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Authors: Matthew Stover

Punto de ruptura (35 page)

13
Jedi del futuro

N
oche en la jungla.

Los lechos portátiles de los korun eran bultos dispersos. El sonido de las voces se había reducido hasta fundirse con el murmullo de fondo de la jungla. El olor de los nutripaquetes calientes se confundía con el humo de los improvisados cigarros de hojas verdes de rashallo.

Mace se sentaba en un lecho prestado, a unos pocos metros de donde estaba instalada la tienda portátil de Depa, sobre un nido de ruskakk abandonado bajo un arco de entramados arbustos de thyssel. Mientras Nick le curaba las heridas, él se fijaba en la vaga silueta que la luz de una barra luminosa proyectaba sobre la pared de la celda.

Cuando la luz se apagó con un guiño fue como si ella nunca hubiera estado allí.

El turbio latido pastel de la luz de las lumilianas obligaba a Nick a forzar la vista sobre el escáner del botiquín.

—Parece que ya hemos curado tus hemorragias internas —dijo—. Otra inyección de antiinflamatorio para mantener controlado el hematoma de tu cráneo...

Mace echó la cabeza a un lado mientras Nick aplicaba el nebulizador hipodérmico contra la arteria carótida. El Maestro Jedi miró sin ver hacia la noche, sin sentir siquiera el breve picotazo de la inyección.

Estaba rastreando su sable láser.

—No va a dormir —dijo Mace.

—¿Quién no va a qué?

—Vastor. Sigue moviéndose. En círculos. Como un rancor al que se le da caza en el desierto.

—¿Te sorprende?

—No debería sorprenderme. Debe de sentir que mi sometimiento era falso, por muy real que fuera la pelea. No está seguro de cómo tomárselo.

Nick devolvió el nebulizador hipodérmico a su receptáculo.

—Sugiero que no te pongas en su camino, a no ser que tu idea de calidad de vida sea pasar el tiempo conmigo y un botiquín —tocó el parche de bacta que cubría la mordedura en el trapecio de Mace—. Nunca te creerías la cantidad de diferentes bacterias letales que he encontrado ahí. No quiero saber lo que habrá estado comiendo.

—Me preocupa menos lo que come que lo que le carcome a él.

—Puedo hacer una conjetura sencilla —dijo Nick, señalando con la cabeza a la rienda de Depa—. ¿Cómo está ella?

—Como la has visto —repuso Mace, encogiéndose de hombros.

—No... Me refiero a todo ese rollo del Lado Oscuro. Eso de lo que hablábamos antes de dejarte en el campamento.

—Yo... no sabría decirlo —el habitual ceño de Mace se acentuó—. Me gustaría poder decir que está bien. Pero lo que me gustaría tiene poco que ver con lo que es. Parece... inestable.

—Bueno, verás, eso es algo que unos meses en guerra pueden hacerle a cualquiera.

—Eso me temo.

***

DE LOS DIARIOS PRIVADOS DE MACE WINDU.

No estoy seguro de qué hora es. Sospecho que es más de medianoche y que aún faltan varias horas para el alba. No puedo ser más preciso, ya que la función de cronómetro de este datapad ha tenido el mismo destino que la de su transmisor oculto. Hay un momento en la noche en el cual hasta las lumilianas apagan su luz, los depredadores al acecho se callan y el sueño parece ser la única actividad con sentido.

Pero yo estoy despierto, pese a lo poco que he dormido en los últimos tres días.

Me ha despertado el grito de Depa.

Un chillido descarnado de imposible angustia que me arrancó de mis propias pesadillas. Un grito que no era de miedo, sino de un sufrimiento tan atroz que no podía expresarse de otro modo.

Su grito también la despertó a ella, y su primer pensamiento fue abrir la tienda y comunicarnos a todos, con gesto agotado, que sólo había sido un sueño. Ése parece ser siempre su primer pensamiento: tranquilizar a los korunnai y a mí. Obtengo un consuelo considerable de ello.

Es la tercera vez que pasa en lo que va de noche.

Pero, por muy herido y desacostumbrado que esté a dormir en el suelo, en un lecho korun, descubro que he dormido todo lo bien que he conseguido dormir en este planeta.

Los gritos de Depa son una bendición.

Porque a mí, mis pesadillas no me despiertan.

Mis pesadillas tiran de mí, ahogándome en un caos pegadizo y ciego de ansiedad y dolor, son más que simples sueños de ansiedad provocados por mis heridas o por el sufrimiento que emana de las diferentes formas de repugnante mutilación, desmembramiento y muerte que existen en la jungla.

En mis sueños he visto la destrucción de los Jedi. La muerte de la República. He visto el Templo en ruinas, el Senado destrozado y el propio Coruscant arrasado por un bombardeo orbital procedente de inmensas naves de diseño imposible. He visto Coruscant, centro de la cultura galáctica, convertido en una jungla terriblemente más hostil y alienígena que cualquier selva de Haruun Kal.

He visto el fin de la civilización.

Los gritos de Depa me devuelven a la jungla y a la noche. Hace una semana no habría podido ni imaginar que despertar en esta jungla pudiera suponer un alivio.

***

DE LOS DIARIOS PRIVADOS DE MACE WINDU.

Mañana dejaremos este lugar.

Eso es lo que llevo diciéndome todo el día, mientras viajo sentado y con las piernas cruzadas sobre la concha del ankkox, hablando con Depa. Debería decir escuchándola, pues ella sólo parece oírme cuando le conviene. Sólo bajo de la concha para estirar las piernas o para aliviarme... Y a veces, cuando vuelvo a mi lugar en la concha, ella ya está hablando con ese murmullo grave y borroso que emplea para dirigirse a mí, como si nuestra conversación hubiera continuado en su cabeza y mi llegada sólo fuera un detalle más de la misma.

Cada vez que aparecían las fragatas, y hacían llover fuego sobre nosotros o disparaban al azar con sus cañones láser, los guerrilleros que tenían la suerte de ir cerca del ankkox solían buscar refugio bajo él, pero Depa no lo hizo nunca, y tampoco yo. Permanecía tumbada dentro de la howdah, y yo a veces apoyaba la espalda contra la pulida barandilla para que su suave voz me llegase por encima del hombro.

Hoy hemos cubierto muchos kilómetros. El suelo se inclina más y más, y nos movemos más deprisa a medida que la jungla ralea. Por algo un korun nunca habla de distancias en kilómetros, sino en tiempo de viaje.

El mismo ralear de la jungla, que acelera nuestro paso, nos deja más expuestos a las fragatas que parecen patrullar siguiendo una pauta de busca organizada.

Tengo mucho que decir de este día que ha pasado, pero me resulta dificil empezar a hacerlo. Sólo puedo pensar en mañana, en reunirme con Nick y en llamar por fin al Halleck para que nos saque de aquí.

Lo ansío.

He descubierto que odio este lugar.

No es muy Jedi por mi parte, pero no puedo negarlo. Odio la humedad, el olor, el calor y el sudor que resbala constantemente alrededor de mis cejas, deslizándose por mis mejillas y goteando desde la punta de mi barbilla. Odio la estúpida complacencia bovina de los herbosos y los ladridos ferales de los semisalvajes perros akk. Odio los trepahojas y los latonbejucos, los árboles de portaak y los arbustos de thyssel.

Odio la oscuridad bajo los árboles.

Odio la guerra.

Odio lo que ha hecho a esta gente. Lo que ha hecho a Depa.

Odio lo que me está haciendo a mí.

El Halleck estará fresco. Estará limpio. La comida no tendrá moho, ni podredumbre, ni huevos de insecto.

Ya sé qué es lo primero que haré una vez esté a bordo. Antes incluso de ir al puente a saludar al capitán.

Me daré una ducha.

La última vez que estuve limpio fue en la lanzadera en órbita. Ahora me pregunto si alguna vez volveré a estar limpio.

Recuerdo que al bajar de la lanzadera, en el espaciopuerto de Pelek Baw, miré a las blancas cumbres de Los Hombros del Abuelo y pensé que había pasado demasiado tiempo en Coruscant.

Qué idiota tul.

Tal y como me describió Depa: un idiota ciego. Ignorante. Arrogante. Temía descubrir lo mal que podían estar las cosas aquí, y el peor de mis miedos apenas se aproximaba a la verdad.

No puedo...

Noto que mi sable láser viene hacia aquí. Continuaré más tarde.

***

DE LOS DIARIOS PRIVADOS DE MACE WINDU.

Kar se detuvo de forma ostensible ante la tienda de Depa para discutir la marcha de la mañana antes de que ella se acostase para pasar la noche. Sospecho que su verdadera intención era ver cómo estaba yo.

Espero que esté satisfecho con lo que ha encontrado.

Esta mañana pregunté a Depa por qué no se habla ido cuando los separatistas se retiraron a Gevarno y Opari. Porque era evidente que se quedaría incluso ahora, de no forzarla yo a cooperar conmigo.

—La lucha no ha terminado. ¿Acaso puede abandonar un Jedi?

Su voz era apagada y surgía de entre las cortinas. Esta mañana no me invitó a entrar, y yo no le pregunté por qué.

Temo que se encuentre en un estado que ninguno de los dos quiere que yo vea.

—Luchar, una vez ha concluido la batalla, no es propio de un Jedi —le dije—. Es la oscuridad.

—La guerra no es ni luz ni oscuridad. Es ganar. O morir.

—Pero tú ya has ganado aquí.

Pensé en las palabras de mi extraño sueño despierto. No supe si eran palabras suyas o de la Fuerza.

—Puede que haya ganado. Pero mira a tu alrededor, ¿ves acaso un ejército victorioso? ¿O sólo fugitivos harapientos que emplean la poca energía que les queda en mantenerse a un paso por delante del cadalso?

Siento una enorme compasión por ellos, por su sufrimiento y por su desesperada lucha. Siempre está presente en mis pensamientos el hecho de que sólo la casualidad —el antojo de unos antropólogos Jedi y la decisión de algunos ancianos del ghôsh Windu— separa su destino del mío.

Podría haberme convertido con facilidad en un Kar Vastor.

Pero no digo nada de esto a Depa. Mi objetivo aquí no es meditar en los meandros de ese río infinito que es la Fuerza.

—Comprendo su guerra —le dije—. Tengo muy claro por qué luchan. Mi pregunta es: ¿por qué sigues luchando tú?

—¿No puedes sentirlo?

Y cuando ella habló, pude hacerlo. Sentí un incesante latido de miedo y odio en la Fuerza, como el que había sentido en Nick, Chalk, Besh y Lesh yendo en el terracoche, pero aquí se amplificaba como si la jungla se hubiera convertido en una cámara de resonancia del tamaño de un planeta. El odio mantenía luchando a los korunnai, como si todo este pueblo compartiera un mismo sueño: que todos los balawai tuvieran un único cráneo al alcance de una maza korun...

—Sí, nosotros ganamos nuestra batalla —dijo ella—, pero la suya continúa. Nunca acabará. No mientras uno de ellos siga con vida. Los balawai nunca dejarán de venir. Empleamos a esta gente para nuestros propios fines y obtuvimos lo que queríamos de ellos. ¿Acaso debo desecharlos ahora? ¿Abandonarlos al genocidio porque han dejado de sernos útiles? ¿Me ordena el Consejo que haga eso?

—¿Prefieres quedarte y luchar en una guerra que no es la tuya?

—Me necesitan, Mace —su voz cobró vigor—. Soy su única esperanza.

Pero ese vigor se desvaneció enseguida, y volvió a su cansino farfullar.

—He hecho... cosas. Cosas cuestionables. Lo sé. Pero he visto... Mace, no puedes imaginar lo que he visto. Por malo que sea todo..., por mala que sea yo... Busca en la Fuerza. Puedes sentir lo mucho que podría empeorar todo. Lo terrible que seria.

Eso no podía discutirlo.

—Mira a tu alrededor —su murmullo adquirió cierta amargura—. Piensa en todo lo que has visto. Esto es una guerra pequeña. Mace. Un pequeño chispazo que se enciende y se apaga, una serie de escaramuzas inconclusas. Prácticamente era un acontecimiento deportivo hasta que la República y la Confederación intervinieron. Pero mira lo que ha hecho eso a esta gente. Imagina lo que hará la guerra a quienes no la han conocido nunca. Imagina batallas de infantería en los campos de Alderaan. Imagina ACOA derribando las torres de Coruscant. Imagina cómo será la galaxia si la Guerra Clon se agrava.

Le dije que ya se había agravado, y ella se rió de mí.

—Aún no has visto nada grave.

Le dije que lo tenía delante.

Y ahora pienso que los soldados clon del Halleck, con su valentía y disciplina, tan evidentes e incuestionables en batalla, se parecen tan poco a estos asesinos harapientos, que nadie diría que pertenecen a la misma especie. Y recuerdo que el Gran Ejército de la República cuenta con un millón doscientos mil soldados clon, lo justo para estacionar un solo soldado, un solo hombre, en cada planeta de la República, y quedarnos además con apenas un puñado de miles de sobra.

Si esta Guerra Clon se recrudece, como Depa parece pensar que hará, no la librarán sólo clones, Jedi y androides de combate, sino gente corriente. Gente corriente que se enfrentará a una decisión clara: morir o ser como esos korunnai. Gente corriente que tendrá que abandonar para siempre la Galaxia de la Paz.

Sólo puedo rezar para que la guerra sea más fácil para quienes no pueden tocar la Fuerza.

Aunque sospecho que será todo lo contrario.

También hubo horas en las que no hablamos. Yo me sentaba junto a la howdah mientras ella dormitaba en el calor de la tarde, soñoliento por el paso mecedor del ankkox y el invariable fluir de árboles, lianas y flores; y la escuchaba farfullar en sueños; y a veces me sobresaltaban sus repentinos chillidos nacidos de las pesadillas, o los agónicos gemidos que las migrañas pudieran arrancar de sus labios.

Parecía padecer una fiebre intermitente. A veces su discurso se volvía un recital inconexo a lo largo de conversaciones imaginarias que saltaban de un tema a otro con alucinatoria variedad. A veces sus afirmaciones tenían una siniestra cualidad sibilina, como si profetizara un futuro carente de pasado. En varias ocasiones intenté grabarlas en este datapad, pero su voz no parecía llegar hasta la máquina.

Como si nuestras conversaciones sólo fueran alucinaciones mías.

Y de ser así...

¿Acaso importa?

Hasta una mentira en la Fuerza es más cierta que cualquier realidad que pueda comprenderse.

***

DE LOS DIARIOS PRIVADOS DE MACE WINDU.

Pasamos gran parte del día hablando de Kar Vastor. Depa me ha ahorrado muchos de los detalles menos agradables, pero me ha dicho lo suficiente.

Más que suficiente.

Por ejemplo, cuando me llama dôshalo no es sólo una expresión. Si lo que dijo a Depa es cierto, Kar Vastor y yo somos los últimos Windu que quedan.

El ghôsh en el que yo nací, y en el que viví aquellos meses de mi adolescencia, parece haberse destruido poco a poco en los últimos treinta años. No en una gran masacre o en algún cataclismo natural, sino mediante las sencillas y brutales matemáticas del desgaste. Mi ghôsh no es sino otra estadística de una guerra de guerrillas en plena ebullición, enfrentada a un enemigo más numeroso, mejor armado e igualmente implacable.

Depa me contó esto entre titubeos, como si fueran noticias horribles que debía darme poco a poco. Y puede que lo fueran. No sabría decirlo. Ella parecía pensar que eso debía de significar mucho para mí. Y quizá deba ser así.

Pero soy más Jedi que korun.

Sólo siento una tristeza abstracta cuando pienso en mis dôshallai muertos y dispersos a los cuatro vientos, en la herencia y las tradiciones Windu pereciendo, sumidas en sangre y oscuridad.

Cualquier historia de sufrimiento y pérdidas sin sentido me resulta triste. Las cambiaría todas si pudiera. No sólo la mía.

Desde luego, cambiaría la de Kar.

Parece ser que de joven Kar Vastor era una persona bastante corriente. Más en contacto con el pelekotan que la mayoría, pero de ninguna otra forma inusual. La Guerra del Verano le cambió, como ha cambiado tantas cosas de este mundo.

Cuando tenía catorce años vio a toda su familia masacrada por exploradores selváticos, en una de las atrocidades casuales que caracterizan a esta guerra.

No sé cómo pudo escapar solamente él. Las historias que ha oído Depa de boca de varios korunnai son contradictorias. Parece ser que ni el propio Kar habla de ello.

Lo que sí se sabe es que tras presenciar el asesinato de toda su familia se quedó solo en la jungla, sin armas, sin herbosos, sin akk, sin amigos y sin comida o suministros de algún tipo. Y que vivió en la jungla —solo— durante más de un año estándar.

Esto es lo que quiso decir al mencionar que él había sobrevivido al tan pel'trokal.

La palabra tiene una ironía que sólo ahora empiezo a comprender.

El tan pel'trokal es un castigo pensado por la cultura korun para castigar los delitos por los que se merece la muerte. Conscientes de que el juicio humano es falible, los korunnai dejan la resolución final de la sentencia en manos de la propia jungla; lo consideran un favor.

Yo diría que es un favor que se conceden ellos mismos. De este modo pueden quitar una vida sin la vergüenza de tener las manos manchadas en sangre.

Kar se enfrentó al tan pel'trokal por el crimen de ser korun. Era tan inocente y tan culpable como los niños balawai a los que pensaba hacer lo mismo. Sus crímenes habían sido idénticos: nacer en la familia equivocada.

En aquel momento debía de ser, quizás, un año mayor que Keela.

Pero no había ningún Jedi cerca para salvarlo, así que tuvo que salvarse solo.

Creo que su habilidad para formar palabras humanas fue una parte del precio que pagó por su supervivencia. Todos los Jedi sabemos que hay que pagar por obtener el poder: la Fuerza mantiene un equilibrio que no puede profanarse. El pelekotan le dio poder a cambio de su humanidad.

A veces me pregunto si la Fuerza no hace lo mismo por los Jedi.

Es evidente que él y sus guardias akk tienen mucho en común con los Jedi; parecen nuestro reflejo en un oscuro espejo. Ellos dependen del instinto; los Jedi, del entrenamiento. Ellos utilizan la ira y la agresión como fuentes de poder; la nuestra se basa en la serenidad y la defensa. Hasta el arma que llevan, tanto él corno sus guardias akk, es un reflejo retorcido de la nuestra.

Yo empleo mi espada como escudo; ellos usan sus escudos como espadas.

Depa me dice que esos "vibroescudos" están diseñados por el propio Kar. Las vibrohachas son parte del equipo habitual de los exploradores selváticos, que las usan para recoger leña y abrir senderos por lugares demasiado frondosos para los rondadores de vapor. Como los generadores sónicos que alimentan a las vibrohachas son herméticos, estas herramientas resultan notablemente resistentes a los mohos y hongos devoradores de metal.

Y el metal en si..., bueno, eso ya es una interesante historia por sí misma. Parece ser una aleación inmune a los hongos. Es extremadamente dura y nunca pierde el filo. Ni se oxida, ni se empaña.

También parece ser superconductora.

Por eso no pudo cortarla mi hoja. La totalidad del escudo mantiene siempre la misma temperatura. Desvía al instante hasta la temperatura de un sable láser. Si mantuviera la hoja pegada a ellos el tiempo suficiente acabaría fundiéndolos, pero no cortándolos. No con una hoja de energía.

Dato archivado.

Cuando Kar acepta a alguien en su guardia akk, el hombre debe construirse su propia arma, de una forma no muy distinta a la tradición Jedi que nos hace construirnos nuestros propios sables láser.

Se me ocurre ahora que a Kar se le pudo ocurrir esa idea al oír las historias de entrenamiento Jedi que yo conté a mis perdidos amigos del ghôsh Windu, hace ya más de treinta y cinco años. Los korunnai tienen una tradición oral, y las historias se transmiten en las familias como si fueran valiosas posesiones.

No he compartido esta especulación con Depa.

Y Depa jura que no enseño a Kar y a sus guardias la habilidad Jedi de la intercepción; dice que Kar ya la conocía cuando se vieron por primera vez. Si lo que ella dice es cierto, él debió de aprenderla por su cuenta, y posiblemente sacaría la idea de esas mismas historias que yo, en mi imprudente juventud, conté inocentemente a mis inocentes amigos.

De este modo, y de una forma retorcida y extraña, puede que Kar Vastor sea culpa mía.

El origen de ese metal es un misterio, pero creo saber cuál es, aunque Kar no hable de ello con nadie.

Es blindaje de nave estelar.

Hace mil años, antes de la Guerra Sith, cuando los generadores de escudos eran tan grandes que sólo podían llevarlos las más grandes naves capital, las naves más pequeñas iban blindadas con una aleación superconductora semejante a un espejo, suficiente para resistir los cañones láser de baja intensidad de la época.

Creo que Kar, en algún momento de su tan pel'trokal de un año, debió de encontrar en algún lugar de la jungla de la Meseta Korunnal la antigua nave estelar Jedi cuyo naufragio atrapó en este planeta a sus ancestros y a los míos.

Fue a primera hora de esta tarde cuando supe cuál era la verdadera realidad de Kar Vastor. No sólo quién es, y por qué es...

Sino lo que significa.

En alguna parte de nuestra hilera de marcha, Kar había localizado una cueva que consideró adecuada para albergar un fuego a salvo de las fragatas o los satélites localizadores, y esa noche se dedicó a curar la infección de avispas de la fiebre que tenían Besh y Chalk, que habían permanecido en suspensión por thanatizina y atados a unas angarillas de herboso como si fueran bultos de carga. Les habían curado las heridas hechas por Terrel con grapas de tejido de un botiquín requisado, y, aunque no pudieran sanar, claro, los procesos curativos del cuerpo también estaban suspendidos por la thanatizina.

Depa estaba presente, al igual que yo y un grupo de personas selectas. Una pareja de guardias akk la habían llevado hasta allí, diván incluido, desde la howdah. Yacía tumbada, cruzándose los ojos con un esbelto brazo. Tenia otra de sus jaquecas y le hacía daño la luz de la fogata de tyruun, la madera local que arde al rojo blanco. Sospecho que habría preferido saltarse todo el asunto.

Aun así, se agitó e incorporó cuando Kar depositó bocabajo, en el musgoso suelo, las inmóviles formas de Besh y Chalk, y desgarró la parte posterior de sus túnicas. Aunque siguió protegiéndose los ojos, la luz del fuego les arrancaba destellos plateados y rojos. Miraba cautivada, manteniendo los pequeños dientes blancos clavados en el labio inferior y mordisqueándose la comisura de la boca cerca de la cicatriz.

Kar se limitó a agacharse junto a ambos, murmurando átonamente entre dientes, mientras un korun que yo no reconocí les inyectaba el antídoto de la thanatizina. El murmullo de Vastor se acrecentó y encontró un batir rítmico semejante al lento latir de un corazón humano. Extendió las manos, cerró los ojos y murmuró, y yo pude sentir un movimiento en la Fuerza, un giro de poder que no se parecía a nada que hubiera sentido en un curandero Jedi. Ni en nadie más, ya puestos.

Una línea roja se dibujó a lo largo de las dos espaldas, y, un momento después, ese rojo floreció con la reluciente humedad de la sangre fresca, que rezumaba a través de la piel... Y supongo que no es necesario entrar en detalles. Basta con decir que Kar había empleado la Fuerza —el pelekotan— de algún modo para persuadir a las larvas de la avispa de la fiebre de que habían elegido un lugar inapropiado para incubarse. Empleó el mismo instinto animal que las induce a desplazarse desde el lugar de la picadura hasta el sistema nervioso central de la víctima para inducidas a emigrar...

Fuera de Besh y de Chalk.

Y su poder era tan fuerte que la hormigueante masa de larvas —cuyo conjunto debía de pesar alrededor de un kilo— se desplazó en dirección a la fogata de tyruun, donde se frieron, reventando con una peste a pelo quemado.

En medio de ese extraordinario despliegue, Depa se acercó a mí y me susurró:

—¿No te preguntas nunca si no estaremos equivocados?

No entendí de qué me hablaba, y ella agitó su mano de finos huesos en dirección a Vastor.

—Semejante poder, semejante control, y sin un solo día de entrenamiento. Porque lo que él hace es natural, tan natural como la misma jungla. Los Jedi nos entrenamos toda la vida para controlar nuestras emociones naturales, para superar nuestros deseos naturales. Renunciamos a muchas cosas por nuestro poder. ¿Y qué Jedi podría haber hecho eso?

No pude responderle. Vastor tenía un poder que estaba al nivel del Maestro Yoda o del joven Anakin Skywalker. Y no sentía deseos de debatir con Depa sobre las tradiciones Jedi y la necesaria distinción entre la luz y la oscuridad.

Así que intenté cambiar de tema.

Le dije que Nick me había contado la verdad sobre la masacre falsa y su mensaje en el óvalo de cristal, y le recordé que ayer había sugerido que tenia algún plan para mí, algo que quería enseñarme o mostrarme. Mi que le pregunté.

Le pregunté lo que pensaba conseguir al hacerme venir.

Le pregunté cuáles eran sus condiciones de victoria.

Dijo que quería decirme algo. Eso era todo. Quería darme un mensaje que podría haber enviado por vía subespacial: una frase o dos, no más. Pero que yo tenía que estar en la guerra —ver la guerra, comerla, beberla, respirarla y olerla— o nunca lo habría creído.

—Los Jedi perderán —me dijo.

Allí, en la cueva, mientras las larvas de la avispa de la fiebre chasqueaban y chisporroteaban en las llamas de tyruun, contesté a eso con números: seguía habiendo diez veces más sistemas leales que separatistas, la República tenía una titánica base manufacturadora y enormes ventajas en recursos... Todo ello era el inicio de una lista de motivos por los que la República no podía perder.

—Oh, ya lo sé —fue su respuesta—. Puede que gane la República, pero los Jedi perderán.

Dije que no la comprendía, pero ahora creo que no era verdad. Creo que la verdad es lo que la Fuerza me dijo en el campamento con la imagen de Depa: Que ya había comprendido todo lo que había que comprender.

Sólo que no quería creerlo.

Dijo que yo mismo había presagiado la derrota de los Jedi.

—La razón por la que liberaste a los balawai es la razón por la que los Jedi serán destruidos.

La guerra es un horror, dijo. Sus palabras fueron:

—Un horror. Pero lo que no comprendes es que debe haber un horror. Así es como se ganan las guerras. Inflingiendo al enemigo un sufrimiento tan terrible que ya no soporte la idea de seguir luchando. No puedes tratar la guerra como si impusieras la ley, Mace. No puedes luchar para proteger al inocente, porque nadie es inocente.

Dijo algo similar a lo que había dicho Nick acerca de los exploradores selváticos: que no hay civiles.

—Los ciudadanos inocentes de la Confederación son los que hacen posible que sus líderes nos hagan la guerra. Construyen las naves, cultivan la comida, extraen los metales y purifican el agua. Y sólo ellos pueden parar la guerra; sólo su sufrimiento podrá acabar con la guerra.

—Pero no puedes esperar que los Jedi nos crucemos de brazos mientras se hiere y mata a gente inocente... —empecé a decir.

—Exacto. Por eso no podemos ganar; para ganar esta guerra tendremos que dejar de ser Jedi —hablaba de esto en futuro, pero sospecho que los Jedi ya habían muerto en su corazón y en su conciencia—. Será como soltar una bomba en el circo de Geonosis. Podemos salvar a la República, Mace. Podemos salvarla, pero tendremos que pagarlo con nuestros principios. En el fondo, ¿no existen los Jedi para eso? Lo sacrificamos todo por la República: nuestras familias, nuestros mundos natales, nuestra riqueza y hasta nuestras vidas. Y ahora la República nos pide que también sacrifiquemos nuestra conciencia. ¿Podemos negarnos a eso? ¿Acaso las tradiciones Jedi son más importantes que la vida de billones de seres?

Me explicó cómo se las habían arreglado Kar Vastor y ella para echar a los separatistas de este mundo.

La Confederación de Sistemas Independientes empleaba el espaciopuerto de Pelek Baw como base para reparaciones, acondicionamiento y avituallamiento de los cazas droides con que atacaban el sistema Al'Har. Esas operaciones requerían un gran número de empleados civiles. El plan era sencillo: mostrar a esos empleados civiles que el conjunto de los soldados separatistas y la milicia balawai era incapaz de protegerlos.

No hubo batalla alguna. Nada heroico ni llamativo. Sólo una serie interminable de salvajes asesinatos. Uno o dos cada vez. Al principio, los separatistas inundaron Pelek Baw con sus fuerzas, pero los androides de combate son tan vulnerables a los hongos comemetales como las armas láser, y los soldados de carne y hueso morían con la misma facilidad que los civiles. Ésa es la esencia de la guerra de guerrillas: el verdadero objetivo no son las bases del enemigo, ni su vida.

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