O sea que la libertad es una palabra enorme. Graciela dice que ser un preso político como mí papá no es ninguna vergüenza. Que es casi un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría que yo dijera que es casi vergüenza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, tremendas ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad. ¿Ven como es enorme?
La muerte de un compañero (y más cuando se trata de alguien tan querido como Luvis Pedemonte) es siempre un desgarramiento, una ruptura. Pero cuando la muerte culmina su asedio en el exilio, y aun si ello sucede en un ámbito tan fraterno como éste, el desgarramiento tiene otras implicancias, otro significado.
Ese desenlace natural, ese final obligatorio que es la muerte, tiene siempre algo de regreso. Vuelta a la tierra nutricia; vuelta a la matriz de barro, de nuestro barro, que nunca va a ser igual a los otros barros del mundo. La muerte en el exilio es aparentemente la negación del regreso, y éste es quizá su lado más oscuro.
Por eso, durante el largo período de la penosa enfermedad de Luvis, nos era tan difícil verlo animarse, sonreír, hacer proyectos, y más difícil todavía meternos en el disimulo, nombrar futuros que lo incluían, imaginar o sobrentender que volvería a respirar el aire de su cuadra, a ver la playa, ese luminoso corazón del día montevideano, y disfrutar las uvas, los duraznos, esos lujos del pobre.
Cómo hablar de las buenas cosas simples que dan gusto a la vida y que daban sentido a la suya, si sabíamos que la muerte le seguía el rastro y que nadie podía guardarlo ni esconderlo, ni morirse por él, ni menos aún convencer a su sabueso, ni siquiera derramar un llanto clave para que permaneciera vital entre nosotros.
En los primeros tiempos el exilio era, entre otras cosas, el duro hueso de vivir distante. Ahora es también el de morirse lejos. La lista tiene ya cinco o seis nombres. La soledad, las enfermedades o los tiros, acabaron con ellos y quién sabe cuántos más son ahora tantos menos en el vastísimo país errante.
El trago es más amargo si pensamos que morir de exilio es la señal de que no sólo a Luvis, sino a todos, nos han quitado transitoriamente ese supremo derecho a abandonar el tren en la estación donde el viaje empezara. Nos han quitado nuestra muerte doméstica, sencillamente nuestra, esa muerte que sabe de qué lado dormimos, de qué sueños se nutren las vigilias.
Por eso cuando ahora admitimos que Luvis, compañero querido como pocos, se va sin haber regresado, le prometemos bregar no sólo por cambiar la vida, sino también por preservar la muerte, esa muerte que es matriz y nacimiento, la muerte en nuestro barro.
Luvis fue un excelente periodista, un militante revolucionario, un amigo leal, un ferviente admirador de la Revolución cubana, pero acaso podamos sintetizar todos esos matices diciendo que fue un excepcional hombre de pueblo, con los atributos de sencillez y modestia, de apasionamiento y generosidad, de capacidad de afecto y de trabajo, alegría y valor, eficacia y responsabilidad, que de alguna manera compendian lo mejor de nuestro pueblo.
En él se daban dos rasgos complementarios, que no siempre coexisten en el exiliado; por un lado, el ojo y el oído indeclinablemente atentos a los sufrimientos y a las luchas, a los rumores y las imágenes, de la patria lejana, y por otro, su amplia capacidad de ser útil puesta al servicio de su fecunda integración en Cuba, cuya revolución comprendía, defendía y quería como si fuera la propia, y sabiendo que de algún modo era la suya, era la nuestra.
Con todas sus frustraciones y amarguras, el exilio no fue nunca para él un motivo, ni mucho menos un pretexto, de autoconfinamiento y soledad. El sabía que la mejor fórmula contra el azote del exilio es la integración en la comunidad que acoge al exiliado, y así, firme en su convicción, trabajó con denuedo y alegría, casi como un cubano más, sin dejar nunca de ser un uruguayo cabal.
Recordemos que entre los lugares comunes que, en el mundo capitalista, rodean el negocio de la muerte, frecuentemente se habla de la «última morada». Sin embargo, para un compañero como Luvis, ésta en que hoy lo dejamos sólo será la penúltima, ya que su última morada estará siempre en nosotros, en nuestro afecto, en nuestro recuerdo. Y será una morada de puertas abiertas y ventanas con cielo.
Sólo así venceremos a esta muerte que parece sin regreso. Y la venceremos porque nadie duda que Luvis regresará con aquellos de nosotros que volvamos algún día al terruño. Regresará en nuestros corazones, en nuestra memoria, en nuestras vidas. Corazones, memoria y vidas que serán considerablemente mejores por el mero hecho de volver con tan honesto y leal, tan digno y generoso, tan sencillo y veraz, hombre de pueblo.
A última hora de la tarde fue a ver a su suegro. Hacía como quince días que no lo visitaba. El único problema era que sus horarios no coincidían.
—Caramba, caramba —dijo don Rafael después de besarla—. Algo grave debe ocurrir cuando venís a verme.
—¿Por qué dice eso? Bien sabe que me gusta conversar con usted.
—A mí también me gusta charlar contigo. Pero vos sólo venís cuando tenés problemas.
—Puede ser. Y le pido perdón.
—No jorobes. Vení cuando quieras. Con o sin problemas. ¿Y mi nieta?
—Un poco resfriada, pero en general, bien. En los últimos meses, está consiguiendo buenas notas en la escuela.
—Es inteligente, pero además es astuta. Digamos que sale al abuelo. ¿No la trajiste por el resfrío?
—Un poco por eso. Y también porque quería hablar a solas con usted.
—Te lo anuncié, ¿viste? Bueno, ¿cuál es el problema?
Graciela se sentó en el sofá verde, casi se arrojó en él. Miró lenta y detenidamente aquel recinto levemente desordenado, aquel apartamento de viejo solo, y sonrió con desgano.
—Me resulta difícil empezar. Sobre todo porque es usted. Y sin embargo es con el único que quiero hablarlo.
—¿Santiago?
—Sí. Mejor dicho: sí y no. El tema lateral es Santiago, pero el central soy yo.
—Mirá que son egocéntricas las mujeres.
—No sólo las mujeres. Pero en serio, Rafael, el tema estricto tal vez sea: Santiago y yo.
También el suegro se sentó, pero en la mecedora. Se le ensombrecieron un poco los ojos, pero antes de hablar se balanceó un par de veces.
—¿Qué es lo que no marcha? —Yo no marcho. El suegro pareció dispuesto a acortar camino. —¿Ya no lo querés? Evidentemente, Graciela no estaba preparada para entrar tan rápidamente en materia. Emitió un sonido poco menos que gutural. Después resopló.
—Tranquilizate, mujer.
—No puedo. Mire cómo me tiemblan las manos.
—Si de algo te sirve, te diré que hacía ya unos meses que me lo veía venir. Así que no me voy a asustar de nada.
—¿Lo veía venir? ¿Se me nota entonces?
—No, muchacha. No se te nota así, en general. Sencillamente, te lo noto yo, que te conozco desde hace tantos años y que además soy el padre de Santiago.
Graciela tenía frente a ella una buena reproducción del Fumador, de Cézanne. Cien veces había visto allí esa imagen de sosiego, pero sintió de pronto que no podía aguantar aquella mirada, que le pareció oblicua. En otras tardes y en otras penumbras, la mirada del Fumador le había parecido perdida en divagaciones, pero ahora en cambio imaginó que la miraba a ella. Quizá todo venía de esa pipa, sostenida en la boca de un modo muy semejante a como la sostenía Santiago. Así que apartó la vista y miró nuevamente a su suegro.
—A usted le va a parecer una locura, una insensatez. Le adelanto que a mí también me lo parece.
—A mis años nada parece una locura. Uno acaba por acostumbrarse a los exabruptos, a los estallidos, a las corazonadas. Empezando por las propias.
Graciela pareció animarse. Abrió el bolso, extrajo un cigarrillo y lo encendió. Le ofreció el paquete a don Rafael.
—Gracias, pero no. Hace ya seis meses que no fumo. ¿No te habías dado cuenta?
—¿Y eso por qué?
—Problemas de circulación, pero nada serio. Después de todo, me vino bien. Al principio era desesperante, sobre todo después de las comidas. Ahora ya me acostumbré.
Graciela aspiró lentamente el humo, y al parecer eso le dio coraje.
—Usted me preguntó si ya no quiero a Santiago. Tanto si le respondo que sí como si le contesto que no, estaría distorsionando la verdad.
—Parece que la cosa viene complicada, ¿eh?
—Un poco. Es claro que en un sentido lo sigo queriendo, entre otras cosas porque Santiago no ha hecho nada para que yo le dejase de querer. Usted sabe mejor que nadie cómo se ha comportado. Y no sólo en sus lealtades políticas, militantes. También en lo personal. Conmigo siempre ha sido buenísimo.
—¿Y entonces?
—Entonces lo sigo queriendo como se quiere a un amigo estupendo, a un compañero de conducta intachable que, por otra parte, es nada menos que el padre de Beatriz.
—Pero.
—Pero yo, como mujer, no lo sigo queriendo. Es en este sentido que no lo necesito, ¿me entiende?
—Es claro que te entiendo. No soy tan bruto. Además lo decís con mucha claridad y con mucha convicción.
—¿Cómo podría resumirlo? Quizá diciéndolo rudamente. Y espero que usted me perdone. No quisiera acostarme más con él. Le parece horrible, ¿verdad?
—No, no me parece horrible. Me parece triste, tal vez, pero la verdad es que últimamente el mundo no es una fiesta.
—Si Santiago no estuviera preso, esto no sería tan grave. Sería simplemente lo que le ocurre a tanta gente. Podríamos hablarlo, discutirlo. Estoy segura de que al final Santiago lo entendería, aunque mi decisión lo amargara o lo decepcionase. Pero está en la cárcel.
—Sí, está en la cárcel.
—Y eso hace que me sienta como cercada. El está preso allá, pero yo también estoy aprisionada en una situación.
Sonó el teléfono. Graciela hizo un gesto de fastidio: el timbre destruía el clima de comunicación, estropeaba la confidencia. El suegro dejó la mecedora y levantó el tubo.
—No, ahora no estoy solo. Pero vení mañana. Tengo ganas de verte. Sí, de veras. No estoy solo, pero no es una presencia que deba preocuparte. Bueno, te espero en la tarde. ¿A las siete te parece bien? Chau.
El suegro colgó y volvió a instalarse en la mecedora. Miró a Graciela, calibró su expresión de sorpresa y no tuvo más remedio que sonreír.
—Bueno, estoy viejo pero no tanto. Y además, la soledad total es muy jodida.
—Me sorprendí un poco, pero me alegro, Rafael. También me dio un poco de vergüenza. Uno está siempre demasiado atento a su propio ombligo; le parece que los problemas propios son los únicos importantes. No siempre se da cuenta de que los demás también tienen los suyos.
—Te diré que a esto mío yo no lo llamaría exactamente problema. No es una muchacha, ¿sabés? Aunque sí es bastante más joven que yo. Eso siempre estimula. Además, es buena gente. Todavía no sé cuánto durará, pero por ahora me hace bien. Confidencia por confidencia, te diré que me siento menos inseguro, más optimista, con más ganas de seguir viviendo.
—De veras me alegro.
—Sí, yo sé que sos sincera.
El suegro estiró un brazo hasta una puertita de la biblioteca. La abrió y extrajo una botella y dos vasos.
—¿Querés un trago?
—Sí, me vendrá bien.
Antes de beber se miraron y Graciela sonrió.
—Con su inesperada historia casi me hizo olvidar la mía.
—No lo creo.
—Lo digo en broma. ¿Cómo voy a olvidarla?
—Graciela, ¿es simplemente eso? ¿No acostarte más con Santiago, cuando éste salga algún día del Penal? ¿Es sólo eso o hay algo más?
—Al principio no había. Era sólo el alejamiento, en realidad
mi
alejamiento. Descartar una futura relación conyugal con Santiago.
—¿Y ahora?
—Ahora es distinto. Creo que estoy empezando a enamorarme.
—Ah.
—Dije que creo que estoy empezando.
—Mirá, si admitís que estás empezando es que ya te enamoraste.
—Puede ser. Pero no estoy segura. Usted lo conoce. Es Rolando.
—¿Y él?
—También para él es duro. Siempre fueron buenos amigos con Santiago. No crea que no me doy cuenta de que ésta es una complicación adicional.
—Te la buscaste bien difícil, ¿eh?
—Ya lo creo. Demasiado.
—¿Y qué vas a hacer? ¿O qué hiciste ya? ¿Le escribiste a Santiago?
—Esto es fundamentalmente por lo que vine a verle. No sé qué hacer. Por un lado, Santiago me sigue escribiendo cartas muy enamoradas. Sé que es sincero. Y yo me siento muy falluta tratando de contestarle en esa misma vena. Por otra, me parece espantoso que él, allá en Libertad, entre cuatro paredes, reciba un día una carta mía (estoy segura de que el sadismo de los milicos haría que se la entregaran de inmediato) en la que yo le diga que no quiero ser más su mujer y para colmo que estoy enamorada de uno de sus mejores amigos. Hay días en que comprendo que, pese a todo, es necesario que se lo escriba de una buena vez, y otros en que me digo que eso sería una crueldad inútil.
—Es penoso, ¿no?
—Sí.
—Me inclino a pensar que el mero hecho de decírselo sería lo que expresaste al final: una crueldad inútil. Vos y Beatriz son para Santiago sus razones de vida.
—¿Y usted?
—Yo soy su padre. Es otra cosa. Los padres vienen de regalo, nadie los elige. La mujer y los hijos se adquieren por un acto de voluntad. Por una decisión propia. Santiago me quiere, claro, y yo lo quiero a él, pero siempre ha mediado entre nosotros una distancia. Con su madre era distinto. Ella sí había logrado una buena comunicación, y su muerte fue para Santiago una catástrofe difícil de asimilar. Es claro que entonces tenía quince años. Pero, como te decía, ahora, para él y allí donde está, vos y Beatriz son su futuro; mediato o inmediato, no importa. El piensa que algún día se reunirá con ustedes dos y todo recomenzará.
—Sí, eso es lo que piensa.
—Ahora bien, como vos decís, si él no estuviera en la cárcel todo eso sería triste pero más normal. Nunca es buena la ruptura de una pareja, pero a veces una continuidad forzada puede ser mucho peor.