Esa fuerza impensable, solemne, infundía un aliento de vida en la desventurada carne de quién sabe qué aldea, la misma encontrada días antes, u otra, y ahora de nuevo. ¿Existirá algún trozo de mundo que haya escapado al cataclismo?
He seguido el cansancio de sus pasos, caminando a solo unas pocas decenas de metros a su derecha, durante un tiempo que no pasaba, eterno. De vez en cuando una mirada, un lamento implorante me dejaba transido de dolor. Cientos de hombres sometidos a un solo soldado: ni un gesto de desprecio, ni un ademán de reacción.
Agotados, todos, atónitos ante la ruina. Era a mí, fugitivo bajo la piel del asesino, a quien se dirigía la súplica de los Sinnada.
Luego, un rostro de mujer, rompiendo la inercia, ha venido a mi encuentro. Vivo, en su inmenso cansancio, dejando la columna sollozante, tras haber confiado a otros brazos los dos cachorrillos hambrientos que llevaba con ella.
—No tenemos ya nada, soldado. Nada más que las heridas de los lisiados y las lágrimas de nuestros niños. ¿Qué más puede pasarnos?
No he encontrado palabras para mitigar el remordimiento por la impotencia y la culpa de estar vivo, frente a aquellos ojos orgullosos, clavos hincados en la carne. Debía bajar del caballo, recoger a sus hijos, darle dinero y prestarle ayuda. Socorrer a mi gente, las tropas de los elegidos hundidas en el fango del que querían liberarse. Descabalgar y quedarse.
He golpeado con fuerza los ijares del caballo. Casi a ciegas.
Eltersdorf, Franconia, 10 de junio de 1525
Ganarse el pan es algo realmente fatigoso y triste. El hombre se inventa piadosas mentiras a propósito del trabajo. He aquí otra y no menos abominable idolatría, el perro que lame el palo que lo castiga: el trabajo.
Tronco y hacha desde la salida del sol. Corto leña en el patio que separa el huerto y el establo de la casa de Vogel.
Wolfgang Vogel: para todos pastor de Eltersdorf, seguidor de Lutero; para Hut una excelente ayuda en la difusión de libros, opúsculos, manifiestos; para los campesinos alzados «Leelabiblia», por su cantinela: «Ahora que Dios habla en vuestra lengua, tenéis que aprender a leer la Biblia por vuestra cuenta. No necesitáis a ningún doctor». «Pues, entonces, tampoco te necesitamos a ti», era la respuesta más frecuente, que, de todas formas, jamás lo desalentaba.
Bien, bien con Leelabiblia: un recibimiento caluroso, palmadita en la espalda, se informa sobre quién está vivo y quién muerto, y de repente me veo con un hacha en la mano delante de una pila de leña. Aquí estoy yo desde hace solo dos días y tengo que ganarme la hospitalidad.
Hut no estaba en Bibra, la imprenta cerrada. Me han dicho que se había pasado por allí hacía una semana, pero que había vuelto a marcharse enseguida hacia el sur de Franconia, con el propósito de bautizar al máximo posible de gente. Como un caminante que llega a una venta en llamas y pregunta qué hay para cenar. Al enterarme de que Vogel estaba nuevamente en Eltersdorf, el tiempo justo para cambiar de caballo, reunir unas pocas provisiones y he partido de nuevo.
Eltersdorf. Tengo una habitación, un plato de sopa y un nueVonombre: Gustav Metzger. Sigo con vida y no sé cómo. Ni hablar por el momento de ponerse de nuevo en camino.
Eltersdorf, verano de 1525
Largas jornadas, insoportables. Limpiar el establo, cortar leña, llenar el comedero de los cerdos, en espera de que para la cerda. Recoger la fruta del huertecillo, remendar los arreos siempre a punto de que se les desprenda el cuero. Tareas repetitivas, puro forzar los miembros, desarrolladas cada día para tener derecho a una escudil a digna de un perro de patio.
Las noticias que llegan entretanto del exterior hablan de matanzas por doquier: la represalia de los príncipes se ha revelado a la altura del desafío que lanzamos. Las cabezas de los campesinos permanecen agachadas sobre el arado: ya no son los que empuñaron las hoces como si fueran espadas.
En todo el país no hay casi nadie con el que consiga intercambiar dos palabras. Voy hasta el molino para moler el grano de Vogel y encuentro a alguien por el camino, unas pocas frases sobre el pastor Wolfgang, el único de la aldea que tiene trigo para el molinero.
Una de las pocas cosas agradables de la jornada son las charlas con Hermann, un labriego corto de entendederas que vive detrás del huerto de Vogel. A decir verdad habla casi solo él, mientras lanza hachazos a los leños, porque cada uno, dice, tiene las manos que se merece, y él ha nacido ya con callos, y los doctores como yo es mejor que toquen solo los libros. Sonríe, con su boca medio desdentada, y jura que esta guerra la han ganado los pobretones como él. Cuenta que, cuando tomaron el castillo del conde, se hicieron servir durante diez días por él y sus hombres, mientras que por la noche se beneficiaba a la señora y a las hijas. Esa fue su gran victoria. Que nadie piense en derribar a los poderosos por mucho tiempo, pues entre otras cosas, si gobernasen los campesinos y tuvieran que trabajar la tierra los señores, no tardarían en morirse todos de hambre, ya que cada uno tiene las manos que se merece… Y sin embargo, para un señor, tener que limpiarle los pies a un siervo y volver a meterla donde la ha metido un pobre patán, esa sí que es la más jodida de las derrotas. Y para los que son como Hermann, el más sublime de los placeres. Se ríe como un descosido, espurriando en torno, y para darle más gusto aún, le digo que, tal vez, el próximo conde sea precisamente hijo suyo y que esa sí que es una buena manera de cargarse a los poderosos: contaminar su descendencia.
En cambio, con Vogel hay poco de que hablar. Es un buen hombre, pero no de mi agrado: afirma que el hado y la suprema voluntad divina han querido que las cosas fueran así, que se produjera la horrible matanza de seres indefensos que se ha producido, que la insondable, suprema potencia nos exhorta a comprender a través de sus señales, incluso aquellas trágicas y funestas, que no basta la voluntad de los hombres, ni siquiera la de los justos y merecedores del reino, para hacer realidad su promesa en la tierra. Que se joda, Vogel y todas sus promesas.
Ahora me vuelvo cuando me llaman Gustav, me he acostumbrado a un nombre que no es más mío que cualquier otro.
Por la noche, la luz de las velas apenas si es suficiente para leer alguna página de la Biblia. Mi aposento: paredes de madera, un catre, un escabel y una mesa. Encima de la mesa, la alforja del Magister, un amasijo informe de barro pegoteado. Nadie la ha movido de allí.
No hay nada más, nada más que esa alforja traída hasta aquí desde Frankenhausen, para recordarme las promesas incumplidas y el pasado. Nada que valga el riesgo de ser conservado. Hubiera tenido que quemarla de inmediato, pero cada vez, acercarse para cogerla era como reencontrarse en lo alto de aquella escalera y sentir el peso que tiraba hacia abajo, mientras abandonaba al Magister a su suerte.
La abro por primera vez. Casi se deshace entre las manos. Las cartas siguen todas en ella, pero la humedad las ha comido y podrido. Las hojas se mantienen juntas a duras penas.
A nuestro magnífico maestro micer Thomas Müntzer de Quedliburck, el saludo de los campesinos de la Selva Negra y de Hans Müller von Bulgenbach, que se rebelaron al unísono y mediante la fuerza contra el infame señor Sigmund von Lupfen, culpable de haber hecho pasar hambre y vejado a sus siervos así como a sus familias invierno tras invierno, reduciéndolos a la desesperación.
Maestro nuestro:
Escribo para informaros de que transcurrida una semana desde que nuestros doce artículos fueron presentados al Consejo de la ciudad de Villingen, el cual ha respondido con prontitud aceptando tan solo algunas de las dichas peticiones en ellos contenidas. Una parte de los campesinos ha considerado, por tanto, que no podía obtener más, optando por regresar a sus hogares. Mas otra parte no exigua de ellos ha decidido, en cambio, proseguir la protesta. Yo mismo estoy tratando de reunirme con los campesinos de los territorios vecinos a fin de encontrar refuerzos en esta justa lucha y os escribo con la urgencia de quien tiene ya un pie en el estribo, convencido de que no vive otro hombre en toda Alemania más dispuesto que Vos a comprender mi concisión y confiando de corazón en que esta misiva pueda llegar a vuestras manos.
Que Dios os acompañe siempre,
el amigo de los campesinos,
Hans Müller von Bulgenbach
De Villingen, el día 25 de noviembre del año de 1524
Müller, muerto probablemente. Me habría gustado conocerlo entonces. Y ni siquiera ha pasado un año. Un año que ahora parece del otro lado del mundo, lo mismo que sus palabras. El año en que todo fue posible, si es que alguna vez lo ha sido realmente.
Pesco de nuevo en la alforja. Una hoja amarillenta hecha jirones.
Al Maestro de los campesinos, el señor Thomas Müntzer, defensor de la fe contra los impíos, en la iglesia de Nuestra Señora de Mühlhausen.
Maestro nuestro:
El día de la Santa Pascua, aprovechando la ausencia del conde Ludwig, los campesinos tomaron al asalto el castil o de Helfenstein, y tras haberlo saqueado y haber capturado a la condesa y a sus hijos se dirigieron hacia las mural as de la ciudad, donde el conde y sus nobles se habían refugiado. Gracias al apoyo de los ciudadanos irrumpieron en el interior y los capturaron. Acto seguido, condujeron al conde y a otros trece nobles a campo abierto y los obligaron a ponerse bajo el yugo. A pesar de que el conde ofreció mucho dinero a cambio de su vida, diéronle muerte al mismo tiempo que a sus caballeros, desnudáronlo y dejáronlo en medio del bosque atado de hombros al yugo. Al volver al castillo, le prendieron fuego.
La noticia de estos acontecimientos no tardó en llegar a los condados vecinos, sembrando el pánico entre los nobles que saben ahora que pueden correr la misma suerte que el conde Ludwig.
Estoy convencido de que estos acontecimientos serán una ayuda de primera importancia para el reconocimiento de los doce artículos en todas las ciudades.
En este día de Pascua, Cristo resucita de entre los muertos a fin de reavivar el espíritu de los humildes y reanimar el corazón de los oprimidos (Is. 57, 15).
Que la gracia de Dios no os abandone,
el capitán de las filas campesinas del Neckar y del Odenwald
Jäcklein Rohrbach
De Weinsberg, el día 18 de abril del año de 1525
Estrujo la hoja enmohecida. Conozco esta carta, pues Magister Thomas la leyó en voz alta para recordar a todos que el momento de la liberación estaba próximo. Su voz: el fuego que ha incendiado Alemania.
Wittenberg, Sajonia, Abril de 1519
Una ciudad de mierda, Wittenberg. Miserable, pobre, fangosa. Un clima insalubre y duro, sin viñedos ni vergeles, una cervecería humeante y gélida. ¿Qué hay en Wittenberg aparte del castillo, de la iglesia y de la universidad? Sucios callejones, calles llenas de lodo, una población bárbara de comerciantes de cerveza y de ropavejeros.
Me siento en el patio de la universidad con estos pensamientos que acuden en tropel a mi cabeza, mientras me como un
bretzel
recién salido del horno. Le doy vueltas entre las manos para que se enfríe mientras observo la acampada estudiantil que marca la pauta a estas horas de la jornada. Hogazas y sopas de pan, los colegas aprovechan el tibio sol y comen al aire libre en espera de la próxima clase. Acentos diversos, muchos de nosotros venimos de los principados vecinos, pero también de Holanda, de Dinamarca, de Suecia: vástagos de medio mundo acuden aquí para poder escuchar de viva voz al Maestro. Martín Lutero, su fama ha corrido en alas del viento, mejor dicho, de las prensas de los impresores que han hecho famoso este lugar, hasta hace un par de años olvidado de la mano de Dios y de los hombres. Los acontecimientos… los acontecimientos se precipitan. Nadie había oído mencionar jamás a Wittenberg y ahora llegan cada vez en mayor número, cada vez más jóvenes, porque todo aquel que quiera tomar parte en la empresa debe estar aquí, en el cenagal más importante de toda la Cristiandad. Y quizá haya en el o su parte de verdad: aquí se está cociendo un pan duro de roer para los dientes del Papa. Una nueva generación de doctores y teólogos que liberarán al mundo de las corruptas garras de Roma.
He aquí que avanza, pocos años más que yo, la barba en punta, flaco y demacrado como solo los profetas pueden ser: Melanchthon, el pilar de la sabiduría clásica que el príncipe Federico ha querido poner al lado de Lutero para prestigiar la universidad. Sus lecciones son brillantes, alterna citas de Aristóteles con pasajes de las Escrituras que puede leer en hebreo, como si bebiera de un inagotable pozo de conocimientos. A su lado el rector, Karlstadt, el Íntegro, austero en el vestir, algunos años bien llevados de más.
Detrás, Amsdorf y el fiel Franz Günther, cual cachorros atados a una traílla invisible.
Asienten y basta.
Karlstadt y Melanchthon charlan mientras pasean. En los últimos tiempos esto sucede a menudo. Uno coge al vuelo alguna que otra frase, fragmentos en latín a veces, pero el asunto sigue resultando oscuro. A lo largo de las paredes de la universidad la curiosidad crece como una planta trepadora: los jóvenes intelectos ansían nuevas cuestiones en las que poner a prueba sus colmillos de leche.
Se sientan en un escalón justo enfrente de mí, al otro lado del patio. Con fingida indiferencia se forman alrededor corrillos de estudiantes. La voz de efebo de Melanchthon llega hasta mí. No menos cautivadora en el aula que estridente aquí fuera de ella.
—…y deberías convencerte de él o de una vez por todas, mi querido Karlstadt, pues no hay palabras más meridianas que las del apóstol: «Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino bajo Dios; y las que hay, por Dios han sido establecidas, de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios». Esto es lo que escribe san Pablo en la Epístola a los Romanos.
Decido levantarme y unirme a otros espectadores, precisamente mientras Karlstadt lo rebate.
—¡Es ridículo pensar que ese cristiano para el que, en palabras del propio san Pablo, «la ley está muerta», la ley moral impartida por Dios a los hombres debe obedecer ciegamente a las leyes a menudo injustas de los hombres! Cristo dice: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Los judíos usaban la moneda de César no sin reconocer al mismo tiempo todas esas obligaciones civiles que no son lesivas para las religiosas. De este modo, Cristo con sus palabras distingue el ámbito político del religioso y acepta la función de la autoridad civil, pero solo a condición de que no se superponga a Dios, que no se mezcle con Él. De hecho, cuando sustituye a Dios, no fomenta ya el bien común, sino que vuelve esclavo al hombre. Recuerda el Evangelio de Lucas: «Adorarás al Señor tu Dios, y solo a él servirás…».