Primavera con una esquina rota (8 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romantico

Exilios
(La soledad inmóvil)

A Sofía, Bulgaria, fue a dar H., periodista, experto en asuntos internacionales, corresponsal de un diario búlgaro en Montevideo. A raíz de una de las tantas arremetidas del régimen había tenido que exiliarse en Argentina, donde vivió siete meses, pero tras el asesinato de Zelmar Michelini y Gutiérrez Ruiz, también la Argentina se volvió inhabitable para los exiliados uruguayos. Bajo la protección de las Naciones Unidas, salió hacia Cuba y desde allí a Bulgaria.

Vivía solo, lejos de su mujer y de sus hijos, pero seguramente había hecho amigos entre los búlgaros, gente cálida y acogedora, amiga de los tragos nobles y sentimentales, y habrá disfrutado de esas increíbles avenidas, con canteros de rosas, que se encuentran a lo largo y a lo ancho de esa linda tierra que es la de Dimitrov, claro, pero también la de mi amigo Vasil Popov, que hace más de diez años escribió y publicó un cuento muy tierno sobre dos tupamaros que encontró una vez en el ascensor de un hotel habanero.

Sí, seguramente se habrá acostumbrado al yoghourt (fermentos casualmente búlgaros) y a los popes y al café a la turca, que a mí me resulta insoportable. Pero aun así habrá sentido la inquerida humillación de estar solo y de mirarse cotidianamente al espejo con nuevo asombro y vieja resignación.

Cuando a mediados de 1977 llegué a Sofia para asistir al Encuentro de Escritores por la Paz, hacía pocos días que H., tan periodista él, había sido noticia. Como todas las tardes, había llegado a su apartamento, probablemente se acostó, y sólo se supo de él varios días después, cuando sus compañeros de trabajo, extrañados por su ausencia, fueron a golpear a su puerta y, al no obtener respuesta, trajeron a la policía para que la abriera.

Estaba en su cama, con vida aún, pero ya sin sentido. Un colapso le había provocado una hemiplejia. Hacía por lo menos tres días que estaba en ese estado. De nada valieron los cuidados intensivos.

En rigor, no murió de hemiplejia, sino de soledad. Los médicos dijeron que si se le hubiera encontrado a tiempo, seguramente habría sobrevivido. Cuando sus amigos lo hallaron, ya había perdido el sentido, pero se supone que por lo menos durante veinticuatro horas supo qué le estaba ocurriendo. Es desolador tratar de introducirme, inventándolos, en sus pensamientos de hombre inmovilizado. No voy a introducirme, por respeto, aunque quizá estuviera en particulares condiciones de hacerlos verosímiles.

Un par de años antes, en mi exilio porteño, en mi apartamento de solo en Las Heras y Pueyrredón, pasé por un trance bastante parecido. Durante un día entero estuve semi inconsciente, presa del llamado mal asmático. Según parece, algunos amigos me telefonearon, pero yo no me enteré, aunque tenía el teléfono sobre la cama. Seguramente creyeron que no estaba. En aquellos sombríos meses de la Argentina de López Rega, cuando en cada jornada aparecían diez o veinte cadáveres en los basurales, era frecuente que muchos de nosotros, en ciertas noches particularmente inquietantes, durmiéramos en casas de amigos. En mi llavero siempre había por lo menos tres llaves solidarias.

En la tarde recuperé vagamente la conciencia, atendí una llamada, sólo una, luego volví a hundirme. Aquel único ademán alcanzó para salvarme. H. ni siquiera tuvo esa posibilidad. La soledad lo había dejado inmóvil.

El otro
(Titular y suplente)

Un rayo la Beatricita, ah si la viera Santiago, Rolando sabe que ése debe haber sido el examen más duro para aquel traga famoso. Años sin Beatriz, quién sabía cuántos. Ahora hay alguna esperanza, pero entonces. Claro que Santiago tendrá varios otros rubros de nostalgia, Graciela entre ellos por supuesto, pero lo más bravo debe ser lo de Beatriz, porque cuando cayó recién empezaba a disfrutarla. No mucho, claro, porque fueron años tremendos, pero de cualquier manera cada dos o tres días se hacía un ratito para verla, y la traía a la cama grande y loqueaba un rato con la piba, que desde que era un gorgojo fue avispadísima. Santiago sí que era padre de vocación, no como él, Rolando Asuero,
habitué
de quilombos en primera instancia, de amuebladas después, en realidad fue la política la que acabó con su latin american way of life, hay que ver que en los últimos tiempos hasta las amuebladas eran usadas para contactos clandes, qué desperdicio, él siempre sentía un poco de vergüenza de no quitarse ni la campera y de tener que respetar a la compañera de rigor (tango habemus:
me cachendié, qué gil
) en aquel ambientacho de jolgorio clásico, bueno alguna vez el contexto pudo más que el texto, de todos modos siempre le pareció que era un abuso de autoridad por parte de los irresponsables Responsables, porque las compas por lo general estaban buenísimas y uno tenía que estar tan atento a no excitarse, tan dedicado a pensar en bloques de hielo y cumbres nevadas, que después hasta se olvidaba del mensaje recibido y a transmitir.

Un rayo la Beatricita. Hoy había estado un buen rato charlando con ella, mientras ambos esperaban a Graciela. A Rolando le encanta cómo la gurisa habla de la madre, y cómo la tiene fichada, y cómo le conoce las inexpugnabilidades y los puntos vulnerables. Pero lo curioso es que lo dice sin vanidad, sin petulancia, más bien con un rigor casi científico. Es claro que ese rigor se esfuma cuando empieza a hablar de Santiago. Lo ha endiosado. Hoy acribilló a Rolando, a tío Rolando (para ella todos los amigos y amigas de Graciela son
tíos
), preguntándole sobre el Penal, sobre cómo serían las celdas, sobre si será cierto que se ve el cielo (él dice que sí, pero ella, a lo mejor es para que Graciela y yo no lloremos) y por qué exactamente estaba preso si tanto Graciela como él, el tío Rolando, aseguraban que era tan bueno y quería tanto a su patria. Y ahí se había callado un ratito para preguntarle después, con los ojos entrecerrados, concentrada en una preocupación que sin duda no era nueva, tío cuál es
mi
patria, la tuya ya sé que es Uruguay, pero yo digo en
mi
caso que vine chiquita de allá, eh, decime de veras, cuál es
mi
patria. Y cuando decía
mi
se tocaba el pecho con el índice, y él había tenido que carraspear y hasta sonarse la nariz para darse tiempo y luego decirle que puede haber personas y sobre todo niños que tengan dos patrias, una titular y otra suplente, pero la gurisa a insistir cuál era entonces su patria titular y él eso está claro tu patria titular es Uruguay, y la gurisa a meter entonces el dedito en la llaga y por qué entonces no me acuerdo nada de mi patria titular y en cambio sé muchas cosas de mi patria suplente. Y menos mal que justo ahí llegó Graciela y abrió la puerta (porque estaban esperando junto a la ventana y sin poder entrar) y fue a lavarse las manos y a peinarse un poco y le ordenó a Beatriz que también se lavara las manos y la gurisa que ya me las lavé al mediodía y Graciela montando en cólera y llevándola de un brazo hasta el lavabo con cierta brusquedad y/o impaciencia, y regresando agitada a donde estaba Rolando, sentado en la mecedora, mirándolo como si sólo ahora advirtiera su presencia y diciéndole hola con una voz cansada e indefensa que sólo lejanamente se parecía a la suya.

Intramuros
(El balneario)

No sé por qué hoy estuve rememorando largamente los veranos en Solís. Era lindo el ranchito y tan cerca de la playa. A veces, cuando me pongo impaciente o rabioso, pienso en las dunas y me tranquilizo. En aquellas temporaditas tan calmas, tan parecidas a la felicidad, ¿quién iba a pensar que después vendría todo lo que vino? Recuerdo cuando subimos a la Sierra, y cuando nos encontramos con Sonia y Ruben, y cuando alquilábamos los caballos vos te estabilizabas en el trote y no lograbas, pese a tus órdenes y a tus esfuerzos, que el pingo emprendiera el galope, y en consecuencia quedabas reventada. Sin embargo, no sólo me acuerdo de esos detalles costeño-bucólicos; también tengo presente cierta sensación de incomodidad que no me dejaba disfrutar plenamente de aquel sobrio confort de tres semanas. ¿Te acordás de que lo hablamos unas cuantas veces, cuando el atardecer caía sobre el ranchito y la hora del ángelus nos ponía melancólicos y hasta un poco sombríos? Sí, nuestro confort era terriblemente austero, nuestro descanso era baratísimo y nada ostentoso, y sin embargo pensábamos en los que no tenían nada, ni trabajo ni pan ni vivienda, ni mucho menos una hora especial para la melancolía porque su amargura era de tiempo completo. Y así terminábamos en silencio, sin soluciones a la vista, pero sintiéndonos vagamente culpables. Y, claro, a la mañana siguiente, cuando el aire fresco y salobre y el primer sol penetraban desde temprano en el ranchito, ante ese visto bueno de la naturaleza se nos iba la mufa y volvíamos a sentirnos plenos y optimistas y vos te dedicabas a juntar caracoles y yo a andar en bicicleta porque ya en aquellos años vos argumentabas que yo tenía cierta tendencia a la panza, y ya ves, han pasado unos cuantos más y no tengo panza, claro que por otro tratamiento que tal vez no sea el más recomendable. Y los últimos tiempos, cuando también venían los amigos. Eso tenía algo de bueno y algo de malo, ¿no? Era más entretenido, por supuesto, y estimulaba provechosas (aunque a veces demasiado largas) discusiones, que para mí tuvieron siempre una clara utilidad: me servían para descubrir en mí mismo qué pensaba verdaderamente sobre tantos temas. Pero ese verano colectivo también era malo, porque nos quitaba intimidad y arrinconaba nuestra posibilidad de diálogo (la de nosotros dos), limitándola nada más que a la cama, un sitio donde por lo común usábamos otros medios de comunicación. Y en qué desparramo ha acabado todo el clan. Alguno ya no está más. Creo que las mujeres andan por Europa (¿te escribís con ellas?). Tengo entendido que uno de los muchachos anda por ahí, ¿lo ves a veces?, dale mis abrazos, ¿qué hace? ¿trabaja? ¿estudia? ¿sigue muy mujeriego? Conservo un buen recuerdo de su erudición tanguera y de su vena conciliadora. ¿Cómo estará Solís? ¿Seguirá existiendo El Chajá? Era lindo almorzar en su salón de troncos, por lo general repleto de ingleses, amables y distantes como siempre. ¿Por qué les gustaría tanto a los ingleses ese balneario? A lo mejor les gustaba por las mismas razones que a nosotros: allí todavía (al menos en aquellos años) se recuperaba la sensación de espacio; se podía ver la playa como playa y no como un vasto negocio con arena; el marco natural había sobrevivido, ya que las viviendas, aun las decorosamente suntuosas, no agraviaban el paisaje. De mañana temprano era bárbaro caminar y caminar junto a la orilla, recibiendo en los pies esas olitas suaves que te daban ganas de seguir viviendo. Creo que eso nos gustaba también, porque de algún modo simbolizaba al Uruguay de entonces, país de olitas suaves, no de las batientes tempestades que vinieron después. En uno de los extremos había rocas, pero no grandes rompientes. Uno sencillamente se sentaba y, el agua invadía los espacios entre roca y roca, recorría y limpiaba esos canalitos, ponía patas arriba a los cangrejos y sacudía las mitades de mejillones que siempre se agrupaban en algún recoveco de piedras y cantos rodados. Al atardecer la sensación era distinta, quizá menos generadora de energía o de optimismo, pero portadora de un sosiego que nunca volví a experimentar. El sol se iba escondiendo tras las dunas de Jaureguiberry, y el rítmico chasquido de las olas mansas se entremezclaba con algún mugido que parecía lejanísimo y quizá por eso se volvía taciturno y agorero. Algunos días nos contagiábamos de esa congoja provisional, pero a veces se convertía imprevistamente en la sal de la jornada, sencillamente porque no teníamos motivos personales para la hipocondría, y entonces, aunque a vos a veces se te humedecieran los ojos verdes y a mí se me formara un nudo en la garganta, siempre éramos conscientes de que no había causas concretas para la tristeza, salvo las congénitas, las que vienen adscriptas al mero hecho de vivir y morir. Y volvíamos caminando despacito, ahora abrazados y en silencio, y en la palma de mi mano derecha sentía que la piel de tu cintura desnuda se erizaba, seguramente porque ya empezaba a correr un anticipo de la brisa nochera, y hacía falta llegar al rancho para ponernos los pulóveres y tomar una grapita con limón y preparar el churrasco con huevos y ensalada y besarnos un poco, no demasiado, porque lo mejor venía después.

Beatriz
(Una palabra enorme)

Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases, se dice que una está en libertad. Mientras dura la libertad, una pasea, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiero hace lo que se le antoja. Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar, aunque no es grave que una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en ese caso hay que hacer una cartita, mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué. Así dice la maestra: justificando.

Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, sí una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que la cárcel en que está mi papá se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho qué sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo. Mi papá es un preso pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela. Graciela dice que mi papá está en Libertad, o sea está preso, por sus ideas. Parece que mi papá era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa. Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy presa.

Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas. Porque a mí me gusta dormirme abrazada por lo menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque es muy gruñona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela.

Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que estar muy alunada para llamarla Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo el mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo. Sólo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice ay chiquilina no me estrujes así, entonces sí la llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no sería así ni sería tan bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada.

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