Entonces su vida se vio bruscamente trastornada y el sabio tuvo que pagar un duro y penoso tributo a la notoria fama de su nombre. Las crónicas de su vida nos dicen que viajó durante mucho tiempo por lejanos países.
En el año 1556, poco después de la primera edición de las siete primeras Centurias, Nostradamus se trasladó a Italia, y en Roma fue recibido por el Santo Padre. Durante este viaje se detuvo algún tiempo en Turín.
Después de sus viajes por el extranjero Nostradamus se instaló de nuevo en Salon y reanudó su vida de siempre; sin embargo, su fama había crecido hasta tal punto que príncipes y reyes, ricos y poderosos, acudían a él para interrogarle sobre los acontecimientos futuros.
Transcurrieron los años y las profecías de Nostradamus se cumplieron con inexorable puntualidad: la conjura de Amboise, el levantamiento de Lyon y la muerte de Francisco I son otros acontecimientos vaticinados por el sabio vidente.
En el decurso de los años Nostradamus salió con menos frecuencia de Salon, ya que su quebrantada salud no le permitía fatigosos desplazamientos. Por esta razón, quienes deseaban consultarle sobre algún tema acudían a él, en Provenza.
El 17 de octubre de 1564, llegó a las puertas de la ciudad donde vivía el mago un lujoso cortejo; cuando los prohombres salieron para presentar su homenaje a los ilustres visitantes, les salió al encuentro el propio rey Carlos IX en persona, que venía a consultar al eminente doctor.
Nostradamus murió cristianamente tal como había vivido durante toda su vida.
En su obra profética, conocida por todo el mundo con el nombre de
Centurias,
Nostradamus quiso recoger los acontecimientos relacionados con el futuro de la Humanidad, desde los días en que él empezó a escribir hasta el fin de los tiempos.
Qué son las
Centurias
puede decirse en pocas palabras. Así como un libro está dividido en capítulos y un poema en cantos, de la misma manera las profecías del vidente de Salon están divididas en Centurias, cada una de las cuales contiene un número variable de cuartetas (originariamente habían de ser cien por Centuria) en las que se da siempre una rima, forzada algunas veces, y en las que, en la mayor parte de los casos, no puede decirse que haya un nexo lógico de tiempo y de lugar y, sobre todo, una claridad de interpretación que las haga fácilmente inteligibles y nos dé a conocer exactamente el tiempo en que se realizarán los acontecimientos vaticinados.
Se dice hoy que son doce las Centurias, pero sólo las diez primeras son, sin lugar a dudas, de Nostradamus. La primera edición de estas diez Centurias vio la luz en 1555, por obra de un editor de Lyon.
Después, las sucesivas ediciones que han aparecido en diversas épocas han presentado, añadidas a las diez Centurias, un cierto número de nuevas cuartetas proféticas y, concretamente, cuatro cuartetas añadidas a la Centuria VII, seis a la Centuria VIII y una a la Centuria X. Sólo dos cuartetas han formado la Centuria XI y once la Centuria XII.
No se sabe con certeza cuál es el origen de estas cuartetas, posteriormente insertas en la obra profética del mago de Salon.
En esta cuestión, sólo podemos aventurar hipótesis. Así, algunos investigadores afirman que, al morir Nostradamus, se hallaron entre sus papeles un cierto número de profecías, escritas ciertámente por él y que, por tanto, podrán añadirse a las suyas propias. Otros, por el contrario, las han atribuido a quienes nada tenían que ver con el vidente y las consideran, por consiguiente, apócrifas.
Pero volvamos a los versos con los que comienza el fascinante y cautivador misterio de las predicciones.
La imagen por ellos evocada es altamente sugestiva, y resulta fácil reconstruír, a través de las palabras empleadas por el profeta, la atmósfera tan separada del mundo en la que nuestro mago ejercía su facultad adivinatoria.
En el tranquilo refugio de su morada, donde se agolpaban durante el día ilustres o modestos visitantes que acudían para consultar a Nostradamus en su doble calidad de médico y de profeta, solía él encerrarse a altas horas de la noche en su propio estudio.
Según hemos podido averiguar, era una pieza amplia y separada de las demás estancias de la casa, que le servía tanto de retiro como de laboratorio. El sabio guardaba aquí, con preciado cuidado, libros y manuscritos valiosos y curiosos objetos relacionados con sus exploraciones astrológicas, plantas y hierbas útiles para su labor de médico: retortas, alambiques, vasos de cristal en los que destilaba preparados a infusiones destinados a sanar el cuerpo y a darle, independientemente de la edad, la fuerza y el vigor; astrolabios y espejos mágicos que el sabio utilizaba para explorar el porvenir, habitualmente impenetrable para el común de los mortales. Preciosos talismanes, medallas, sellos y sagrados amuletos constituían para él otros tantos instrumentos de poder sobre la misteriosa fuerza de lo ultrasensible.
En las claras noches estrelladas en las que el firmamento de los astros parecía un inmenso y maravilloso libro abierto de par en par ante los hombres, mientras el silencio envolvía misteriosamente todo -cosas y personas-, Nostradamus se acomodaba en un asiento de cobre (o de bronce) y, después de haber cumplido los ritos sagrados que exigían el use de una banqueta mágica (la varilla que el vidente menciona en la cuarteta) y algunas ceremonias de purificación, veía materializarse ante sus ojos, y bajo la forma de una exigua llamita, la evocación iluminadora, gracias a la cual el Señor Dios suscitaba en él la visión profética de los acontecimientos.
La minúscula llama danzaba en la oscuridad y brillaba con el resplandor del agua lustral, recogida en un barreño de cobre.
El reverbero de la llama atenazaba los ojos del profeta y su mente caía en un estado de trance por el que no sólo descubría, en el fondo del futuro, un sinfín de hechos y de sucesos lejanos, sino que percibía asimismo sonidos y voces como si fuesen verdaderamente reales, hasta tal punto que los personajes, protagonistas de los eventos que él preveía, se agitaban vivos ante él y parecían no tener secretos para el gran vidente.
Y la voz de Dios, percibida por él con claridad, pero que parecía salir de los amplios pliegues de su manto, le ilustraba los hechos que desfilaban ante sus ojos y a los que él mismo, como invitado de honor, asistía, invadido siempre de un cierto reverencial respeto y de un santo y tranquilo temor.
Como sentía un irreprimible deseo de legar a los demás un recuerdo perenne de lo que él había conocido sobre el futuro, Nostradamus tomó nota de todo «modelando el borde y el pie de lo que no se cree en vano», o dicho en otras palabras: encerrando en los versos de sus proféticas cuartetas, lo que su mente había descubierto escudriñando en el porvenir.
Las exiguas tirillas de papel en las que Nostradamus escribía sus herméticos versos rimados, se amontonaban junto a él y abrían simas de interrogantes para quienes, andando el tiempo, los examinarían con ojos puramente humanos.
Por desgracia para nosotros, muy pocas de las cuartetas que compuso el gran vidente poseen la relativa claridad de las dos primeras con las que comienza la obra; y de ahí la dificultad de la interpretación.
Fiel al convencimiento de que el porvenir no había de ser claramente desvelado a la mayoría de los hombres y temeroso de que los tesoros de su profecía fuesen despreciados y conculcados, como perlas echadas a los puercos, por quienes los tomasen en sus manos, Nostradamus compuso una obra asequible sólo a un corto número de iniciados.
Todo lo que de extraordinario y portentoso realizaba Nostradamus en los cuerpos y en las almas de cuantos a él acudían, porque le consideraban un eminente sabio y un gran profeta, lo atribuían sus envidiosos y denigrantes adversarios a Satanás y a inspiraciones diabólicas; sus propios admiradores sentían un cierto temor reverencial ante sus prodigiosas facultades. Que Nostradamus era un hombre recto, honrado y apreciado y de extraordinaria caridad, nadie lo ponía en duda; pero de dónde le provenía aquel notable poder que le distinguía de cualquier otro ser humano, nadie, rico o pobre, sabio o ignorante, había atinado a descifrarlo.
Según hemos podido observar, Nostradamus nunca dejó de ser hombre de su tiempo y, por consiguiente, sabía muy bien que los severos censores ministros de la Inquisición habrían podido averiguar fácilmente sus actos e interpretarlos maliciosamente en caso de que los rumores y las veladas insinuaciones hubiesen sido graves a insistentes o hubiesen hallado en sus escritos siquiera la más leve sospecha o pruéba de algo que consideraban punible.
Existían, además, otros motivos de justificación de su siempre extremada prudencia: el primero y principal era el de aparecer profeta de terribles desventuras. El hecho de predecir los sucesos más trágicos de historia de la Humanidad con palabras fácilmente comprensibles habría levantado contra él toda la opinion popular y se hubiese visto condenado al extrañamiento, a la cárcel o a la muerte. Los profetas de desventuras, según nos enseña la Historia, nunca han sido bien recibidos; y se sabe que la gente prefiere precipitarse en el abismo, desconociendo a ignorando lo que les va a suceder, antes que conocer la desgracia que les espera. Nostradamus sabía muy bien todo esto y así prefirió ocultar sus profecías a la gran masa de los hombres, dejándolas voluntariamente enigmáticas y nebulosas y confiando sólo en un reducido número de iniciados capaces de comprenderlas y, llegado el caso, de explicarlas.
Esto explica el lenguaje hermético y oscuro al tratar del porvenir de Francia, su querida Francia, y que no fuera tan impenetrable al hablar de otros pueblos y naciones.
Para conseguir el oportuno grado de misterio, el escritor-profeta redactó sus cuartetas no sólo en francés arcaico para aquella época, sino que también lo mezcló con palabras alemanas, españolas, italianas, provenzales, y neologismos que tomaba de raíces griegas y latinas, o anagramando los nombres más conocidos de aquella época.
Así, Francia se transforma a veces en sus versos en Nercaf o Cerfan, París en Rapis o Sipar; Henric se presenta con la grafía Chydren; Mazarin se cambia en Nizaram y Lorrains toma la forma de Norlais. Con la grafía «Phi» indica el nombre de Felipe; Estrage se convierte en Estrange, es decir extranjera, y designa con este nombre a la reina María Antonieta, esposa de Luis XVI, aunque él transforma la palabra en Ergaste.
El estudio comparativo y atento de las muchas ediciones de las Centurias, permite asegurar que algunas grafías de palabras, consideradas sucesivamente por los comentaristas como errores del autor o del editor que las publicó, son, en cambio, inexactitudes expresamente queridas por el autor para velar sus profecías.
Es razonable que después de hablar con tanto encarecimiento de Nostradamus y de sus excepcionales dotes de vidente, sintamos curiosidad y tengamos un vivísimo deseo de poder «leer», a través de sus cuartetas, los eventos humanos que él predijo.
En diversas épocas, insignes investigadores y oscuros comentaristas han estudiado las Centurias, intentando esclarecer por todos los medios a su alcance el sentido arcano de las frases contenidas en aquellos versos. En muchos casos los resultados han sido satisfactorios; en otros, por el contrario, si bien costosos y estimables, a nada esclarecedor han conducido y las frases han conservado su secreto intacto; sólo desaparecerá el enigma cuando un acontecimiento histórico ofrezca a los estudiosos la clave que muestre su , mecanismo.
De entre sus profecías, la primera que maravilló extraordinariamente a sus contemporáneos fue la que hizo Nostradamus refiriéndose a su propia muerte. La vida terrenal del gran profeta se extinguió en Salon, el día 2 de julio de 1566, un poco antes de la aurora, como consecuencia de un ataque de artritis y gota que había degenerado en hidropesía.
Pero la profecía que le valió, por sí sola, fama y notoriedad mientras aún vivía, fue la que consta en las Centurias y se refiere a Enrique II, Rey de Francia y esposo de Catalina de Médicis, en la cuarteta treinta y cinco de la Centuria I.
Esta cuarteta consigue dar, con viveza excepcional y concisión admirable, todos los detalles de la muerte del Rey; no es de maravillar, pues, el asombro que suscitó al aparecer públicamente este vaticinio.
A simple vista podría parecer incluso absurda, ya que un rey nunca se batía en duelo; no obstante dio mucho que pensar a cuantos estaban junto a Enrique. Los hechos ocurrieron de esta manera:
En junio de 1559 Enrique II se hallaba en París; se acababa de firmar el Tratado de Chateau-Cambrésis que ponía fin a las discordias entre España y Francia. Por él el soberano francés renunciaba a sus miras sobre Italia y restituía las tierras del Duque de Saboya, a quien había concedido, además de consolidar su situación política fuera de sus fronteras, la mano de su hermana Margarita. Y a Felipe II, viudo de María Tudor, habíale prometido por esposa a su jovencísima hija Isabel.
La Corte francesa festejaba aquellos esponsales y se había organizado, en aquella ocasión, un brillante torneo en la plaza que se extendía ante el palacio real, en aquel entonces palacio de los Torrejones (Tournelles).
El 30 de junio el Rey bajó al campo vestido con una magnífica armadura, con el propósito de batirse en combate individual a caballo contra tres adversarios por lo menos.
El primer caballero con quien compitió el Rey fue Manuel Filiberto de Saboya; el segundo, el Duque de Guisa, y el tercero era Gabriel Montgomery, joven a impetuoso combatiente, comandante de la guardia del Rey. Uno tras otro, los asaltos se desarrollaron normalmente y las tres lanzas que el Rey había recibido terminaron rotas en el polvo. Un sentimiento de alivio pareció llenar el corazón de la multitud que había acudido a la plaza para presenciar el combate, y los íntimos del Rey se dijeron que el peligro estaba ya superado. Se relajó con ello la tensión, pero Enrique, no satisfecho con su triple victoria, no se alejaba del circo, dando a entender con sus gestos que deseaba repetir el asalto con el último de sus adversarios, el Conde de Montgomery, que antes había inferido al Rey un golpe tan fiero que faltó poco para derribarle.
De nuevo en el campo, los caballeros se colocaron uno enfrente del otro, preparados para una nueva lucha, en medio de un profundo silencio, roto solamente por el furioso galopar de los cabellos. Calada la visera de la armadura y dirigida la lanza contra el adversario, cargaron impetuosamente el uno contra el otro. En un abrir y cerrar de ojos se cruzaron las lanzas y la del joven Montgomery, partida en pedazos por el certero golpe del Rey, voló, otra vez, por los aires hasta el polvoriento suelo.