Primavera con una esquina rota (3 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romantico

Se habían juntado los cuatro: Silvio, Manolo, Santiago y él, en la última vacación de que disfrutaron. También estaban las mujeres, las esposas bah. En realidad tres: María del Carmen, la Tita y Graciela, porque él, Rolando Asuero, siempre fue un soltero profesional y nunca quiso entreverar sus programitas ocasionales con los demasiado estables amores de sus amigos. Pero las mujeres siempre tenían chismes y modas y horóscopos y recetas de cocina, al menos en aquella época, y tal vez por eso ellos casi siempre hacían rancho aparte para arreglar el mundo. Y casi lo arreglaban. Silvio, por ejemplo, era buenísimo, pero ingenuote. Nunca sería capaz de empuñar un bufoso, aseguraba, y sin embargo después lo empuñó, y también lo empuñaron contra él y por eso está ahora en el Buceo, para más datos en el panteón propiedad de sus suegros, que siguen teniendo guita aunque estén tristes. Y la gordita María del Carmen, en Barcelona, con dos botijas, vendiendo cacharritos en las Ramblas o donde ahora los hayan arrinconado. Manolo era cáustico, incisivo y mordaz, tres palabras contiguas que en él no eran precisamente sinónimos. Más bien trincheras de su timidez. La prueba era que con ellos nunca se excedía, siempre acababa siendo suave y comprensivo.
Funyi, lengue y alpargatas / y una mirada sin fin
. Con excepción del funyi, aquel tango podía ser su estampa. Santiago era el traga, por supuesto, pero sobre todo era buena gente. Sabía de botánica y marxismo y filatelia y poesía de vanguardia y además era un fichero vivo de historia del fútbol. Y no sólo el gol de Piendibeni al divino Zamora, o el ¡tuya Héctor! de la gesta olímpica. Eso ya era parte del folklore. Santiago tenía además en la repleta memoria todo el
récord
, partido a partido, de la pareja Nazassi / Domingos (era bolsilludo hasta los caracuses) o el último taponazo de Perucho Petrone, ya en la época en que de cada diez tiros al arco, ocho iban directo al azul firmamento pero los otros dos servían milagrosamente para aumentar el score; y también, a fin de que vieran que no era sectario, contaba cómo el flaco Schiaffino era un genio aun sin la globa, que eso es lo más difícil en el rubro concertación, y el respeto que siempre le había inspirado cierto aconcagua llamado Obdulio, que se hacía obedecer, y esto no era verdurita, hasta por el mono Gambetta.

Y ahora puta qué ojeras, dice y se dice Rolando Asuero ante el espejo de tres herrumbres,
me hice a las penas, bebí mis años
. La verdad es que se hizo a las penas, pero bebió otra cosa. He aquí el arcano, piensa en difícil. ¿Por qué de vez en cuando, digamos una vez al mes, se agarra una tranca de órdago y, en cambio, entre papalina y papalina se mantiene sobrio y casi abstemio? Casi, porque de vez en cuando un clarete (o
rosé
, como suelen decir quienes padecen una penetración cultural cartesiana), bueno, un clarete es casi un cóctel de aleluya con, testosterona. Será que la saudade depende de las lunas, algo así como la regla de las minas. Bueno, no sólo de las minas, también de las once mil vírgenes y de madre hay una sola, qué desproporción, ¿no? Después de todo, más vale ser borracho conocido que alcohólico anónimo. ¿Quién habrá parido esa sapiencia? La verdad es que los alcohólicos anónimos siempre le dieron en las pelotas. Uno se encurda o no se encurda, de acuerdo a su propia exigencia o mufa o necesidad o morriña o despiporre y no de acuerdo a la rigidez de los inmaculados o a la coacción del puritanaje. Linda banana el puritanaje, piensa Rolando Asuero haciéndose una morisqueta. Y se detiene con fruición en el botón de muestra al norte del río Bravo. Linda banana. Campaña moralista contra el martini o el
bourbon
de cada crepúsculo, pero en pro del napalm de cada aurora.

Ah si pudiera echarle al imperialismo la culpa de estas ojeras. Pero no.
Testigo solito la luz del candil
. No necesita terapia colectiva ni individual. Jodido el exilio, ¿no? Incluso el pobre analista las pasó mal. Allá se negó a proporcionar las fichas de sus pacientes subversivos y menos aún las de los subversivos impacientes. Y claro, las pasó mal. La cana tiene su propia terapia, no admite competidores.
Testigo solito
. Silvio muerto, Manolo en Gotemburgo, Santiago en el Penal. Y María del Carmen, viuda de represión, vendiendo cacharritos. Y la Tita, separada de Manolo, juntada ahora con un gurí muy serio (voy a «acompañerarme» con el Sardina Estévez, le había escrito hacía un año), nada menos que en Lisboa. Y Graciela aquí, desajustada y linda, con la Beatricita de Santiago y laburando de secretaria. ¿Y él? Puta qué ojeras.

La gente de este bendito y maldito país es realmente piola. A él, a qué negarlo, le gustan estos sonrientes, sobre todo ellas. Pero hay días y noches en que no le gustan tanto. Son los días y noches en que echa de menos el sobrentendido. Días y noches en que tiene que explicarlo todo y escucharlo todo. Una de las módicas ventajas de hacer el amor con una compatriota es que si en un instante determinado (esa hora cero que siempre suena después de las urgencias, el entusiasmo y el vaivén) uno no está para muchas locuacidades, puede pronunciar o escuchar un lacónico monosílabo y esa palabrita se llena de sobreentendidos, de significados implícitos, de imágenes en común, de pretéritos compartidos, vaya uno a saber. No hay nada que explicar ni que le expliquen. No es necesario llorar la milonga. Las manos pueden andar solas, sin palabras, las manos pueden ser elocuentísimas. Los monosílabos también pero sólo cuando remolcan su convoy de sobrentendidos. Hay que ver todos los idiomas que caben en un solo idioma, dice y se dice Rolando Asuero, enfrentado a su propia imagen, y agrega, repetitivo y sombrío: puta qué ojeras.

Exilios
(Invitacion cordial)

Más o menos a las 6 p.m. del viernes 22 de agosto de 1975, estaba leyendo, sin ninguna preocupación a la vista, en el apartamento que alquilaba en la calle Shell, de Miraflores, Lima, cuando abajo alguien tocó el timbre y preguntó por el señor Mario Orlando Benedetti. Eso ya me olió mal, pues el segundo nombre sólo figura en mi documentación y nadie entre mis amigos me llama así.

Bajé, y un tipo de civil me mostró su carnet de la PIP, y dijo que quería hacerme algunas preguntas sobre mis papeles. Subimos y entonces me dijo que les había llegado la denuncia de que mi visa estaba vencida. Traje el pasaporte y le mostré que había sido renovada en tiempo. «De todos modos va a tener que acompañarme, porque el jefe quiere hablar con usted.» «En media hora estará de vuelta», agregó. Y ante esa imprudente aseveración tuve la casi seguridad de que iba a ser deportado. Ese lenguaje críptico lo usan todas las represiones del mundo.

Durante el corto viaje a la Central de Policía, fue criticando al gobierno, tendiéndome, con torpeza digna de peor causa, ingenuas celadas para que yo mordiera el anzuelo y también criticara a la Revolución peruana. Mis elogios fueron cautos, pero concretos.

Una vez en la Central me hicieron esperar media hora, y luego me recibió un inspector. Me volvió a decir lo del documento con visa vencida, y otra vez mostré el pasaporte. Entonces me dijo que yo estaba cobrando haberes, algo que está prohibido cuando «se tiene visa turística». Le dije que mi caso tenía cierta peculiaridad, ya que, con plena autorización de los ministerios de Relaciones Exteriores y de Trabajo, el diario
Expreso
había firmado contrato por mis labores periodísticas y que dicho contrato estaba actualmente en el Ministerio de Trabajo, y que de ese trámite tenían conocimiento en el Ministerio de Relaciones, al más alto nivel. El señor quedó un poco desconcertado con el alto nivel, pero entonces otro funcionario, seguramente de superior jerarquía, le dijo desde otra mesa y en voz alta: «¡No le plantees más objeciones! El siempre te las va a destruir con razones valederas. Tienes que ir al grano.» Y dirigiéndose a mí: «¡El gobierno peruano quiere que se vaya!» Mi pregunta lógica: «¿Se puede saber por qué?» «¡No! Tampoco nosotros sabemos la razón. El ministro nos manda la orden y nosotros cumplimos.» «¿Qué tiempo tengo?» «Si fuera posible, diez minutos. Como no va a ser posible, porque no hay medio de que se vaya tan pronto, le diré que se irá en la primera oportunidad en que ello sea posible: una, dos horas.» «¿Puedo elegir a dónde voy?» «¿A dónde quisiera ir? Tenga en cuenta que nosotros no le vamos a pagar el pasaje.» «Como en Argentina he sido amenazado de muerte por las AAA, y como en Cuba trabajé en otra época durante dos años y medio y tengo allí posibilidad de trabajo, quiero saber si se me permite ir a Cuba.» «No. Hoy no hay avión a Cuba, y usted tiene que irse lo antes posible.» «Bueno, entonces dígame cuáles son mis opciones reales.» «Son éstas: o lo dejamos por vía terrestre en la frontera ecuatoriana, o utiliza su pasaje aéreo de vuelta a Buenos Aires.»

Pensé rápidamente, y no me sedujo la idea de que un camión militar me dejara, en la madrugada, en la frontera de un país que entonces no conocía, de modo que dije: «Buenos Aires. En Ecuador no he estado nunca.» Tuve que firmar una declaración en la que me preguntaban cómo cobraba mis gajes en
Expreso
. Dije que en la Caja, y allí volví a dejar constancia del contrato, del trámite en el Ministerio de Trabajo, etc.

Volvimos al apartamento. Al principio me dieron un cuarto de hora, después una hora, y a medida que hacían llamadas telefónicas y no conseguían sitio en ningún vuelo a Buenos Aires, fui teniendo más tiempo, pero sólo me permitieron llevar una valija, así que tuve que dejar muchas cosas.

El inspector me dijo entonces (a esa altura ya me trataban con mejores modos) que mi caso no era de expulsión ni de deportación y que por lo tanto no se me pondría en el pasaporte el sello
deportado
. Para la deportación —me explicó— se necesitaba un decreto supremo, que no había tenido lugar en este caso. Por eso era tan sólo «una cordial invitación a que me fuera de inmediato». Le pregunté qué podía pasar si no aceptaba la invitación. «Ah, entonces igual se tendría que ir.» Le dije que en mi país decimos, ante un caso así: «Me cago en la diferencia.»

Pedí que me dejaran telefonear a alguien de Lima. No me lo permitieron. Estaba incomunicado. En cambio, consintieron que hiciera llamadas de larga distancia. Por lo tanto, telefoneé a mi hermano en Montevideo, para que le avisara a mi mujer que fuera a encontrarse conmigo en Buenos Aires. También traté de llamar a dos o tres personas en Buenos Aires, pero no conseguí comunicación. Mi preocupación era lograr que me esperara alguien en Ezeiza. Les pedí que por lo menos me dejaran hablar con la dueña del apartamento. Me dijeron que podía llamarla siempre que le informara que, de súbito, había decidido irme del Perú y que en consecuencia le dejaba el apartamento. Les dije que una llamada así yo no la hacía, ya que esa persona había tenido conmigo un trato muy correcto. Les sugerí que la llamaran ellos. Dijeron que no.

Al cabo de unos minutos el inspector me preguntó qué condición ponía yo para hablarle a la dueña. Dije que le hablaría si podía decirle que me estaban echando. Aceptó por fin. Así que telefoneé a la señora a las tres de la madrugada. La pobre casi se desmaya. «¡Hay, señor, que le hagan eso a un caballero como usted!» Le expliqué que le dejaría un inventario de las cosas que quedaban en el apartamento y eran mías, y que más tarde le haría llegar alguna indicación sobre el destino de las mismas.

Los tipos a esa altura ya estaban tan suaves que me pidieron un poster que yo tenía en la pared con una de mis canciones, y otro me pidió que le regalara uno de mis libros. «¿No cree que lo pueda comprometer?», le pregunté. «Esperemos que no», dijo sin demasiada seguridad.

Como a esa altura de la noche hacía bastante frío, dos de los hombres (eran cuatro en total) le pidieron permiso al jefe para ir a buscar sendas chompas. Él accedió. Seguí arreglando mi maleta bajo la mirada vigilante de mis custodias. De pronto noté que ambos se habían dormido. Roncaban tan apaciblemente que me quité los zapatos para que mis pasos sobre la
moquette
no turbaran su sueño. Tuve una hora y media para arreglar mucho mejor la maleta, y el ducto del incinerador de basura tuvo bastante trabajo.

Al cabo de esa hora y media, me puse nuevamente los zapatos y sacudí discretamente al inspector: «Perdone que lo despierte, pero si soy tan subversivo como para que me echen del país, por favor no se duerman y vigílenme». El inspector me explicó que lo que pasaba era que estaban trabajando desde temprano y estaban muy cansados. Dije que comprendía, pero que yo no tenía la culpa.

A las cuatro y media salimos los cinco (los otros dos habían regresado con sus chompas) en un auto grande y negro. Pasamos por lo de la dueña. Le dieron las llaves y el inventario. Ese viaje fue mi único motivo real de preocupación, ya que me llevaron por una ruta que no era la habitual. Totalmente oscura, entre baldíos, sólo iluminada por los focos del auto. Demoramos mucho más que en un viaje corriente. Cuando distinguí a lo lejos la torre del aeropuerto, confieso que respiré un poco mejor. Ya en el aeropuerto, sólo pude salir en el vuelo de las 9 a.m. del sábado. Afortunadamente era de Aeroperú. Fracasaron en conseguirme sitio en uno de las ocho, que era de LAN.

En ningún momento me dieron nada de beber o comer. Estuve veinticuatro horas sin probar bocado. Creo que ello se debió sencillamente a que no tenían plata, ya que tampoco ellos comieron nada. Cuando el inspector me entregó los documentos junto a la escalerilla del avión, dijo: «Usted se va seguramente resentido con el gobierno, pero no tenga resentimiento con los peruanos.» Y me estrechó la mano

Heridos y contusos
(Uno o dos paisajes)

Graciela entró en el dormitorio, se quitó el abrigo liviano, se miró en el espejo del tocador, y frunció el ceño. Luego se quitó la blusa y la pollera, y se tiró en la cama. Dobló una pierna y luego la estiró todo lo que pudo. Entonces advirtió un punto corrido en la media. Se sentó, se quitó las medias y las fue revisando a ver si había otra corrida. Después hizo un montoncito con el par y lo puso sobre una silla. Se miró de nuevo en el espejo y se apretó las sienes con los dedos.

Por la ventana entraba todavía la luz penúltima de una tarde que había sido fresca y ventosa. Apartó uno de los visillos y miró hacia afuera. Frente al edificio B jugaban seis o siete niños. Reconoció a Beatriz, despeinada y agitada, pero en pleno disfrute. Graciela sonrió sin mucha convicción, y se pasó la mano por el pelo.

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