De Worms, a día 14 de mayo de 1521,
el fiel observador de Vuestra Señoría Ilustrísima,
Q.
Carta enviada a Roma desde la ciudad sajona de Wittenberg, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 27 de octubre de 1521.
Al ilustrísimo y reverendísimo amo y señor, el muy honorable Giovanni Pietro Carafa, en Roma.
Ilustrísimo y reverendísimo amo y señor mío muy honorable:
Escribo a Vuestra Señoría para informarlo de que no existe ya ninguna duda acerca de la responsabilidad del príncipe Federico en el secuestro de Lutero. Aquí, en Wittenberg, los rumores se refieren a una prisión voluntaria del monje en uno de los castillos del Elector, al norte de Turingia. Por si los rumores que día tras día se van sumando para confirmar esta verdad no fueran suficientes, bastaría para ahuyentar cualquier posible fingimiento con leer en el semblante sereno del doctísimo y afeminado Melanchthon, o bien en el plácido transcurrir diario, sin la menor angustia, de las actividades docentes y la formación de los discípulos, o más aún en el frenesí del rector Karlstadt. Así pues, Lutero no fue raptado, sino más bien puesto a salvo por su protector.
Pero voy a responder inmediatamente a la cuestión que Vuestra Señoría planteaba en su última misiva. No es menos cierto también que ahora la atención y las fuerzas del Emperador están dirigidas a la guerra contra Francia y para el partido de los seguidores de Lutero este podría ser el momento propicio para darse a conocer. Yo no creo, sin embargo, que ello se produzca a corto plazo. Si estos ojos sirven para algo, puedo afirmar que el príncipe Federico y sus aliados tratan de ganar tiempo. Él no tiene ningún interés en fomentar la rebelión contra el Papa, porque sabe que podría perder el control de la misma y ser derrotado. El Emperador, en efecto, acudiría en defensa de la Catolicidad, y es demasiado fuerte aún para ser desafiado en campo abierto.
Pero existe otra razón para la prudencia del Elector de Sajonia. La pequeña nobleza sin tierra se ha reunido en torno a dos nobles venidos a menos, simpatizantes de Lutero, un tal Hutten y otro de nombre Sickingen, quienes en los próximos años podrían intentar una insurrección. Por tanto, creo que los príncipes, con Federico a la cabeza de todos ellos, no querrán dejar abierto ningún resquicio a estos tumultuosos subalternos y que estarán unidos a la hora de abatirlos, a fin de mantener ellos solos el control de cualquier reforma.
Pero otra razón empuja al Elector a tomarse su tiempo. Aquello sobre lo cual no he hablado a V.S. es el humor popular que se capta en el ambiente de unos meses a esta parte. Muy en especial son los acontecimientos de Wittenberg, en ausencia de Lutero, los que más apremian al Elector. El rector de la universidad, Andreas Karlstadt, encabeza en efecto una reforma que encuentra un amplio seguimiento entre la población. Él fue quien abolió el voto monástico y el celibato para los hombres de iglesia. La confesión auricular, el canon de la misa y las imágenes sagradas han sufrido igual suerte. Ha desencadenado la ferocidad popular contra las imágenes de los santos, y se han producido episodios de violencia que han llevado al deterioro de iglesias y capillas. Él mismo se ha apresurado a contraer matrimonio con una joven de apenas quince años. Viste de arpillera y predica en alemán por las calles, hablando de humildad y de la abolición de todos los privilegios eclesiásticos. No tiene el menor rebozo en sostener que las Escrituras deben ser dejadas al pueblo, libre de hacerlas suyas y de interpretarlas como mejor le parezca. Ni tan siquiera Lutero habríase atrevido a tanto. Respecto a la administración cívica, además, Karlstadt ha instaurado un Consejo municipal electivo que gobierna la ciudad en régimen de paridad con el Príncipe, cosa que espanta no poco a Federico. Lo que en realidad él pensaba que se volvería en favor suyo corre el riesgo de volverse en su contra: la reforma de la Iglesia y la independencia de Roma podrían trocarse en reforma de la autoridad e independencia de los Príncipes.
Por todo lo cual creo que el Elector no tardará en hacer salir a Lutero del escondrijo en el que lo tiene metido, a fin de que ahuyente al tal Karlstadt. Puedo asegurar además a Vuestra Señoría que si Lutero tuviera que volver a Wittenberg, Karlstadt se vería obligado a irse de allí. Pues, efectivamente, no está en condiciones de sostener el enfrentamiento con el profeta de la reforma alemana; al fin y al cabo sigue siendo un pequeño rector de universidad, mientras que Lutero, tras lo acontecido en Worms, es para todos los alemanes el Hércules germánico. Pues bien, mi señor, tengo el convencimiento de que este Hércules dejará caer su clava sobre Karlstadt y sobre todo el que amenace con hacer sombra a su fama, con solo que el Elector se lo permita. Por su parte, Federico sabe perfectamente que solo Lutero está en condiciones de encabezar la reforma en la dirección que más útil le sea; se necesitan el uno al otro como el piloto y el remero para gobernar una nave. Estoy seguro de que Lutero no tardará mucho en volver a Wittenberg, y limpiará el campo de cuantos traten de usurpar su sitial.
Así pues, por todas estas razones el príncipe Federico y sus aliados no se han enfrentado aún abiertamente a la Iglesia y al Emperador.
Ahora bien, si alguna vez le fuese concedido a un siervo el dar consejos a su propio señor, estoy seguro de que le hablaría del siguiente modo: «Para golpear a un tiempo al Elector y a todos los príncipes cuya intención no es otra que rebelarse contra la autoridad de la Iglesia romana, es menester golpear precisamente al Hércules germánico en quien aquellos se escudan. El pueblo, los villanos y los campesinos, están descontentos y alborotados, quisieran reformas mucho más atrevidas que las que el príncipe Federico y acaso el propio Lutero están dispuestos a conceder. Verdad es que el portal que Lutero ha abierto, ahora se querría que estuviera bien cerrado. Ahora bien, el tal Karlstadt no vale gran cosa, no durará mucho. Mas el hecho de que tantas personas aquí en Wittenberg lo hayan seguido es una clara señal del sentimiento que anima al pueblo. Por tanto, si de las olas de este proceloso océano alemán emergiese otro Lutero, más demonio que el mismo demoníaco fraile, alguien que hiciera sombra a su fama e hiciera de portavoz de las demandas del vulgo… alguien que sometiera a hierro y fuego a Alemania con sus palabras obligando a Federico y a todos los príncipes a la guerra, obligándolos a solicitar el apoyo del Emperador y de Roma para apaciguar la rebelión… Alguien, mi señor, que empuñara el martillo y golpeara a Alemania con tal fuerza como para hacerla temblar desde los Alpes hasta el mar del Norte… Si un hombre de tal género existiera en alguna parte, debería tenérsele en más aprecio que al mismo oro, puesto que sería el arma más poderosa contra Federico de Sajonia y Martín Lutero».
Si Dios, en Su infinita providencia nos enviase un profeta como este, no sería sino para recordarnos que Sus caminos son infinitos, como infinita es Su gloria, para la cual estos humildes ojos se emplean y continuarán sirviendo siempre a Vuestra Señoría, a cuya bondad me encomiendo al tiempo que le beso las manos.
De Wittenberg, a 27 de octubre de 1521,
el fiel observador de Vuestra Señoría,
Q.
Wittenberg, enero de 1522
La puerta se sostiene apenas en sus goznes. La empujo y me deslizo dentro. Más oscuro que fuera y el mismo frío de perros. De las vidrieras no quedan más que trizas, las estatuas están mutiladas en varios sitios. La rabia iconoclasta no ha perdonado a la iglesia. No comprendo por qué Cillerero me dio cita aquí, limitándose a decirme que tenía que hablar conmigo. Desde hace un tiempo está muy agitado. Desde hace un cierto tiempo todos estamos agitados, aquí en Wittenberg. Andan merodeando predicadores, vienen de Zwickau y se hacen llamar profetas. A uno lo conocemos: Stübner, que estudiaba aquí hace unos años. Sus sermones levantan ampollas, granjeándole las simpatías de muchos. Ideas nuevas y extremistas: una mezcolanza a la que Cillerero es incapaz de resistirse. El crujir del viejo banco en el que me siento se suma al de la puerta a mis espaldas. Cillerero, con andar jadeante entre las columnas de la nave. Se acerca a mí sacudiéndose el barro del calzado.
Una ojeada alrededor: estamos solos.
—Están sucediendo grandes cosas. La disputa con Melanchthon fue todo un espectáculo. Han descendido a cosas más profundas: como que bautizar a un niño es igual que lavar a un perro, por mencionar una sola. ¡Imagínate a Melanchthon! ¡Se puso de todos los colores! Aunque consiguió rebatirlo, seguro que no se esperaba un ataque así. Ahora esperan a que regrese Lutero para enfrentarse también a él…
—Uf, pues no van a tener que esperar… Lutero no dará señales de vida por un tiempo, ya que está bien escondido. El Elector lo tiene con el culo bien calentito en alguno de sus castillos. Toda la historia de Worms y del rapto me parece a mí una comedia del señor Spalatino. Lutero, el Hércules germánico… un mastín bien atado por el Elector.
Gruñe entre dientes y sonríe:
—No se tomarán la molestia de alargarle la traílla, ya verás. Cuando basta para llegar hasta aquí con ladrarle al bueno de Karlstadt y volver a ponerlo en su sitio.
—Ya puedes jurarlo. Karlstadt ha tirado incluso demasiado de la cuerda.
Asiente:
—Pero ahora no está ya solo. Están todos esos profetas. Además Stübner me ha hablado de ese tal Müntzer, ¿te acuerdas de él? Estuve en su casa en Zwickau y en Bohemia. Parece que ha encendido al pueblo y provocado tumultos solo con la fuerza de sus palabras. Ni que decir tiene que el terreno ganado por Karlstadt se ha perdido.
—Sobre el matrimonio de los curas, la predicación en alemán y ese tipo de cosas no se vuelve ya atrás, pero el ordenamiento municipal de la ciudad seguro que no pasa. Karlstadt no es el tipo que guste de los enfrentamientos. Ya verás como antes de encararse con Lutero hace el hatillo. Uno como Müntzer haría falta. Cuando estaba aquí era más Lutero que el propio Lutero y ahora que Lutero está acabado podría ser la esperanza. Habría que dar con su paradero.
—Preguntémosle a Stübner. Seguro que él sabe alguna cosa más.
La nieve y el barro llegan por encima del tobillo. El frío penetra hasta los mismos huesos. Cillerero dice que Stübner es cliente asiduo del cervecero Klaus Schacht: el santuario ideal para un Isaías alemán. El incienso es un vapor denso que sabe a cocina y a cerveza, los salmos son los cantos languidecientes y los juramentos de los parroquianos.
En torno a una mesa, una docena de personas, tres o cuatro estudiantes en un grupo de artesanos desastrados. El centro de la atención de todos: un tipo gordo de barba pelirroja y pelo espeso. Habla por los codos, abofeteando el aire con la mano.
—No ayunéis más como habéis hecho hoy, para hacer oír bien alto vuestra protesta. ¿Acaso es este el ayuno que quiere el Señor, el día en que el hombre se mortifica? Humillar como un junco la cabeza, usar arpillera y cenizas como yacija, ¿acaso llamaríais ayuno a esto y día grato al Señor? El ayuno que Dios quiere es otro: romper las cadenas inicuas, romper las ataduras del yugo y dejar libres a los oprimidos. Este es el verdadero ayuno: compartir el pan con el hambriento, acoger en vuestra casa al miserable, al desamparado, vestir al desnudo, sin apartar los ojos del pueblo. Decídselo a ese siervo de Melanchthon…
Está visiblemente ebrio. Una prédica dirigida a todos y a nadie, pero aplaudida por los parroquianos, probablemente más borrachos que el mismo profeta. Cuando el orador vuelve a sentarse el parloteo se reanuda más tranquilamente.
Me acerco. La mesa está toda grabada. La imagen más nítida: el Papa enculando a un niño. Me presento como un amigo de Cillerero. Sin mirarme a la cara, pide otra cerveza.
—Cillerero me ha dicho que puedes darme noticias acerca de lo sucedido en Zwickau…
Coge la jarra, da dos tragos que le manchan los bigotes de espuma.
—¿Por qué te interesa?
—Porque estoy cansado de Wittenberg.
Sus ojos me miran con fijeza por primera vez, inesperadamente relucientes: no estoy bromeando.
—El hermano Storch se alzó junto con los tejedores contra el Consejo de la ciudad. Atacamos a una congregación de franciscanos, la emprendimos a pedradas con un católico insolente e hicimos desalojar a un predicador…
Lo interrumpo:
—Háblame de Müntzer.
Asiente.
—¡Ah, Müntzer, di bajito ese nombre porque Melanchthon podría cagarse en él! —Ríe—. Sus sermones encienden los ánimos de todos. El eco de sus palabras ha llegado hasta Bohemia, y ha sido llamado por el Consejo de la ciudad de Praga para que vaya a predicar allí contra los falsos profetas.
—¿Contra quién despotrica?
Apunta con el pulgar a sus espaldas, allí fuera.
—Contra todos los que niegan que el espíritu de Dios puede hablar directamente a los hombres, a la gente como yo y como tú o como estos artesanos. Contra todos aquellos que usurpan la palabra de Dios con sus discursos faltos de fe. Contra todos aquellos que profesan querer llevar al pueblo el alimento del alma, dejándolos con la tripa vacía. Contra las lenguas a sueldo de los príncipes.
Alivio, un peso que me quito de encima. Las cosas que siempre he pensado se tornan claras.
Te abrazaría, profeta.
—Y de Wittenberg, ¿qué piensa Müntzer?
—Que no se hace más que hablar. La verdad es que Lutero está ahora en manos del Elector. El pueblo está en pie, pero ¿dónde está su pastor? ¿Cebándose en algún lujoso castillo? Créeme si te digo que todo aquello por lo que se ha luchado se halla en peligro. Hemos venido para plantar cara públicamente a Lutero y desenmascararlo, siempre que tenga el coraje de salir de su escondrijo. Mientras tanto hemos desafiado a Melanchthon. Para Müntzer, en cambio, son ya dos simples cadáveres. Sus palabras son únicamente para los campesinos, que tienen sed de vida.
Abandonar a los muertos: alcanzar la vida. Salir de este cenagal.
—¿Dónde está Müntzer ahora?
—De aquí para allá por Turingia, con el propósito de predicar. —Le basta con mi mirada para comprender—. No es difícil dar con su paradero. Su paso deja huella.
Me levanto y pago sus cervezas.
—Gracias. Tus palabras han sido muy valiosas.
Antes de salir, directa a los ojos, poco menos que una consigna: