Primavera con una esquina rota (14 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romantico

Los alemanes lloraron, y los latinoamericanos ni qué decir. No era para menos. Según cuenta Olga (porque David es muy discreto) «una muchacha se le abrazó y le acarició la espalda durante un largo rato, agradeciéndole lo mucho que le había dado.» Después de todo, la muchacha tenía razón. Sin saberlo ni proponérselo, David había brindado a esa colectividad la excepcional ocasión de expresar lo mejor de sí misma.

Don Rafael
(Un país llamado Lydia)

¿Soy extranjero? Hay días en que estoy seguro de serlo; otros en que no le concedo la menor importancia; y por último otros más (mejor diría que son noches) en que de ningún modo admito ante mí mismo esa extranjería. ¿Será que la condición de extranjero es un estado de ánimo? Probablemente si estuviera en Finlandia o en las Islas de Cabo Verde o en el Vaticano o en Dallas, me sentiría inexorablemente extranjero, y aun así, quién sabe. Dicho sea de paso, ¿por qué empezaremos siempre con Finlandia cualquier nómina de lejanías, de lontananzas, de extraterritorialidades? ¿Quién nos habrá puesto ese prejuicio en la sesera? Hablar de alguien que está en Finlandia siempre ha sido para nosotros como decir que está en los quintos infiernos, y si no siempre asimilamos las dos acepciones es porque nunca se han visto quintos infiernos con tanto hielo y tanta nieve. Después de todo, ¿qué sabemos de los fineses o finlandeses, aparte del
Kalevala
y el Nobel a Sillampää, ése de los cuatro puntitos sobre las dos aes? Hasta las olimpíadas de 1952 los diarios del Cono Sur escribían Helsinski, con una S antes de la K, pero un tiempo después empezaron a escribir Helsinki. ¿Qué habrá pasado en los juegos olímpicos para que Helsinski perdiera su segunda S?

Pero no estoy en Finlandia sino aquí. Y aquí, ¿soy extranjero? No hace mucho leí en una buena obra de un autor alemán de estos ambivalentes días: «Es curioso que los extranjeros aprendan primero los insultos, las expresiones malsonantes y la jerga de moda del país en que viven (la muchacha que lleva sólo unos meses en P. suelta ya los gritos de dolor en francés y dice: ¡Ai! en vez de ¡Au!).» Según esa definición yo no sería extranjero porque sigo puteando tal y como lo hacía en mi tierra purpúrea y cuando tengo un dolor intenso no pronuncio ninguna interjección, ni de las importadas ni de las domésticas, sencillamente porque emito un extraño sonido que podría ser más bien definido como onomatopéyico, aunque el diccionario aporta tres ejemplos de onomatopeyas (miau, gluglú, cataplún) que por supuesto y por suerte no tienen nada que ver con los gruñidos o bufidos o estridores guturales que suelo producir en tales lancinantes ocasiones.

¿Qué pensaría yo de mí mismo si por ejemplo cuando el mes pasado, exactamente el miércoles nueve, el profesor Ordóñez me apretó el dedo con la sólita y sólida puerta de su Volkswagen yo hubiera gritado gluglú o cataplún? En cambio mi modesto estridor gutural, acompañado de mirada tajante (no en la acepción de «categórico» sino de «que taja o corta»), seguramente no le habrá dejado al pobre Ordóñez la menor duda acerca de mi odio instantáneo, odio por otra parte injusto además de instantáneo ya que él me había reventado el índice sólo por imperdonable distracción y no por xenofobia militante. Reconozco sin embargo que para mí no representó entonces ningún consuelo ni atenuante la indudable certeza de que ese tarado sería capaz de masacrarle el dedo, con toda ecuanimidad y pareja torpeza, a cualquiera de sus queridos compatriotas. Aunque parezca mentira aquella desgracia me causó gracia, porque durante unos cuantos minutos debimos haber sido dos «rostros pálidos» (afortunadamente no apareció ningún sioux en el horizonte): yo, porque estuve a punto de desmayarme en mitad de mis estridores guturales, y Ordóñez porque también. Con la única diferencia de que el dedo era mío. Ahora bien, ese odio instantáneo, y reconozco que injusto, que experimenté hacia mi colega aun cuando estuve a punto de desplomarme, ¿lo habría sentido, en el mismo grado, si el dueño del Volkswagen hubiese sido un oriental del Paso Molino, de Tambores o de Palmitas? Tengo mis dudas al respecto, pero como la única forma de salir de ellas sería que un compatriota del Paso Molino, de Tambores o de Palmitas, me desbaratara un dedo con la puerta de su Volkswagen (bah, la marca puede ser otra) no tengo ningún inconveniente en mantenerme en el precario y confortable territorio de la duda filosófica. De todas maneras, si mi odio instantáneo hacia el pelma de Ordóñez tuviera connotaciones internacionales, o por lo menos interamericanas, mi caso ya no sería de xenofobia sino todo lo contrario.

El trasplante forzoso es duro en cualquier edad. Eso lo he sufrido en carne propia. Pero tal vez sean los jóvenes quienes se sienten más castigados. Y no lo digo por Graciela, o por Rolando, o por el mismo Santiago cuando algún día esté libre. Pienso más bien en los muchachos que eran todavía unos gurises cuando empezó el quilombo. A ellos les debe ser casi imposible concebir este tramo de sus vidas como algo no transitorio, como una frustración a larguísimo plazo. Y el peligro es que tal sensación pueda convertirlos en víctimas de una erosión irreversible.

¿Cuántos de esos que antes vimos militando cojonudamente en La Teja o en Malvín o en Industrias, y hoy vemos en París, junto al Sacré-Coeur, o en el Ponte Vecchio florentino, o en el Rastro de Madrid, tendidos junto a productos artesanales que ellos mismos han moldeado o tejido, cuántos de esos muchachos y muchachas, de vaga sonrisa y mirada lejana, no habrán visto, meses o años atrás, cómo caían a su lado los camaradas más queridos, o no habrán oído gritos desgarradores desde la celda nauseabunda y contigua? ¿Cómo juzgar justicieramente a estos neopesimistas, a estos escépticos prematuros, si no se empieza por entender que sus esperanzas han sido abruptamente mutiladas? ¿Cómo omitir que a estos jóvenes, segregados de su medio, de su familia, de sus amigos, de sus aulas, se les ha suspendido su humanísimo derecho a rebelarse como jóvenes, a luchar como jóvenes? Sólo se les dejó el derecho a morir como jóvenes.

A veces los muchachos tienen un valor a prueba de balas, y sin embargo no poseen un ánimo a prueba de desencantos. Si al menos yo y otros veteranos pudiéramos convencerlos de que su obligación es mantenerse jóvenes. No envejecer de nostalgia, de tedio o de rencor, sino mantenerse jóvenes, para que en la hora del regreso vuelvan como jóvenes y no como residuos de pasadas rebeldías. Como jóvenes, es decir, como vida.

Después de esta tirada creo que tengo derecho a respirar hondo. Decididamente, cuando me pongo serio puedo volverme insoportable. Pero también cabe la posibilidad de que el verdadero Rafael Aguirre sea éste, el insoportable, el pesado, el retórico, y que en cambio el otro Rafael Aguirre, el que disfruta haciendo juegos de palabras y se burla un poco de los demás y bastante de sí mismo, sea en realidad una máscara del otro.

Quizá sea un modo irregular, anómalo, de responder a mi propia pregunta: ¿soy extranjero? Y me respondo así, con una mano, la derecha, en el sudario, y otra, la izquierda, dibujando un sol que ojalá fuera tan espontáneo y luminoso como el que traza mi nieta con sus insólitos e insolentes colores. Sólo que yo no puedo diseñar un sol verde y unas nubes rosas como ella sí hace, sin la menor retórica de cielo. Y en definitiva creo que en mí puede más el sol (aunque sea ortodoxamente amarillo y naranja) que el sudario.

Lo único que puede redimir a un viejo es que a duras penas se sienta joven. He dicho joven y no verde, ojo. No que se haga el pibe vistiendo colorinches o escuchando esa porquería con la que aturden en las discotecas (ah los incomparables Beatles de mi prevejez, aquellos de «Michelle» o «Yesterday» o «Eleanor Rigby»), sino sintiéndose, a duras y maduras penas, un viejo joven.

Tal vez fue eso lo primero que entendió Lydia, y tal vez fue eso (quiero decir el hecho de que lo haya entendido) lo primero que me gustó en ella. Y sin hacerse demasiadas ilusiones. Quizá sucedió de ese modo porque es de aquí, digamos porque no es compatriota. Nadie puede ni quiere quitarse sus nostalgias, pero el exilio no debe convertirse en frustración. Vincularse y trabajar con la gente del país, como si fuera nuestra propia gente, es la mejor forma de sentirnos útiles y no hay mejor antídoto contra la frustración que esa sensación de utilidad.

Vincularse con la gente del país. Bueno, yo me vinculé con Lydia. Como a veces le digo: después de todo, ya ves, estoy lydiando. Y me siento mejor. Lejos quedó el simulacro del bastón. También por eso no me siento extranjero, porque ella no es
mi extranjera
sino algo así como
mi mujer
. Tiene su poco de sangre india, enhorabuena. O quizá la tenga de sangre negra, también enhorabuena. Digamos que su linda piel es más oscurita que la de Graciela o la de Beatriz. Y aún más oscurita (y mucho menos arrugadita) que la mía.

Tal vez me vinculé con un país llamado Lydia. Y es un nexo distinto a todos mis anteriores. Faltan varios ingredientes clásicos: urgencia, pasión, opresión en el pecho, ni siquiera me atrevería a decir que estoy enamorado, pero a lo mejor me atrevo a pensarlo. Es claro que si cometo el error de mirarme al espejo, automáticamente me lleno de cordura. No hay (ni tal vez haya) matrimonio, pero lo que no puedo negar es que si bien Lydia no es de mi aldea, es en cambio de mi casta, de mi tribu. Y eso de que me vinculé al país Lydia no es un simple tropo, porque fue ella quien me introdujo en las cosas, en las comidas, en las gentes de aquí. Ya he empezado a festejar (no a pronunciar, eh) los modismos locales, no sólo los definitivos, sino también los transitorios, como por ejemplo cuando el concuñado de Lydia confiesa que tiene ganas de mover el bigote, y eso quiere decir que aspira a almorzar.

No obstante, me sigo viendo con los compatriotas. Hay multitud de temas que sólo puedo hablar con ellos, quiero decir hablarlos con plenitud, con conocimiento de causa, aunque no siempre con conocimiento de efectos. Hacer el complejo balance del pasado, más arduo cuanto más cercano, o como dice el buenazo de Valdés (medicina general y vías respiratorias) con su deformación profesional: hay que auscultar el país, señores, ponerle la oreja junto al lomo para sentir cómo respira y entonces ordenar, diga treinta y tres, diga por favor Treinta y Tres Orientales.

Pero a esta altura eso no me basta. No puedo vivir aquí y así, con la obsesión de que mañana o el próximo octubre o dentro de dos años, voy a quitar amarras y emprender el regreso, el mítico regreso, porque el estilo provisional jamás otorga plenitud, y entonces me interno en el país Lydia, y esto es mucho más que un símbolo sexual (sin perjuicio de que allí me interne y sea un lindo viaje), es también enterarme de lo que se entera la gente del país Lydia, es escuchar los noticieros de radio y televisión de cabo a rabo y no solamente cuando les toca a las noticias internacionales, en la cotidiana espera de que por fin llegue algo bueno desde allá abajo. Pero lo que llega es que desaparecieron otros cuatro, o murieron tres en la prisión y no siempre por lo que cierto defenestrado presidente llamaba «el rigor y la exigencia en los interrogatorios», sino pura y exclusivamente por fatiga y sobresaturación de cárcel. Lo que llega es que hubo más
rastrillos
y cayeron quinientos y luego soltaron a cuatrocientos veinte como era previsible, pero quiénes serán los ochenta restantes, qué les harán.

Estamos perdiendo la saludable costumbre de la esperanza. Ya casi no entendemos que otras sociedades la sigan generando. Recuerdo la madrugada del treinta de noviembre. Le había dicho a Lydia que no viniera. Quería estar solo con mi escepticismo. No creía en el plebiscito, me parecía una trampa ridícula. Pero a las tres de la madrugada me desperté y tuve la corazonada de encender la onda corta. Y la noticia vino como entremezclada con mi sueño (que no había sido particularmente estimulante) y el NO había arrollado la propuesta de los milicos, y sólo cuando me convencí de que eso no era una posdata de mi sueño, sino una noticia real, sólo entonces salté de la cama y grité como si estuviera en el Estadio y de pronto me di cuenta de que estaba llorando sin ninguna vergüenza y hasta con sollozos y que ese llanto no era cursi ni ridículo y me sorprendí tanto de mi propio estallido que quise recordar cuándo había llorado así por última vez y tuve que retroceder hasta octubre del 67, en Montevideo, también solo y de noche, cuando otra onda corta había pormenorizado la tristeza informativa de Fidel sobre la muerte del Che.

Pero en noviembre del 80, las gentes del país Lydia me dejaron llorar a solas y lo agradecí. Sólo vinieron al día siguiente para abrazarme, después de asegurarse bien de que yo tenía los ojos secos, y para que les explicara lo inexplicable, y entonces les fui diciendo mientras yo mismo me convencía: la dictadura decidió abrir, no una puerta, sino una rendija, y una rendija tan pequeña que sólo pudiera entrar en ella una sola sílaba, y entonces la gente vio aquella hendedura y, sin pensarlo dos veces, colocó allí la sílaba NO. Es probable que mañana den un portazo, cierren otra vez la fortaleza que habían creído inexpugnable, pero ya será tarde, la rotunda sílaba habrá quedado dentro, les será imposible deshacerse de ella. En esta época de bombas neutrónicas y ojivas nucleares, es increíble cuánto puede hacer todavía una pobre sílaba negadora.

Y Lydia vino, claro (no ya el país Lydia, sino Lydia solita y su alma) y no me dijo nada y también se lo agradecí, y después de asegurarse ella también de que yo tenía los ojos secos, se sentó en el suelo junto a mí (yo estaba como siempre en la mecedora y dejé de mecerme) y apoyó en mis rodillas su cabeza oscurita y sus cabellos negros.

Beatriz
(La amnistía)

Amnistía es una palabra difícil, o como dice el abuelo Rafael muy peliaguda, porque tiene una M y una N que siempre van juntas. Amnistía es cuando a una le perdonan una penitencia. Por ejemplo si yo vengo de la escuela con la ropa toda sucia y Graciela o sea mi mami me dice por una semana estarás sin postre, y si después me porto bien y a los tres días traigo buenas notas en aritmética entonces ella me da una amnistía y puedo volver a comer helado de esos que se llaman canoa y tienen tres pelotas una de vainilla otra de chocolate y otra más de fresa que viene a ser lo mismo que el abuelo Rafael llama frutillas.

También cuando Teresita y yo estuvimos peleadísimas porque ella me había dado un sopapo lleno de barro y pasamos como dos semanas sin decirnos ni chau ni prestarnos el cepillo de dientes de pronto vi que la pobre estaba muy arrepentida y no podía vivir sin mi carinio y me di cuenta que suspiraba fuerte cuando yo pasaba y empecé a tener miedo de que se suicidara como en la tele así que la llamé y le dije mirá Teresita yo te amnistío pero ella entonces creyó que la había llamado nada más que para insultarla y se puso a llorar a lágrima cada vez más viva hasta que no tuve más remedio que decirle Teresita no seas burra yo te amnistío quiere decir yo te perdono y entonces empezó a llorar de nuevo pero con otro llanto porque éste era de emoción.

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