Resultaría una tarea excesivamente prolija escribir todo cuanto él predijo, ya en general, ya en particular,y sería superfluo dar el nombre de todos los grandes señores, de los insignes sabios y otros muchos que vinieron de toda la región y de toda Francia para consultarle como oráculo. Lo que San Jerónimo decía de Tito Livio yo puedo decirlo del gran vidente: cuantos venían a Francia desde fuera no se proponían otro objetivo que ir a visitarle.
Cuando vino a verle Carlos IX, Nostradamus, que había sobrepasado los 60 años, estaba muy envejecido y se hallaba gravemente debilitado por las dolencias que le atormentaban desde hacía mucho tiempo, especialmente una artritis y la gota minaban constantemente su salud. Murió el día 2 de julio del año 1566, poco antes de salir el sol, después de una crisis que le duró ocho días y que le causó un acceso de hidropesía consecutivo a un ataque agudo de artritis.
Conoció anticipadamente el día de su tránsito y la hora exacta pues él había escrito, de su puño y letra, en las
Efemérides
de Jean Stadius, estas palabras en latín:
Hic prope morn est,
es decir: «Mi muerte está próxima».
Sobre su sepulcro se esculpieron las palabras de un epitafio, compuesto a imitación del de Tito Livio, historiador romano; epitafio que hoy puede todavía verse en la Iglesia de los Cordeleros de Salon, en la que, con grandes honores, fue enterrado el cuerpo de Nostradamus. La inscripción está en latín; traducida dice lo siguiente:
«Aquí descansan los restos mortales del ilustrísimo Michel de Nostradamus, el único hombre digno, a juicio de todos los mortales, de escribir con pluma casi divina, bajo la influencia de los astros, el futuro del mundo.»
Murió en Salon de Crau, en Provenza, el 2 de julio del año de gracia de 1566, a la edad de sesenta y dos años, seis meses y diecisiete días.
La familia Nostradamus, estaba firmemente vinculada a Provenza y sus descendientes, en vez de circuncidarse, como judíos, habían sido bautizados, lo cual les había permitido adquirir bastantes derechos; sus hijos, por tanto, habían podido dejar las modestas ocupaciones anejas a la artesanía y a la práctica del pequeño comercio y dedicarse por completo al cultivo de las artes liberales. En la familia Nostradamus la medicina constituía una tradición que se transmitía ininterrumpidamente de padres a hijos: el padre de Jaime, Pierre de Nostredame, había sido médico en Arlés, y sólo la envidia de los drogueros y boticarios de aquella ciudad le había obligado a buscar refugio y ayuda fuera de ella, entre los poderosos. Aquéllos, efectivamente, no habían podido tolerar que Pierre curase a sus propios pacientes con remedios y medicamentos que él mismo preparaba; y no dudaron, por consiguiente, en denunciarle como falsificador y contraveniente de su oficio. Destituido de sus funciones de médico ciudadano, Pierre entro primero al servicio del Duque de Calabria, y luego del rey René d’Anjou, que más tarde le nombró médico personal suyo. El venerable y ya anciano sabio, versado en la ciencia de Esculapio y en aquella otra que deduce de los astros la interpretación de los sucesos del mundo, gozó siempre de la máxima confianza del Rey. Fue natural que, cuando el joven Michel tuvo la edad suficiente para escoger su futura profesión, se inclinase por el estudio de la medicina.
En aquel entonces, para quien vivía en Provenza, Aviñón representaba la ciudad or excelencia, era como la meca donde convergían, de todos los rincones de la provincia, cuantos aspiraban a ser alguien, o cuantos deseaban evadirse de la dura brega del campo y hallar en la gran ciudad las comodidades de la vida fácil. Majestuosamente ceñida por sus altas y torneadas murallas, con el Ródano que las acariciaba dulcemente deslizándose bajo sus magníficos puentes, Aviñón era una ciudad donde alternaban palacios suntuosos y callejones de mal olor, señoriales calles por donde paseaban elegantes carrozas y pobres tuguriones en los que se hacinaba una humanidad sin rostro.
A quienes procedían de una tranquila ciudad provinciana les parecía muy atractivo poder mezclarse con la inmensa muchedumbre que llenaba calles y plazas hasta estrujarse; en cuanto a diversiones y tentaciones, hábían proliferado desde el momento en que un nutrido grupo de aventureros y hampones se habían aposentado como en su propia casa, dentro por el libertinaje que reinaba en sus muros.
Nostradamus llegó, pues, a Aviñón y empezó sus estudios con seriedad y tenacidad. El estudio constituía para él una verdadera vocación y aun cuando su edad, porque era todavía muy joven, lo hiciese vulnerable a las seducciones de una vida desordenada y licenciosa, demostró desde el principio una clara tendencia y un verdadero amor a cuanto era introspección y búsqueda de la verdad, ajeno a cualquier tipo de ambición personal.
En la ciudad de los Papas, el joven Michel alternaba su tiempo ocupado en dos actividades principales: los deberes escolásticos y la observación del firmamento estrellado que, desde siempre, había ejercido en él una extraordinaria fascinación. La matemática, la astronomía y la astrología le eran materias muy conocidas, hasta tal punto familiares que podía discutir con profundo conocimiento y perfecta competencia ante cualquier auditorio, que siempre quedaba cautivado.
A este primer período de estudio en Aviñón siguió el segundo en Montpellier, a donde se trasladó Michel para seguir en su universidad los cursos de medicina.
En el siglo XVI, Montpellier gozaba de extraordinario renombre gracias a su facultad de medicina, conocida dentro y fuera de los confines de Francia: era lógico, pues, que Nostradamus frecuentase aquella universidad y prolongase allí su estancia hasta conseguir su doctorado.
Para ello necesitó tres años que aprovechó con extraordinaria aplicación; durante los cuales se hizo dueño y señor de los secretos del cuerpo humano, como más tarde se hizo conocedor de los del espíritu.
La Naturaleza ejercía sobre él auténtica fascinación; y así no se conformó con ser médico, sino que decidió profundizar sus propios conocimientos en el campo de la herboristería y de los remedios que de las hierbas y de las plantas pudieran obtenerse.
Empezó entonces a recorrer todo el país de comarca en comarca para estudiar su flora, deteniéndose, cuando le parecía poder sacar de ello algún provecho, con quienes podían informarle sobre recetas y pociones. No olvidemos sobre el particular que, en aquel tiempo, mediana y herboristería iban de consuno y representaban el único remedio del que disponían entonces los hombres para oponerse a los traidores ataques de la enfermedad que se manifestaba de mil modos distintos.
En la Edad Media y durante el Renacimiento, Europa fue devastada en varias ocasiones por la este: «la bestia selvática», como la definió el médico Galeno. En el correr de cuatro siglos desencadenó unos treinta y dos ataques contra nuestro continente, entre los que se cuenta el tristemente famoso de la «peste negra», que duró dieciséis largos años (1334-1350) y que exterminó 25 millones de europeos, es decir, una cuarta parte de la población total del continente.
Lo mismo que los demás doctores, también actuaba Nostradamus entre la enfurecida peste; pero, a diferencia de sus colegas, prestaba eficacísima ayuda a los desventurados que se debatían entre las garras del terrible morbo. Había en nuestro doctor un algo de taumatúrgico que hacía que, a su paso, se obrase el prodigio de la salud. Él mismo nos ha dejado escritas unas palabras relativas al modo como curaba el mal, en un tratado suyo titulado
Excelente y óptimo opúsculo, necesario para quiener deseen conocer varias eficaces recetas.
No es posible hoy, a tantos años de distancia, saber si su medicamento produjo efectos tan maravillosos como para considerar a Nostradamus vencedor del terrible azote; pero sí es cierto e incontestable este hecho: Nostradamus tuvo fama de excelente médico, no sólo por la extraordinaria erudición de su ciencia, sino también por el espíritu misionero con que la ejercía. Los africanos, que durante tantos lustros acudieron a Lambaréné, donde el gran doctor blanco Albert Schweitzer Obraba tan admirables portentos de curaciones físicas y de amor, estarían tal vez en mejores condiciones que nosotros mismos para entender el gran prodigio realizado por el vidente. Sus compatriotas supieron mostrarle su gratitud, bien merecida por cierto: a su paso, la gente se echaba a sus pies y bendecía su nombre; y esta fama de bienhechor y de salvador le precedía y le acompañaba por toda la Próbenza. Cuando terminó la terrible plaga, cansada ya de segar miles y miles de vidas humanas, Nostradamus fue honrado con el público reconocimiento y colmado de honores por quienes, gracias al insigne doctor, se habían salvado.
Pero ni el oro, ni las riquezas, ni la fama podían hacer mella en su ánimo totalmente entregado a la búsqueda de la verdad y a la investigación del misterioso arcano de la vida. Transcurrido, pues, algún tiempo, volvió a su retiro, estableciéndose entonces en la ciudad de Aix.
Allí reanudó su labor de médico y, al mismo tiempo, volvió a ocuparse de la herboristería, de la cosmética y de los bálsamos, a preparar jarabes y confituras, esencias y extractos que le aseguraron la imperecedera gratitud de cuantos los utilizaron. La vida se deslizaba tranquila y serenamente y un buen día el doctor Nostradamus tomó por esposa a una joven doncella. Su casa pudo regocijarse pronto con el nacimiento de dos hijos que vinieron al mundo, uno tras otro en el espacio de pocos meses. Entonces el fuego de la presciencia, el anhelo de escudriñar los secretos de la vida y de la muerte parecían en él decisivamente adormecidos. Las enseñanzas que desde su más tierna infancia le habían transmitido los ancianos de su familia, su capacidad de escrutar el firmamento estelar, con aquella agudísima vista de quien sabe interpretar el camino de los astros y prever, por su curso, los futuros acontecimientos del mundo, parecían en aquel entonces momentos lejanos de otra persona.
Una respetabilísima profesión, un vivo amor por el prójimo, una familia que completaba su existencia, parecían un baluarte suficientemente sóhdo para impedir a su «yo» que reanudase la ruts de las estrellas. Pero nada puede detener ciertas predestinaciones que marcan al hombre. Oponerse al destino es imposible, porque equivaldría a torcer el curso de los astros o a detener la impetuosa corriente de los ríos.
Así le ocurrió a Nostradamus que, sin darse cuenta de ello y sin proponérselo, se vio empujado por los acontecimientos a reanudar el camino de las predicciones. De pronto, su vida sufrió un cambio sustancial: la muerte llamó a su puerta y le arrebató de golpe a toda su familia, que tan afectuosamente le rodeaba. Cómo y por qué ocurrió esta grave desgracia, nadie ha podido hasta ahora averiguarlo. Pero sabemos que la vida de Nostradamus dio un vuelco definitivo y éste se entregó, desde entonces, a una actividad completamente distinta.
Dejó la ciudad de Aix, que despertaba en su ánimo recuerdos demasiado dolorosos, y se estableció en Salon, alojándose en una casa construida en una plaza tranquila. Aunque seguía ejerciendo su profesión de médico, pasaba mucho tiempo en una especie de extraña contemplación que a veces provocaba ciertas dudas sobre sus facultades mentales. Si no hubiera sido por la fama de excelente médico que le aureolaba, sus ciudadanos habrían creído que sus potencias y facultades, tan extraordinariamente desarrolladas en él, habían disminuido peligrosamente e, incluso, que se habían alterado. Pero, por el contrario, su reputación de astrólogo y de vidente empezó a crecer de día en día y le situaba en un plano muy diverso ante la gente que tenía contacto con él.
La vida del doctor Nostradamus transcurría tranquila, libre de cualquier desorden. Día tras día visitaba a sus enfermos y les ofrecía el consuelo de su taumatúrgica sabiduría que, al parecer, podía realizar cualquier claw de milagros. La gente de Salon se había acostumbrado a verle pasar por calles y plazas cubierto con su large capa negra agitada por el viento.
Con la mayor estima y respeto, no dudaban en detenerle pare consultarle los más diversos problemas. Tal era realmente su fama que todos le tenían por un gran sabio en el más completo sentido de la palabra; y así cualquier asunto que se desease aclarar, cualquier problema clue preocupase, le era expuesto inmediatamente para escuchar sus sabios consejos. Él tenía la respuesta más exacta y el remedio más apropiado para todos los males.
A partir del año 1555 Nostradamus empezó a escribir sus propios vaticinios en forma de cuartetas; y puesto que cada libro contenía exactamente cien de estas breves combinaciones métricas de cuatro versos, los llamó Centurias.
Tan extendido estaba en aquella época el arte de la magia que a nadie atemorizaba la lectura del futuro. Pululaban por pueblos y ciudades un sinfín de hábiles vaticinadores de la suerte que hallaban, con suma facilidad, un público dispuesto a escucharles y que Ies entregaba, como recompense, alguna moneda de oro o de plata, con tal de que se les anunciase sucesos favorables y les tranquilizara ante las densas sombras del futuro.
El doctor Nostradamus no pertenecía a esta abominable ralea de falseadores charlatanes ni sacaba provecho alguno de sus predicciones. La luz divina se encendía en él y penetraba en los misterios del futuro; no era, pues, fruto de improvisadas charlatanerías.
Completamente solo, en el silencio de la noche, Nostradamus se acomodaba en el sillón, rodeado de los instrumentos que utilizaba y de los textos en los que bebía su misteriosa ciencia astronómica.
Se extendía, ante sus penetrantes ojos, la bóveda celeste que él contemplaba a través de la ventana: aquel firmamento estrellado tenía para él pocos secretos y en aquellos innumerables cuerpos celestes leía como en un inmenso libro abierto. Mas no siempre es agradable este privilegio porque ocurre, algunas veces, que aquello que está escrito en las misteriosas páginas de los astros no corresponds a Ios deseos y a los intereses de quienes tienen la llave para interpretar sus signos. De esta forma, Nostradamus leyó en la bóveda celeste un futuro doloroso para sí y para sus seres más queridos: la esposa y sus dos hijos serían pronto presas de la muerte y envueltos en las frías tinieblas de la tumba.
Y cuando se cumplió puntualmente aquel trágico vaticinio, Nostradamus, impotente, se vio obligado a aceptar la decisión de un destino que se le había dado a conocer, pero en el que no podía intervenir para detenerlo.