Cuando hay un apagón en los ascensores de rascacielos cunde el pánico. En mi clase cuando llega la hora del recreo cunde la alegría. El verbo cundir es un hermoso verbo.
Además de ascensores con mareos los rascacielos tienen porteros. Los porteros son gordos y jamás podrían subir por la escalera. Cuando los porteros adelgazan no les permiten seguir trabajando en los rascacielos pero tienen la oportunidad de ser taxistas o jugadores de fútbol.
Los rascacielos se dividen en rascacielos altos y rascacielos bajos. Los rascacielos bajos tienen muchísimos menos cuartos de baño que los rascacielos altos. A los rascacielos bajos también se les llama casas, pero tienen prohibido tener jardín. Los rascacielos altos hacen mucha sombra, pero es una sombra distinta a la de los árboles. A mí me gusta más la sombra de los árboles, porque tiene manchitas de sol y además se mueve. En la sombra de los rascacielos cunden las caras serias y la gente que pide limosna. En la sombra de los árboles cunden los pastitos y los bichitos de San Antonio.
Yo pienso que allí donde está mi papá, a última hora de la tarde debe cundir la tristeza. A mí me gustaría mucho que mi papá pudiera por ejemplo visitar el rascacielos donde trabaja Graciela o sea mi mami.
Lo conocí en el aeropuerto de Ciudad de México, frente a los mostradores de Cubana de Aviación. Yo viajaba a La Habana con tres valijas y debía pagar mi exceso de equipaje. Entonces un señor, que me seguía en la cola, sugirió que, como él viajaba con una sola y pequeña maleta, registráramos juntos nuestros equipajes, que en total llegaban exactamente a los permitidos cuarenta kilos. Acepté, claro, agradeciéndole el favor, y el empleado de Cubana procedió a despachar las cuatro valijas. Pero he aquí que cuando mi espontáneo benefactor mostró su pasaporte, advertí con sorpresa que era un documento uruguayo. No oficial, ni diplomático, sino un pasaporte corriente. Él sonrió: «¿Le extraña, verdad?» Admití que sí. «Ya se lo explicaré mientras tomamos un café.»
Tomamos el café. Él inquirió: «Usted es Benedetti, ¿no?» «Claro, pero, ¿de dónde me conoce? No recuerdo su cara.» «Es lógico. Usted estaba en la tribuna y yo entre el público. Lo escuché muchas veces en actos callejeros durante la campaña electoral del 71. ¿Se acuerda del acto final del Frente Amplio, frente al Legislativo y con la Diagonal Agraciada totalmente llena? Esa vez usted no habló, pero estaba en la tribuna. Seregni fue el único orador. Estuvo muy bien el general.» Creo que me daba esos datos para inspirarme confianza, pero a esa altura yo no los necesitaba. Su rostro era de tipo honesto, sin dobleces. Me dijo su nombre. Su apellido es otro, pero aquí lo llamaré Falco. De todos modos, el verdadero es tan uruguayo como ése. «Para empezar, quiero aclararle que desde hace unos cinco años vivo en Australia. Soy obrero. Plomero, o fontanero, según los países.» «¿Y a qué viene a Cuba?» «Como turista. Integro una excursión. Estuve ahorrando durante dos años para darme el gustazo de venir una semana a Cuba.» «¿Y cómo se siente allá?» «En el aspecto económico, bien. Pero nada más. Por otra parte, vos sabés (¿puedo tutearte, verdad?), la emigración a Australia no fue precisamente política, sino más bien económica, aunque me digas que eso significa que es indirectamente política. Y es cierto, pero por lo general los emigrados económicos no tienen conciencia de esa relación. En este sentido es un exilio bastante ingrato, muy distinto al de otros sitios. A veces hay un respiro, por ejemplo cuando vienen Los Olimareños y la gente va a oírlos porque, a pesar de todo, los temas del terruño siguen conmoviéndola. Y no sólo los temas. También los nombres de árboles, de flores, de cerros, las figuras históricas, las calles, los pueblos, las referencias al cielo, a los atardeceres, a los ríos, a cualquier arroyito de mala muerte. Pero se van los Olima y volvemos todos a nuestra rutina, a nuestro aislamiento. Yo digo que en Australia somos el Archipiélago Oriental, porque en realidad constituimos una suma de islas, de islotes, de tipos o parejas o familias, todos aislados, en soledades más o menos confortables, pero que no dejan de ser soledades. Algunos mandan plata a las porciones de familia que quedaron en Uruguay, y eso da cierto sentido a sus vidas y a su trabajo.» «¿Y no intentan por lo menos integrarse en el medio, hacerse de amigos australianos?» «Mirá, no es fácil. Ante todo está la barrera del idioma. Es claro que con el tiempo cualquiera acaba por aprender inglés, pero cuando se llega a ese punto uno ya se ha acostumbrado al aislamiento, y es difícil cambiar la rutina. Además, la sociedad australiana, si bien necesita la mano de obra extranjera, no se abre así nomás a los emigrantes. He entrado en muchos hogares australianos, pero sólo como plomero. Y si la familia está reunida cuando paso con mi caja de herramientas, automáticamente dejan de hablar.» «¿Y por qué te interesaba tanto venir a Cuba?» «No lo sé exactamente. Es una de esas fascinaciones, parecidas a las que uno tiene en la infancia o en la adolescencía. Vos dirás que un boludo como yo no está en edad de fascinaciones. Pero es como un metejón, ¿sabes? Mirá vos, te dije metejón y ahora me doy cuenta de que debe hacer como cinco años que no pronuncio esa palabra. Allá, no sólo se va perdiendo el vocabulario, sino que insensiblemente vamos incorporando al habla diaria palabras inglesas. Bueno, volviendo a Cuba. La verdad es que nos ilusionamos demasiado en Uruguay, allá por el 69, el 70, y un poco menos en el 71. Creímos que también en nuestro país era posible un cambio radical, Y no fue posible, al menos por un largo ahora. Entonces me entró cierta impaciencia por conocer un país, como Cuba, que sí pudo llevar a cabo su cambio. Decime un poco, ¿vos creés que habría alguna posibilidad de que me quedara en Cuba? Trabajando, claro.» «Esperá a ver cómo te sentís ahí. Pensá que por ejemplo te puede gustar la gente, podés estar de acuerdo con el sistema político, y sin embargo te puede aplastar el clima. Nada de cuatro estaciones, sino un solo verano, con una temporada seca y otra lluviosa. A mí personalmente no me afecta, pero sé de otros rioplatenses que se sienten agobiados con tanto calor y tanta humedad. De todos modos, siete días son poco tiempo para las necesarias gestiones. Tené en cuenta que justo en el medio hay un fin de semana.» «Sí, claro, ¿pero los cubanos ven con buenos ojos la incorporación de extranjeros?» «Vos allí no serías extranjero. Sos latinoamericano, ¿no? El problema es más complejo. ¿Te imaginás por un momento qué pasaría si Cuba @que ahora ha abierto sus puertas para que se vaya todo el que no esté conforme) abriera esas mismas puertas para que viniera a radicarse todo el que quisiese? ¡Las colas que se formarían en Montevideo, Buenos Aires, Santiago, La Paz, Puerto Príncipe! Además, sigue habiendo serios problemas de vivienda.» «¿Pero vos creés que podría intentarlo?» «Por supuesto, intentalo. Nada se pierde.»
Esa voz, suave y anónima, que en todos los aeropuertos del mundo convoca para el embarque y que siempre parece la misma, nos recordó que debíamos arrimarnos a la puerta ocho. Durante el vuelo seguimos conversando y cuando la azafata (en Cubana de Aviación se llaman aeromozas) nos dejó el correspondiente refrigerio, Falco comentó: «Qué increíble. Estas no son muñecas, como las de otras compañías de aviación. Son mujeres, ¿viste?»
Lo perdí en el aeropuerto José Martí, después de haber recogido nuestras cuatro valijas (una suya, tres mías). El tuvo que incorporarse al resto de la excursión, y yo me reuní con varios amigos que habían ido a esperarme.
Dos días después tuvo lugar la marcha frente a la Oficina de Intereses norteamericanos. Ya había concluido la invasión de los diez mil en la embajada peruana. Ahora el tema era otro: el anuncio de maniobras navales en la base de Guantánamo y las diarias amenazas de Carter.
También yo desfilé por el Malecón, con mis compañeros de la Casa de las Américas. En mis varios años de residencia en Cuba, jamás había asistido a un acto de masas tan impresionante. Estábamos esperando, a la altura de la Rampa, que el desfile se iniciara, cuando de pronto vi a Falco, apenas a unos diez metros de distancia.
La muchedumbre era compacta, así que era difícil avanzar. De modo que le grité: «¡Falco! ¡Falco!» Desde el comienzo escuchó mi grito, pero indudablemente no podía creer que a las cuarenta y ocho horas de haber llegado a La Habana, alguien lo reconociera y lo llamara. Pero así es el azar. Yo era seguramente la única persona en Cuba que podía reconocerlo, y allí estaba, a pocos pasos.
Por fin me vio y sólo entonces puso cara de asombro y levantó alegremente sus largos brazos. Transcurrieron diez minutos antes de que pudiéramos aproximarnos. Me abrazó. «¡Qué cosa bárbara, che! ¡Un millón de gente y vos que me encontrás!» Estaba eufórico. «Esto es tonificante. ¿No te trae el recuerdo de¡ acto final del Frente?» «Bueno, aquí somos más.» «Por supuesto. Pero yo me refiero al fervor, a la alegría.»
Por fin empezamos a desfilar, primero lentamente, luego un poco más rápido. De pronto sentí que me daba un codazo de complicidad. «¿Sabés que hoy di el primer paso?» «¿Qué primer paso?» «Para quedarme aquí.» «Ah.» «Fui a la oficina que me indicaron y era justo donde había una cantidad de esa gente que quiere irse. Cuando llegué a la puerta de vidrio, en ese preciso instante la cerraron. Entonces empecé a hacerle señas al empleado que había cerrado la puerta. Y él a hacerme señas que no. Y yo a insistirle que me escuchara un momentito. Entonces se me ocurrió algo. En el bolsillo tenía un papel. Escribí la palabra compañero y puse luego el papel contra el vidrio. Quizá le picó la curiosidad, porque abrió la puerta unos cinco centímetros, lo suficiente para escucharnos mutuamente. 'Hoy no se atienden más solicitudes de salida, ¿entiende?' 'Ya sé, pero es que yo no vengo a eso.' '¿Y a qué viene entonces?' 'Estoy con una excursión. Turistas. Y yo quiero quedarme.' '¿Que quiere qué?' 'Quedarme.' El muchacho (porque era un muchacho) no podía creerlo. Entonces abrió un poco más la puerta, para que yo pudiera entrar, provocando con ello las explicables protestas de los candidatos a exiliados en Miami. '¿Dijo que usted quiere quedarse?' 'Sí, eso dije.' El muchacho me miró, como cateándome en profundidad. Después tomó una libreta, le arrancó una hoja, escribió un nombre y me lo dio. 'Mira, chico, ven mañana, pero que sea bien temprano, y pregunta por este compañero. Él te va a atender. Y buena suerte.' Así que mañana voy. ¿Qué te parece? O como dicen aquí: ¿qué tú opinas?» «Ya veo que te adaptás mejor a los modismos cubanos que a los australianos.»
La marcha aceleró su ritmo. De a poco nos fuimos separando y por un rato lo perdí de vista. Estábamos pasando exactamente frente al edificio de la Oficina de Intereses norteamericanos (no se veía a nadie en las ventanas) cuando volví a verlo, ahora un poco más atrás. Con voz estentórea y crudo acento montevideano, hacía vibrar una de las consignas que aquella jocunda multitud coreaba: «¡Pin, pon, fuera, abajo la gusanera!»
Vos estás chifle, recuerda nítidamente Rolando Asuero que había murmurado Silvio aquella mañana en que Manolo expuso lo que denominaba Visión Personal y Panorámica de la Realidad Nacional y Otros Ensayos. Pero Manolo, que por ese entonces sólo había hablado media hora escasa, dijo apretando los labios, dejame terminar querés. Y Silvio lo había dejado terminar. Y ahora qué pensás, dijo muy orondo Manolo tras el punto final. Vos estás chifle, había insistido Silvio, inconmovible, y casi acaban a los piñazos. Pero Santiago y él, Rolando, habían intervenido rápidamente, y además María del Carmen y la Tita ya estaban haciendo pucheros, de nervios nomás, Graciela no porque siempre fue más dura o más equilibrada o más púdica, y Silvio y Manolo volvieron a sentarse y Silvio empezó a desquitarse con el mate, dándole unas chupadas a la bombilla que se escuchaban en tres dunas a la redonda. Lo cierto era que la tesis de Manolo parecía muy concreta, pero también muy catastrofista. Circular, sentenciaba Silvio. Y sí, lo era, circular y sin salida, pero Manolo le daba un énfasis que la hacía obligatoria. Los que tenían la guita y el poder jamás cederían. No se hagan ilusiones, muchachos, ésta no es la burguesía escandinava que va reduciendo sus dividendos con tal de sobrevivir. Estos van a apelar a la milicada, aunque la milicada después se los morfe. ¿Constitucionalistas? ¿Legalistas? ¿Vergüenza o pudor de usar el uniforme o de taparse la pelada con el quepis? No jodáis, caros compatriotas. Todo eso es pretérito imperfecto. Nos van a golpear y a liquidar como si fuéramos guatemaltecos, ni más ni menos. O sea que hay que pelearles el partido en otra cancha que no sea la del mero debate político. Hay que pelearles el partido y meterles goles. Aunque sea desde fuera del área. Esa metáfora le había gustado especialmente a Santiago, que a partir de ese instante empezó a interesarse. Y Manolo dale que dale que dale, metiendo a todos en la misma bolsa (tango habemus:
si igual es una mosca que un ciprés
) porque lo que él quería apasionadamente era el cambio, pero no el de los chamuyos, sino el del fato, cita textual. Y no le importaban demasiado los medios (
si Jesús no ayuda que ayude Satán
), lo esencial eran los fines. Me suena eso, comentó Silvio con ironía marginal. Y vos creés que los vamos a desalojar, preguntaba Santiago, chupando ahora él de la bombilla pero con relativa sordina. No, respondía sin vacilar Manolo, tan eufórico como si estuviera vendiendo futuro. No, no vamos a poder, nos van a reventar, nos van a meter en cana, nos van a amasijar, nos van a liquidar. Y entonces, inquiría Silvio, quemando etapas entre la ironía y la perplejidad. El, Rolando, se había limitado a levantar las cejas con sano escepticismo. Y entonces nada, estallaba el dinamismo del ponente. Nada en lo inmediato, pero su victoria, la de ellos, será a lo Pirro. Ganarán y no sabrán qué hacer con el trofeo. Ganarán en los papeles y perderán el pueblo. (Aplausitos en la barra femenina.) Lo perderán definitivamente. Y mirando con cierta provocación a Silvio, seguís creyendo que estoy chifle eh. A lo mejor estamos todos, dijo el otro, aflojando un poco, y entonces Manolo se levantó y le dio un abrazo de molusco cefalópodo con ocho tentáculos, o sea de pulpo, según Larousse. Mientras tanto, María del Carmen y la Tita, ya recuperadas, se reían entre lágrimas, como dos arcoiris. Pero Santiago estaba desacostumbradamente serio y a continuación expuso que, planteada en esos términos, la lucha era sólo moral, a mí qué me importa ser un vencedor ético sí van a seguir existiendo los cantegriles y el latifundio y la rosca bancaria y la mar en coche, si yo me metiera en esa gresca querría ser un vencedor real. Bárbaro che, dijo Manolo, todos querríamos ser vencedores reales, no creas que estás descubriendo la pólvora, la cosa no es querer sino poder. Y Silvio otra vez a enardecerse, a partir de ahora se daba cuenta de que el lema de Manolo era más amplio, la cosa no es querer ni poder sino joder. Risitas en la bancada femenina, y los ñoquis que estaban listos, uy qué temprano, vamos que si no se pasan, y yo que tengo la panza llena de mate, lo que ocurre es que ustedes se calientan discutiendo y no se dan cuenta de que se tomaron dos termos completos, qué relajo, a los ñoquis señores a los ñoquis, este tinto está como de misa de gallo, sensacional, y vos creés que después de la revolución seguirá habiendo ñoquis, eh.