéndole palabras, palabritas aisladas que para nosotros dos tienen el significado de un ritual, son como hitos de nuestra historia privada. Me dirás que eso ocurre con todas las parejas. Ah, pero en esta pareja uno estaba aquí, libre, pero sintiéndose estúpidamente culpable de su libertad, y la otra estaba allá, en clausura y en pugna, acompañada y solitaria, pensando probablemente en mí, en que yo me estaría sintiendo estúpidamente culpable de mi libertad. Y la muchacha que lo estaba haciendo conmigo comprendió de pronto con claridad toda la situación, y la comprendió a pesar de que era de aquí, o quizá por eso mismo, y cuando ya estábamos tendidos y en silencio, mirando el techo, apoyó su mano en mi pierna, y dijo: «No te aflijas, esto te pasa porque eres buena gente», y se levantó y se vistió y se fue sin más, después de darme un beso en la mejilla. Así que imaginate si habrá sido buena noticia para mí saber que, después de seis años, la otra, o sea la única, la castigada, la leal, estaba libre y en Suecia y con amigos. Esta es la historia. Por ahora. Nos hemos escrito, nos hemos telefoneado. Te aseguro que el teléfono no fue el medio ideal de comunicación, porque los dos llorábamos y al final aquello costó un montón de plata, nada más que para escuchar, durante un cuarto de hora, tres monosílabos y cuatro sollozos. Desde el primer momento le escribí que viniera enseguida y le compré el billete de avión,
open
, para que viaje cuando quiera y pueda. Pero en su respuesta noté cierta reticencia y empecé a imaginar cosas absurdas. Imaginate la libertad que uno tiene cuando se pone a imaginar cosas absurdas. Las razonables tienen que ver con permisos, residencias, pasaportes, etc., pero yo elegí las otras, por lo menos algunas, y las enumeré en mi nueva carta. Y hoy acabo de recibir su respuesta. Dice así, te la leo: «Vos seguís pensando en la Claudia que dejaste de ver hace seis años, pero en esos seis años pasaron muchas cosas y hasta los rostros cambian y esa transformación tiene un ritmo distinto al del simple transcurrir del tiempo. Sé que vos, por ejemplo, tenés el mismo aspecto, sólo que con seis años más. Es lo normal, ¿no? Pero yo, querido, no tengo el mismo rostro. Esta es la reticencia que notaste en mi carta. Y como imaginaste tantas barbaridades, tomé esta decisión: me hice varias fotos, y te confieso que, aunque no lo creas, seleccioné la mejor, y bueno, aquí te la mando, Ángel, quiero que antes de que decidas si debo ir allí o quedarme aquí, veas cómo soy y cómo estoy, veas cómo pasaron esos seis años por mis ojos, por mi boca, por mi nariz, por mis orejas, por mi frente, por mi pelo. Y quiero (vos sabés que soy católica, así que te lo pido por el amor de Dios) que, si de veras me querés y respetás, seas rigurosamente sincero conmigo». ¿Te das cuenta, Rolando, de todo lo que esa carta dice? ¿Podés leer como yo todas las entrelíneas? Por eso te decía hace un rato que a lo mejor estoy feliz y es eso lo que me vuelve un poco extraño. Estar feliz y sin embargo no ser feliz. Ah, pero nunca imaginé que el estar feliz incluyera ¿sabés? tanta tristeza.

Heridos y contusos
(Puta vida)

—¿Y qué sentiste cuando te leyó la carta, cuando te contó lo de la foto?

—Desconcierto. Realmente, creo que me sentí desconcertado.

—¿Desconcertado y culpable?

—No. Culpable no.

—¿Y entonces por qué llegaste con esa cara de velorio?

—Será porque este enredo no es precisamente una fiesta.

—Cuando decís enredo, ¿te referís a lo nuestro?

—Sí, ¿a qué va a ser?

—Yo no lo veo como un enredo.

—¿Ah, no? Pero es.

—¿Estás arrepentido?

—No. Pero no es una fiesta.

—Ya lo habías dicho. Tampoco lo de ellos es una fiesta.

—¿Lo de Claudia y Ángel? Tampoco. Pero al menos es transparente. Un dolor transparente. Un amor transparente.

—A diferencia del nuestro, que es opaco.

—No dije eso.

—Pero lo das a entender. Todo lo que no decís, lo estás sin embargo diciendo. ¿Te creés acaso que yo no me lo digo?

—Vos bien sabés que para mí lo único opaco es que no se lo hayamos comunicado a Santiago. Lo demás, no. De veras te quiero, Graciela, y eso no es opaco.

—¿A qué volver sobre eso? Lo hablé con Rafael y él me convenció. Y sigo creyendo que tuvo razón. Era demasiado para Santiago. Enterarse así, y enterarse allá. Entre cuatro paredes.

—Bueno, ahora viene.

—Sí, y estoy contenta de que venga.

—¿Contenta por eso quiere decir arrepentida de lo otro?

—No, Rolando, yo tampoco estoy arrepentida. Contenta quiere decir contenta, nada más. Contenta porque va a estar libre, que bien lo merece. Y también porque podré decírselo.

—¿Podrás?

—Sí, Rolando, podré. Soy bastante más fuerte de lo que pensás. Y además estoy segura. Ahora sé definitivamente que lo otro marcharía mal. Y respeto demasiado a Santiago para seguir mintiéndole.

—Puta vida, ¿no? Que el tipo salga, después de tantos años, y lo espere esto. Quiero decir: que lo esperemos nosotros con esta buena nueva.

—No sé. Después de todo, como dice Rafael, es mejor que se entere aquí, con otra perspectiva.

—También se enterarán los otros. Los compañeros. ¿Acaso te habló de eso tu admirado Rafael?

—No. Pero bien que lo sé.

—No creo que vayan a estar de parte nuestra.

—Probablemente no. A Santiago todo el mundo lo quiere. Será difícil.

—¿Cómo se lo vas a decir?

—No sé, Rolando, no sé.

—¿Preferís que le hablemos los dos?

—Mira, no sé cómo se lo voy a decir. Improvisaré. Pero en cambio sé que quiero decírselo a solas. Tengo ese derecho, ¿no?

—Tenés todos los derechos. ¿Y Beatricita?

—Está como distante. También eso me jode.

—¿Sabe que el padre llega dentro de quince días?

—Desde el domingo lo sabe. A pesar de la advertencia de Santiago, me resolví a decírselo. ¿Sabés por qué lo hice? Porque pensé que por alguna extraña vía se había enterado o lo intuía, y que acaso su actitud distante obedecía a que yo no le había dado la noticia. Pero después que se lo dije, ha seguido igual.

—Es demasiado avispada la botija. Seguro que sospecha lo nuestro.

—Eso creo.

—Después de todo, es una reacción inevitable.

—Puede ser, pero me preocupa.

—¿Y ahora por qué llorás?

—Porque tenés razón.

—Sí, claro, ¿pero en qué?

—En eso que hoy dijiste: puta vida.

Exilios
(Los orgullosos de Alamar)

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