Primavera con una esquina rota (6 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romantico

Don Rafael
(Dios mediante)

Cerrar los ojos. Cómo quisiera cerrar los ojos y empezar de nuevo y abrirlos después con la tardía lucidez que traen los años pero con la vitalidad que ya no tengo. Dios da pan al que no tiene dientes, pero antes, mucho antes, le dio hambruna al que los tenía. Linda trampa la de Dios. Después de todo, los refranes populares son algo así como un curriculum divino. Se armó la de Dios es Cristo: virulencia y furia. Dios los cría y ellos se juntan: conspiración y acoso. Dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César: repartija y prorrateo. Como Dios manda: prepotencia e imperio. Dios pasó de largo: indiferencia y menosprecio. A Dios rogando y con el mazo dando: parapoliciales, paramilitares, escuadrones de la muerte, etc. Cuando Dios quiera: poder omnímodo. Dios nos libre y nos guarde: neocolonialismo. Dios castiga sin palo ni piedra: tortura subliminal. Vaya con Dios: malas compañías.

Cerrar los ojos pero no para mis corrientes pesadillas sino para tocar el fondo de las cosas. Allí están las imágenes, las elocuentes, las sólo para mí. Cada una como la revelación que no entendí ni atendí. Y no se puede volver atrás. Se puede recoger lo aprendido pero de poco sirve.

Cerrar los ojos y al abrirlos encontrarla. ¿A cuál de ellas? Una es un rostro. Otra es un vientre. Otra más una mirada. ¿Cuántas más? En el amor no hay posturas ridículas ni cursis ni obscenas. En el no amor todo es ridículo y cursi y obsceno. También la norma, también la tradición.

De pronto el pasado se vuelve fastuoso, no sé por qué. Mi cuerpo que tuve, el aire que respiré, el sol que me alumbró, los alumnos que escuché, el pubis que convencí, un crepúsculo, una axila, un pino cabeceante.

El pasado se vuelve fastuoso y sin embargo es apenas una desilusión óptica. Porque el pobre, mezquino presente gana una sola y decisiva batalla: existe. Estoy donde estoy. ¿Qué es este exilio sino otro comienzo? Todo comienzo es joven. Y yo, viejo recomenzante, rejuvenezco. Escala de viudo, de veterano profesor, de archivo de palabras. Estoy condenado a rejuvenecer. Ultimo engorde, dicen los cretinos. Y yo estoy flaco, coño. En mi tierra decía carajo, pero también estaba flaco. Del carajo al coño, patria grande esta América. Y un hijo preso. Tristemente preso, porque se siente dinámico y optimista y vital y no tiene demasiadas razones para ese singular estado de ánimo. Se bambolean mis sentimientos, vaya vaya. Estoy donde estoy y él está donde está. Pobre hijo. Si pudiera canjearme con él. Pero no me aceptan. No soy lo suficientemente odioso. No quise derribarlos, desarmarlos, vencerlos. Él sí lo quiso y fracasó. Si yo pudiera entrar allí para que él saliera, tal vez no lo pasaría tan mal. A los sesenta y siete, no iban a torturarme, yo digo. Bueno, nunca se sabe. Y cerraría allí también los ojos y así me libraría de los barrotes. Y acaso podría tocar el fondo de las cosas. Pero no. Estoy donde estoy y él está donde está. Cerrar los ojos y ver a mi hijo pero abrirlos y verla a ella. ¿A cuál? Probablemente a la del barco. O a la del árbol. O a la del pájaro. Dios las cría y ellas se separan. Si yo fuera Dios ordenaría terminantemente que compareciera la del árbol. Pero no soy, y comparece Lydia.

Heridos y contusos
(Un miedo espantoso)

Graciela puso punto final al informe sobre el segundo semestre. Respiró profundamente antes de sacar de la máquina eléctrica el original con siete copias. Ya no quedaba nadie en la oficina. Había trabajado tres horas extras. No para cobrarlas, sino porque el jefe estaba en un apuro y era buena gente y mañana vencía el plazo para la entrega del informe sobre el segundo semestre.

Juntó la última hoja con las treinta y tres restantes. Mañana a primera hora distribuiría original y copias en ocho carpetas. Ahora estaba demasiado cansada. Dejó todo en el segundo cajón, puso la cubierta de plástico sobre la máquina de escribir y se miró las manos, sucias del carbónico negro.

Entró un momento en el baño, se lavó concienzudamente las manos, se peinó, pasó el lápiz labial sobre el color anterior, ya desvaído y reseco, se contempló en el espejo sin sonreírse a sí misma, pero alzó levemente las cejas como interrogándose o cuestionándose o simplemente para comprobar el grado de su fatiga. Unió por un momento los labios recién vueltos a pintar y emitió un resoplido inocuo. Luego volvió a su mesa de trabajo; del primer cajón extrajo su bolso, descolgó el tapado de una percha y se lo puso. Abrió la puerta, salió al pasillo, pero antes de apagar la luz y cerrar, echó un vistazo. Todo estaba en orden.

Cuando se abrió la puerta del ascensor, se sorprendió. No esperaba encontrar a nadie y allí estaba Celia, también sorprendida.

—Siglos que no te veía. ¿Qué hacés a estas horas en la oficina?

—Tuve que pasar el informe del segundo semestre. Y era larguísimo.

—Vos le hacés demasiadas concesiones a tu jefe. Cualquier día de éstos acabarás acostándote con él.

—No, mijita, estate tranquila. No es mi tipo. Pero es buena gente. Además, ni siquiera me pidió que hiciera este trabajo. Y por si todo eso fuera poco, no estuvo conmigo en la oficina.

—Querida, no te justifiques tanto. Era una broma.

Llegaron a la calle. Había niebla y la correspondiente exasperación de los automovilistas.

—¿Querés tomar un té?

—Un té exactamente no. Pero tal vez un trago. Me vendrá bien después de mis 34 páginas con siete copias.

—Así me gusta. ¡Viva la evasión!

Se sentaron junto a una ventana. Desde una mesa vecina, un hombre joven y atildado les echó una mirada inspectiva.

—Bueno —dijo Celia en voz baja—. Parece que todavía somos dignas de ser miradas.

—¿A vos, eso te estimula o te deprime?

—No sé. Depende mucho de mi estado de ánimo, y también, ¿por qué no?, del aspecto del mirón.

—Y éste concretamente, ¿te estimula?

—No.

—Menos mal.

El camarero depositó suavemente las dos copas.

—Salud.

—Salud y libertad.

—Está bien. Es más completo.

—Y además creo que fue consigna de Artigas.

—¿De veras? ¡Cómo sabés vos!

—Si hubieras vivido los años que viví yo junto a Santiago, vos también serías erudita en Artigas. Para él siempre fue una obsesión.

Celia aprovechó para tomar un traguito.

—¿Qué noticias últimas tenés?

—Las de siempre. Escribe regularmente, salvo cuando lo castigan por algo. Tiene buen ánimo.

—¿Y hay alguna esperanza de que lo larguen?

—Habría motivos. Pero esperanzas, no muchas.

La calle era, a esas horas, una realidad poco menos que hipnotizante. Las dos mujeres estuvieron un buen rato calladas, mirando los automóviles, los autobuses repletos, y también a las señoras con perros, los mendigos con leyendas explicativas, los niños harapientos, los buenos mozos, los policías. Celia fue la primera que se desprendió de esa rutina espectacular.

—¿Y vos? ¿Cómo te sentís? ¿Cómo aguantás una separación tan larga? (Hizo una pausa.) Si no querés, no me contestes.

—En realidad, quisiera contestarte. El problema es que no tengo respuesta.

—¿No sabés cómo te sentís?

—Me siento desajustada, desorientada, insegura.

—Y es lógico, ¿no?

—Puede ser. Pero no me parece tan lógico cuando quiero responder a tu segunda pregunta. Eso de cómo aguanto la separación.

—¿Qué pasa?

—Pasa que la aguanto, sencillamente. Demasiado sencillamente. Y eso no es normal.

—No te entiendo, Graciela.

—Vos sabés qué buena pareja hicimos Santiago y yo. Sabés también qué identificados estuvimos siempre en lo político. Los dos estábamos en lo mismo. Aunque él esté en cana y yo esté aquí. Cuando se lo llevaron, creí que no podría soportarlo. Nuestra unión no era sólo física. También era espiritual. No tenés idea de cómo lo necesité en los primeros tiempos.

—¿Ya no?

—La cosa no es tan fácil. Yo lo sigo queriendo. ¿Cómo no voy a quererlo después de diez años de una excelente relación? Y me parece horrible que esté preso. Y tengo plena noción de lo que su ausencia significa para la formación de Beatriz.

—Sí, todo eso va en un platillo de la balanza. ¿Y en el otro?

—El problema es que la obligada separación a él lo ha hecho más tierno, y a mí en cambio me ha endurecido. Para decírtelo en pocas palabras (y esto es algo que no lo confieso a nadie, y hasta me cuesta confesármelo a mí misma): cada vez lo necesito menos.

—Graciela.

—Ya sé lo que vas a decirme: que es injusto. Lo sé perfectamente. No soy tan estúpida como para no saberlo.

—Graciela.

—Pero no puedo engañarme. Le sigo teniendo mucho afecto, pero como puede tenerlo una compañera de militancia, no como su mujer. Él se pasa añorando mi cuerpo (siempre me lo hace entender en sus cartas) y yo en cambio no siento necesidad del suyo. Y eso hace que me sienta, ¿cómo te diré?, culpable. Porque en realidad no sé qué demonios me ocurre.

—Puede haber una explicación.

—Claro, vos pensás que hay otro. Pero no hay.

—¿Seguro?

—Todavía no hay.

—¿Por qué agregaste
todavía?

—Porque en cualquier momento puede haberlo. El hecho de que no sienta necesidad concreta del cuerpo de Santiago, no significa que el mío esté inerte. Celia: hace más de cuatro años que no hago el amor con nadie. ¿No te parece una exageración?

—No sé. No sé.

—Claro, vos tenés a Pedro contigo. Y te va bien. Por suerte. Pero, ¿podés saber qué te habría ocurrido si hubieras pasado cuatro años sin verlo ni tocarlo, ni ser vista ni tocada por él?

—No sé y no quiero saberlo.

—Me parece bien que te niegues a enfrentar gratuitamente un conflicto que no es el tuyo. Pero yo sí sé qué me ocurre. No tengo más remedio que saberlo. Y te puedo asegurar que no es fácil, ni cómodo, ni agradable.

—¿Y no has pensado en contárselo de a poco, carta a carta?

—Claro que lo he pensado. Y me da un miedo espantoso.

—¿Miedo? ¿De qué?

—De destruirlo. De destruirme. Qué sé yo.

Intramuros
(El complementario)

Tener noticias tuyas es como abrir una ventana. Lo que me contás de vos, de Beatriz, del Viejo, del trabajo, de la ciudad. Tengo presentes los horarios de todos, así que en cualquier momento puedo organizar mi imaginería: Graciela estará ahora escribiendo a máquina, o el Viejo terminará en este instante su clase, o Beatriz estará desayunando muy apurada porque se le hizo tarde para la escuela. Cuando uno tiene que estar irremediablemente fijo, es impresionante la movilidad mental que es posible adquirir. Se puede ampliar el presente tanto como se quiera, o lanzarse vertiginosamente hacia el futuro, o dar marcha atrás que es lo más peligroso porque ahí están los recuerdos, todos los recuerdos, los buenos, los regulares y los execrables. Ahí está el amor, o sea estás vos, y las grandes lealtades y también las grandes traiciones. Ahí está lo que uno pudo hacer y no hizo, y también lo que pudo no hacer y sí hizo. La encrucijada en la que el camino elegido fue el erróneo. Y ahí empieza la película, es decir, cómo habría sido la historia si se hubiera tomado el otro rumbo, aquel que entonces se descartó. Generalmente, después de varios rollos uno suspende la proyección y piensa que el camino elegido no fue tan equivocado y que acaso, en igual encrucijada, hoy la elección sería la misma. Con variantes, claro. Con menos ingenuidad, por supuesto. Con más alertas, por las dudas. Pero eso sí manteniendo el rumbo primordial. Estos grandes espacios en blanco son por lo común zonas de desaliento, pero en otra acepción también son provechosos. En los últimos y penúltimos tiempos antes de la obligada internación, todo sucedió tan atropelladamente y en medio de tantas tensiones, rodeado por tantas implacables urgencias, por tantas decisiones a tomar, que no había tiempo ni ánimo para la reflexión, para pensar y repensar sobre nuestros pasos, para ver claro en nosotros mismos. Ahora sí hay tiempo, demasiado tiempo, demasiados insomnios, demasiadas noches con las mismas pesadillas y las mismas sombras. Y la tendencia natural, y también la más facilonga, es preguntarse para qué me sirve el tiempo ahora, para qué esta meditación tardía, atrasada, anacrónica, inútil. Y sin embargo sirve. La única ventaja de este tiempo baldío es la posibilidad de madurar, de ir conociendo los propios límites, las propias debilidades y fortalezas, de ir acercándose a la verdad sobre uno mismo, y no hacerse ilusiones acerca de objetivos que uno nunca podría lograr, y en cambio aprontar el ánimo, preparar la actitud, entrenar la paciencia, para conseguir lo que algún día sí puede estar al alcance. A tal punto se atina, en estas peculiarísimas condiciones, a ahondar en el análisis, que me atrevo a confesarte algo: si bien no puedo hacer un plan quinquenal de mis pesadillas, sí puedo soñar despierto y por capítulos. Y así voy desgranando, desmenuzando, lo que quise y lo que quiero, lo que hice y lo que haré. Porque algún día podré volver a hacer cosas, ¿no te parece? Algún día abandonaré este raro exilio y me reintegraré al mundo, ¿no? Y seré alguien distinto, creo incluso que alguien mejor, pero nunca el enemigo del que fui o el que soy, sino más bien el complementario. Sí, tener noticias tuyas es como abrir una ventana, pero entonces me vienen unas ganas casi incontenibles de abrir más ventanas y, lo que es más grave (qué locura), de abrir una puerta. Sin embargo, estoy condenado a ver las espaldas de esa puerta, su lomo hostil, duro, inexpugnable, concretísimo, pero nunca tan sólido como un buen argumento, como una buena razón. Tener noticias tuyas es como abrir una ventana, pero todavía no es como abrir una puerta. Quizá diga demasiadas veces la palabra puerta, pero tenés que comprender que aquí esa palabra es casi una obsesión, aunque te parezca increíble mucho más obsesión que la palabra barrote. Los barrotes están ahí, son una presencia real, admitida, comprendida en toda su chata magnitud. Pero los barrotes no pueden ser otra cosa que lo que efectivamente son. No hay barrotes abiertos y barrotes cerrados. En cambio, una puerta es tantas cosas. Cuando está cerrada, y siempre lo está, es la clausura, la prohibición, el silencio, la rabia. Si se abriera (no para un recreo, o para un trabajo, o para una sanción, que son otras tantas formas de estar cerrada, sino para el mundo) sería la recuperación de la realidad, de la gente querida, de las calles, de los sabores, de los olores, de los sonidos, de las imágenes y el tacto de ser libre. Sería por ejemplo la recuperación de vos y de tus brazos y de tu boca y de tu pelo y bah a qué intentar darle vueltas a un pestillo que no cede, a una cerradura inconmovible. Pero lo cierto es que la palabra puerta es de las que aquí más se barajan, más aún que todas las otras palabras que esperan detrás de esa puerta, porque todos sabemos que para llegar a ellas, para llegar a las palabras hijo, mujer, amigo, calle, cama, café, biblioteca, plaza, estadio, playa, puerto, teléfono, es imprescindible traspasar la palabra puerta. Y ésta, que siempre nos muestra el lomo pero está aquí, nos mira férrea y sectaria, cruel y durísima, sin hacernos ninguna promesa ni darnos ninguna esperanza y siempre cerrándose en nuestras narices. Sin embargo, nosotros no nos dejamos vencer así nomás, nosotros también organizamos nuestra campaña anti clausura, y escribimos cartas, considerando simultáneamente al destinatario y al censor. O proyectos de cartas donde por costumbre seguimos autocensurándonos pero somos un poquito más osados, o masticamos libres monólogos como éste que ni siquiera llegará al papelucho y sus límites. Pero uno de los matices más destacables y positivos de esa campaña es justamente el hacernos promesas, el darnos esperanzas (no las increíbles y triunfalistas, sino las austeras y verosímiles), el imaginar que abrimos la puerta en nuestras narices. A veces tenemos con nosotros naipes o ajedrez, pero no siempre. Ah pero tenemos el derecho de jugar al futuro, y por supuesto en ese juego de azar siempre nos guardamos un naipe en la manga, o reservamos un jaque mate originalísimo y secreto que no vamos a malgastar en el juego cotidiano sino en la gran ocasión, por ejemplo cuando enfrentemos a Capablanca o a Alekhine, no digamos a Karpov porque éste después de todo existe y además su nombre podría ser tachado. También hablamos de música y músicos, siempre y cuando a mi compañero de turno o a mí no nos lleven con la música a otra parte. Pero a solas o con alguien, puedo recordar por ejemplo varias de mis cumbres de espectador. Y así cuento, o en el más anacoreta de los casos me cuento, que vi y escuché a Maurice Chevalier en el Solís, ya veteranísimo el tipo pero todavía bienhumorado y tan gentil como para hacernos creer a todos que improvisaba cada una de sus bromas prehistóricas; y vi y escuché a Louis Armstrong en el Plaza, y todavía puedo repetirme la convincente humanidad de su ronquera; y vi y escuché a Charles Trenet en no sé qué Centro español de la calle Soriano, sentados todos en unas sillas que parecían de comedor y nosotros los gurises en el suelo, y el franchute, un poquito amanerado pero hábil, cantándonos lo que años más tarde supe que se llamaba
La mer
o
Bonsoir jolie madame
; y vi y escuché a la Marian Anderson, ya no me acuerdo si en el Sodre o en el Solís, pero sí tengo nítido el porte de aquella negra enorme y dulcísima, instalada como un mamtram en la trágica asunción de su raza; y bastante después vi y escuché a Robbe Grillet, diciendo muy orondo que en
L`étranger
de Camus el empleo del pretérito imperfecto era más importante que la historia contada; y vi y escuché a Mercedes Sosa, cantando única y casi clandestina en el Zitlovsky de la calle Durazno; y vi y escuché a Roa Bastos, modestísimo sin disimulo, diciendo ante un auditorio vergonzosamente escaso que Paraguay ha vivido siempre en su año cero; y vi y escuché a don Ezequiel Martínez Estrada, algunos meses antes de su muerte, pronunciando una conferencia sobre un tema que no recuerdo porque mi atención estuvo acaparada por su rostro enjuto, cetrino, reseco, sólo reivindicado para la vida por unos ojitos de mirada agudísima; y vi y escuché al Neftalí Ricardo Reyes, bromeador, irónico, sutilmente vanidoso y poetísimo, desgranando como un salmo sus recuerdos de Isla Negra; y vi y escuché al de la otra Isla en la Explanada, metido yo entre un público vibrante ante la duración, el impulso y el estilo del inesperado concierto, que para tantos otros era desconcierto. Recuerdos de niño, de adolescente, de hombre, pero recuerdos indiscutiblemente míos. O sea que cuando levanto el telón soy, como habrás podido apreciar, interesantísimo, y yo mismo me aplaudo y me exijo otra, otra, otra, otra.

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