Primavera con una esquina rota (12 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romantico

Exilios
(La acústica de Epidauros)

Si se da un golpe en Epidauros Se escucha más arriba,

entre los árboles

En el aire.

ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR

Estuvimos en epidauros veinticinco años después que roberto

y también escuchamos desde ¡as más altas graderías

el rasgueo del fósforo que allá abajo

incendia la guía la misma gordita

que entre templo y templete

entre adarme socrático y pizca de termópilas

había contado cómo niarchos se las arreglaba

para abonar apenas nueve mil dracmas

digamos unos trescientos dólares de impuesto por año

y con su joven énfasis nos había anunciado

ante el asombro de cinco porteños

expertos en citas de tato bores

victoria próxima y segurísima del socialista papandreu

estuvimos pues en epidauros respirando el aire transparente

[y seco

y contemplando los profusos inmemoriales verdes

de los árboles que dieron y dan su espalda al teatro

y su rostro a la pálida hondonada

verdes y aire probablemente no demasiado ajenos

a los que contemplara y respirara polycleto el joven

cuando hacía sus cálculos de eternidad y enigma

y también yo bajé al centro mágico de la orquesta

para que luz me tomara la foto de rigor

en paraje de tan bienquista y sólida memoria

y desde allí quise probar la extraordinaria acústica

y pensé hola líber hola héctor hola raúl hola jaime

bien despacito como quien rasguea un fósforo o arruga un

[boleto

y así pude confirmar que la acústica era óptima

ya que mis sigilosas salvas no sólo se escucharon en las graderías

sino más arriba en el aire con un solo pájaro

y atravesaron el peloponeso y el jónico y el tirreno

y el mediterráneo y el atlántico y la nostalgia

y por fin se colaron por entre los barrotes

como una brisa transparente y seca

Intramuros
(Una mera posibilidad)

Ayer estuvo el abogado y me dio a entender que la cosa va por mejor camino. Que no es improbable. Que tal vez. Una mera posibilidad, ya lo sé. Pero debo reconocer que me produjo una conmoción, creo que hasta me vino taquicardia. No es que alguna vez haya perdido la esperanza. Siempre supe que algún día iba a encontrarme nuevamente con ustedes. Pero una cosa es conjeturar que para que ello ocurra han de transcurrir unos cuantos años, y otra muy distinta que tal perspectiva ingrese de pronto en el campo de lo posible. No quiero hacerme ilusiones. Y, sin embargo, me las hago, no lo puedo evitar. Y es comprensible, ¿no te parece? Sólo anteayer admitía como probable que permanecería aquí varios años, y hasta me había fabricado una actitud mental para habituarme a pagar esa gabela, "a besar el azote" como decía ¿te acordás? con su dejo luciferino aquel cura salteño. Ahora, en cambio, cuando surge la posibilidad de que a lo mejor, que tal vez, que acaso, que quizá sea sólo un año o aun menos, es curioso que este lapso tan mensurable en términos de aguante, me parezca sin embargo más insoportable que aquel otro, extenso, casi infinito, al que de alguna manera me había resignado. Somos complicados, ¿no? Y vos y el Viejo, ¿qué piensan de esto? Por ahora no le digan nada a la nena, no sea que empiece a hacerse ilusiones y luego todo acabe en una frustración, algo que a sus añitos puede ser traumatizante. Nada más que imaginar que acaso la vea pronto, digamos en un plazo alcanzable, sólo eso me eriza el pellejo. Verte a vos, ver al Viejo, es otra cosa. Imaginate si los querré contemplar y estrechar. Hablar largamente con ustedes, qué fiesta diosmío. Pero lo de Beatriz me eriza. Cinco años sin ver a un hijo, y sobre todo si es un niño, significan una eternidad. Cinco años sin ver a un adulto, por querido que sea, son sencillamente cinco años y también es tremendo. A mí por ejemplo me encontrarían sin nada nadita de panza, y con menos pelo (no me refiero a las razones de obvia peluquería local sino a evidentes entradas que nada tienen que ver con semejante ortodoxia). También hay algunas vacantes incisivas y molares (ojo al gol, que no dice
morales
¿eh?). ¿Qué más? Bueno, ciertas pecas nuevas, nuevos lunares, alguna cicatriz. Como ves, me sé de memoria. Lo que ocurre es que, en una circunstancia como la que vivo, casi de cartujo, el propio cuerpo se convierte inevitablemente en una clave. Y no por narcisismo, sino porque durante horas y horas no hay a mano otra señal de vida. Por mi parte, sé que el Viejo tendrá unas cuantas canas más. Más arrugas no, porque ese viejo ladino nació arrugado. Recuerdo que, cuando niño, siempre me impresionaban los frunces y estrías que tenía junto a los ojos, en el ceño, etc. Al parecer eso no impedía que tuviera flor de banca con las minas. Yo creo que aun en vida de la Vieja se mandaba sus buenos afiles. ¿Y cómo te encontraré a vos? Más madura, claro, y por eso más linda. A veces las angustias pasadas dejan un rictus de amargura; así al menos escribían los novelistas de comienzos de siglo. Los de ahora ya no emplean giros tan cursis, ah pero los rictus en cambio no pasaron de moda; será que las amarguras siguen tan campantes. Pero yo sé que vos no tenés esos rictus, y si los tenés qué importa, yo te curaré de ellos. Eso sí, es probable que estés más seria, que no te rías tan estruendosamente, tan primaria y primaveralmente como antes. Pero también es seguro que habrás conservado y enriquecido tu capacidad de alegría, tu vocación de eficacia. Si lo que el abogado me dejó entrever efectivamente ocurre, no tengo la menor idea de cómo (y si) podré juntarme con ustedes. Quiero decir: ignoro si en ese caso podría salir del país. Demasiado sé que en este aspecto todo será complicado, pero siempre será mejor que esta separación, que en este instante ya no sé si es injusta, absurda o merecida. Preferiría viajar, por supuesto, porque aquí ¿qué familia me queda? Tras el fallecimiento de Emilio, sólo está tía Ana, pero no creo que tenga demasiadas ganas de verla; después de todo, nunca ha intentado visitarme. Dicen que está más achacosa que de costumbre, será por eso. En cuanto a los otros primos, no pueden verme por razones obvias, ni, aunque yo saliera, creo que pudiera verlos. Conseguir trabajo aquí sería muy difícil, por motivos varios, de modo que insisto en que lo mejor sería que yo viajase, pero es prematuro conjeturar (sólo en base a los breves indicios que me dejó entrever el doctor) alguna cosa sobre el particular. Mientras tanto, pienso. Y sobre cosas concretas. Frente a esta nueva posibilidad, de pronto he dejado de fantasear, de refugiarme en recuerdos, de reconstruir instancias del balneario, o de la casa, de reconocer figuras y rostros en las manchas de humedad de los muros. Ahora pongo mi atención en temas concretos: trabajo, estudios, vida familiar, proyectos de diversa índole. No estaría mal que pudiera completar los estudios. ¿Por qué no vas averiguando ahí, en la Universidad, qué materias podría revalidar, cuáles tendría que rendir de nuevo? Por si las moscas, ¿sabés? ¿Y trabajo? Ya sé que tenés un buen empleo, pero yo quiero laburar lo antes posible. Y no pienses que sea por machismo. Simplemente tenés que entender que toda la vida he trabajado y estudiado simultáneamente, de modo que tengo el hábito y además me gusta. ¿Por qué no van examinando, vos y el Viejo, alguna posibilidad en este sentido? Ustedes bien conocen qué sé hacer mejor, pero a esta altura no voy a pretender que el trabajo responda exactamente a mis conocimientos o a mi vocación. Puedo hacer cualquier cosa ¿entendés? cualquier cosa. Físicamente estoy bastante repuesto y es seguro que ahí terminaré de reponerme, siempre cuidando, claro, de que no vuelva la panza. Se me hace agua la boca nada más que de imaginar que podría recuperar una vida normal, una vida con vos y con Beatriz y con el Viejo. Desde hace quince días tengo otra vez a alguien con quien compartir el espacio, digamos un compañero de habitación, y es muy buena gente, nos llevamos magníficamente. Sin embargo, con él no me atrevo a hablar de mi nueva perspectiva, sencillamente porque él no la tiene, al menos por ahora, y si doy rienda suelta a mi euforia (siempre con la íntima e inevitable desconfianza de que yo padezca una optimitis aguda) temo provocar en él, así sea indirectamente, cierta desesperanza y cierta pena. Todos somos generosos, por lo menos aquí hemos aprendido a serlo, sobre todo cuando queda atrás la primera etapa que suele ser egoísta, reconcentrada, huraña, hasta hipocondríaca; pero también la generosidad tiene fronteras, aledaños y colmos. Recuerdo perfectamente que, hace poco más de un año, cuando salió J., yo mismo experimenté sentimientos encontrados. Cómo no sentir alegría ante la realidad de que justamente él, que es un tipo excepcional, pudiera reunirse con su mujer y su madre y trabajar de nuevo y sentirse otra vez plenamente un ser humano. Y sin embargo su ausencia también me desalentó, en primer término porque J. es un tipazo para compartir con él las veinticuatro horas, y luego porque su ida me reveló el rigor y la tristeza de mi quedada. Es curioso, pero el buen compañerismo no consiste siempre en hablar o escuchar, en contarnos las vidas y las muertes, los amores y los desamores, en narrarnos novelas que leímos hace mucho y que ahora no tenemos a mano, en discutir sobre filosofía y sus suburbios, en sacar conclusiones de experiencias pasadas, en analizar y analizarnos ideológicamente, en intercambiar las respectivas infancias o, cuando se puede, en jugar al ajedrez. El buen compañerismo consiste muchas veces en callar, en respetar el laconismo del otro, en comprender que eso es lo que el otro necesita en esa precisa y oscura jornada, y entonces arroparlo con nuestro silencio, o dejar que él nos arrope con el suyo, pero, y este pero es fundamental, sin que ninguno de los dos lo pida ni lo exija, sino que el otro lo comprenda por sí mismo, en una espontánea solidaridad. A veces una buena relación de enclaustramiento o reclusión, una relación que puede convertirse en amistad para siempre, se construye mejor con los silencios oportunos que con las confidencias intempestivas. Hay gente incluso que se considera tan obligada a intercambiar peripecias autobiográficas que hasta las inventa. Y no siempre se trata de mitómanos o mentirosos, que también los hay; a veces se inventa un episodio como una deferencia, como una cortesía hacia el compañero, creyendo que con eso se le entretiene, o se le hace olvidar su desamparo, o se le extrae de un pozo de angustia, o con ello se le provocan nostalgias y se le enciende la memoria, y hasta se le contagia el virus del recuerdo-ficción. Bicho raro el ser humano cuando está condenado a su propia soledad o cuando el castigo consiste en cotejarla cotidianamente con las respectivas soledades de uno o dos o tres prójimos cuya contigüidad no eligió ninguno de ellos. No creo (ni siquiera después de estos últimos y durísimos años) aquello que decía el taciturno existencialista acerca de que el infierno son los otros, pero en cambio puedo admitir que muchas veces los otros no son precisamente el paraíso.

Heridos y contusos
(El dormido)

A primera hora de la tarde, el silencio está afuera y está adentro. Graciela sabe qué va a encontrar si se decide a mirar a través de las persianas. No sólo el camino de flores estará desierto, sino todo el alrededor: los canteros, las calles internas de la urbanización, las ventanas, las breves terrazas del edificio B.

Los únicos habitantes móviles son a esta hora unos extraños abejorros que se arriman zumbando a las persianas, pero no consiguen entrar. A lo lejos, muy a lo lejos, suenan de vez en cuando, como en ondas casi imperceptibles, los gritos y las risas de un colegio mixto que queda a unas doce o quince cuadras.

Entonces, ¿para qué va a levantarse a mirar a través de las persianas si de antemano sabe lo que va a encontrar? Ese exterior es rutina, y en cambio en el interior, por ejemplo en la cama, hay una novedad.

Graciela apaga el cigarrillo apretándolo contra un cenicero de la mesita de noche. Se incorpora a medias, apoyándose en un codo. Examina su propia desnudez y siente un escalofrío, pero no hace ademán de recoger la sábana que está amontonada a los pies de la cama.

Sigue mirando hacia las persianas, pero sin que nada reclame su interés. Probablemente es sólo una manera de darle la espalda al resto del lecho, pero no como un rechazo, sino como la postergación de un disfrute. Y entonces, antes de darse vuelta, antes de mirar, va moviendo lentamente una mano hasta posarla sobre la piel del dormido.

La piel del dormido se estremece, un poco a la manera de los caballos cuando intentan espantar las moscas. La mano no se da por aludida y permanece allí, tenaz, hasta que aquella carne vuelve a serenarse. Luego Graciela mueve su cuerpo semi incorporado a fin de enfrentarlo totalmente al dormido, y sin abandonar el archipiélago de pecas que cubre la palma, lo mira de arriba a abajo y viceversa, deteniéndose en puntos, rincones, breves territorios, que en el curso de las últimas horas han ido ganando sus preferencias y turbando su brújula.

Y se demora por ejemplo en el hombro macizo que horas antes acarició con su oreja y su mejilla; y en el pecho sólo a medias velludo; y en el ombligo extraño, como de niño, que la mira como un ojo de asombro, movido indirectamente por el compás respiratorio; y en la cicatriz profunda de la cadera, esa que le hicieron en cierto cuartel que él nunca menciona; y en el vello desordenado y rojizo del triángulo inferior; y en el mágico sexo ahora en reposo después de tanta brega; y en los testículos desiguales porque el izquierdo nunca se ha recuperado y está como magullado y contraído después de tanta máquina en el cuartel sin nombre; y en las piernas bien labradas como el corredor de ochocientos con vallas que hace un tiempo fue; y en los pies toscos y grandes, de dedos largos y un poco torcidos y una uña a punto de encarnarse.

Graciela retira su palma de aquella orografía y acerca su boca a la otra boca. En ese preciso instante, la del que acaso sueña esboza una sonrisa, y ella entonces decide alejarse para verla mejor, para imaginarla mejor, hasta que la sonrisa se cambia en un suspiro o resoplido o jadeo y se va esfumando hasta convertirse otra vez en mera boca entreabierta. Ella aleja la suya, de labios apretados.

Ahora se tiende de espaldas, con las manos bajo la nuca y mirando hacia el cielo raso. Desde el exterior sigue penetrando el silencio y también la insistencia de los abejorros, pero ya no se escuchan las risas y los gritos del colegio mixto.

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