—Encuéntralo, muchacho… Encuentra al Acuñador.
Wittenberg, marzo de 1522
Camino deprisa, casi resbalo en el barro, me precede el aliento cortando el frío intenso de la mañana. En el patio de la universidad Cillerero está hablando con algunos amigos. Lo abordo y me lo llevo a un rincón, dejando mudos a los demás.
—Karlstadt está acabado.
No menos sombrío que yo:
—Te lo dije. Le han alargado la traílla a Lutero. El bueno del rector será expulsado.
—Por supuesto. Demasiado bueno. Tiene los días contados. —El tiempo justo de leer la determinación en mi mirada, luego digo—: Lo he decidido, Cillerero. Dejo Wittenberg. Aquí no hay nada por lo que valga la pena quedarse.
Un segundo de pánico en su rostro.
—¿Estás seguro de que es lo que hay que hacer?
—No, pero estoy convencido de que lo más adecuado es no seguir aquí… ¿Has oído lo que sostiene ese infame de Lutero desde que volvió?
Asiente bajando la vista, pero yo continúo:
—Dice que es deber de todo cristiano obedecer ciegamente a la autoridad, sin levantar nunca la cresta… Que nadie puede osar decir que no… ¡Él ha desobedecido al Papa, Cillerero, al Papa, a la Iglesia romana! ¡Pero ahora el Papa es él y nadie debe rechistar!
Está cada vez más sombrío y vejado por efecto de mis palabras.
—Tendría que haberme ido precisamente hace dos meses con Stübner y los demás. He esperado demasiado incluso… Pero quería oírle hablar a Lutero, quería oír lo que he oído de su propia boca. Hazme caso, la única esperanza está fuera de aquí. —Una mano recorre señalando toda la campiña que se extiende más allá de las murallas—. Aquel que viene de lo alto está por encima de todos; pero quien viene de la tierra, a la tierra pertenece y a la tierra habla… ¿Recuerdas?
—Sí, las palabras de Müntzer…
—Lo encontraré, Cillerero. Dicen que está por la región de Halle.
Me sonríe callado, tiene los ojos relucientes. Ambos sabemos que queremos partir juntos… Y sabemos también que Martin Borrhaus, llamado Cillerero, no es persona de lanzarse a una empresa de este tipo.
Me estrecha fuertemente la mano, casi un abrazo.
—Buena suerte, entonces, amigo. Y que Dios sea contigo.
—Hasta la vista. En algún lugar y en unos tiempos mejores.
Halle, Turingia, 30 de abril de 1522
El hombre que me lleva a casa del Acuñador es alto como una montaña: una negra nube de melena y barba que ciñe la testa de un toro, manos enormes de minero. Su nombre es Elias, y ha seguido a Müntzer desde Zwickau, sin dejarlo ni un instante, como una gran sombra protectora. Una mirada como queriendo sopesar lo que tiene delante: unos pocos kilos de carne cruda, para un picapedrero del Erz. Un bachiller con la cabeza llena de conjeturas en latín, que solicita poder hablar con Magister Thomas, como él lo llama.
—¿Para qué quieres ver al Magister? —me ha preguntado enseguida.
Le he hablado de cómo la voz de Müntzer dejó de piedra a Melanchthon y del encuentro con el profeta Stübner.
—¡Si el hermano Stübner es un profeta yo soy el arzobispo de Maguncia! —exclama con una carcajada—. ¡La voz del Magister, esa sí que asusta!
Es una casa de artesanos. Tres golpes a la puerta y esta se abre. Una joven con un niño al pecho, la mole de Elias me indica el camino hasta la última habitación. En un ángulo, un hombre está rasurándose de espaldas a nosotros, entona una canción popular que he oído ya en un mesón.
—Magister, aquí hay uno que ha venido de Wittenberg para hablar contigo.
Navaja en mano, se vuelve:
—Bien. ¡Alguien me explicará qué pasa en esa cloaca!
Una cabeza redonda, nariz gruesa, ojos centelleantes que turban un rostro bonachón.
Sin vacilar:
—Ahora ya no puede pasar nada. Karlstadt ha sido desterrado.
Asiente para sí, una confirmación:
—¿Con quién se creía que se las tenía que ver? Detrás de fray Martín está Federico. —Blande la navaja con rabia—: El bueno de Karlstadt… ¡Se creía que iba a hacer las reformas en casa del mismo Elector! ¡Y con el permiso de fray Mentira en persona! En una casa de fieras de burgueses y de doctorcillos que piensan en la suerte de los humanos como si fuera fruto de sus tinteros… No serán las plumas las que escriban las reformas que esperamos.
Por primera vez parece dirigirse a mí:
—¿También a ti te han desterrado Lutero y Melanchthon?
—No. Yo me he largado.
—¿Y por qué has venido aquí?
El gigante Elias me acerca un escabel, me siento y comienzo la parábola del Buenkarlstadt, la farsa del rapto de Lutero, la llegada de los profetas de Zwickau.
Escuchan con atención y comprenden mi frustración, la desilusión por la reforma de Lutero, el odio por obispos y príncipes incubado durante años. Las palabras son las precisas y llegan a los labios con facilidad. Asienten graves. Müntzer devuelve la navaja de afeitar a la repisa y empieza a vestirse. El gigante no me mira ya con mal disimulada burla.
Luego, el maestro de los humildes coge la capa y se planta en la puerta.
—¡Un día lleno de cosas que hacer! —Sonríe—. Continuarás tu relato por el camino.
Mientras hablo sé que ya no nos separaremos.
Eltersdorf, otoño de 1525
Los músculos doloridos por el trabajo. El frío, cada día más intenso, vuelve a helar los dedos, todavía sobre el papel amarillento y manoseado: una caligrafía elegante, que se lee sin esfuerzo, a pesar de la débil luz de la vela y las manchas del tiempo.
A micer Thomas Müntzer de Quedlinburg, doctor eminentísimo, pastor de la ciudad de Allstedt.
Ante todo, que la bendición de Dios sea con aquel que lleva la palabra del Señor a los humildes y empuña la espada de Gedeón contra la impiedad que nos rodea. Luego el saludo de un hermano que ha podido escuchar de viva voz la oración del Maestro, sin poder abandonar la prisión de códices y pergaminos en la que el destino ha querido encerrarlo.
El hombre que ha recorrido el laberinto de estos pasillos en busca del sentido último de la Escritura sabe cuán sombrío y triste puede ser ello, cuando dicho sentido se nos escapa. Y he aquí que los días mueren uno tras otro, juntamente con el conocimiento, reservado a unos pocos, juntamente con la claridad de la Palabra, oscurecida por los mil Spalatinos que hacen de estos caminos tortuosos su baluarte y de estos libros murallas del privilegio de los príncipes. Si por mor de algún encantamiento fueran intercambiadas nuestras vidas y yo me encontrara en Allstedt con los campesinos y los mineros y Vos con el oído pegado a estas puertas que dejan filtrarse las muchas intrigas urdidas por caridad y amor de Dios, entonces estoy convencido de que no tardaríais en escribir para incitarme a empuñar el látigo contra estos mercaderes de la fe. Por tanto, no dudo que comprenderéis el motivo que me lleva a tomar la pluma.
Las palabras del apóstol encuentran confirmación: «Porque el misterio de la iniquidad está ya en acción; solo falta que el que lo retiene sea apartado del medio» (2 Ts 2,7). La sacrílega alianza entre los impíos gobernantes y los falsos profetas prepara sus tropas, el sucederse de grandes acontecimientos espolea a los elegidos a mantenerse firmes en la fe y a prepararse para defenderla con todos los medios a su alcance.
El hombre inicuo, el apóstata, se sienta en el templo de Dios y desde él propaga la falsa doctrina. Así, uno de aquellos Médicis de Florencia, Julio, ocupa el trono de Roma, como Clemente. No dejará de seguir el ejemplo de Cristo en Su nombre, como y más que quien lo ha precedido.
Roma se mira el ombligo, y no ve más allá, sorda a los clarines que a su alrededor anuncian su asedio. Hundida en el pecado que ofusca los sentidos, será incapaz de oponerse a quien sepa dar nuevo impulso y luz del Espíritu a la vida de la reforma de la Iglesia.
Y precisamente este es el gran tormento, micer Thomas: ¿quién cargará sobre sí con el peso de la espada para dar muerte a los impíos?
Fray Martín ha mostrado su verdadero rostro de soldado de los príncipes, miserable tarea largamente disimulada. No será, pues, Lutero quien lleve el Evangelio al hombre común, ni tampoco aquel que ha expulsado a Karlstadt y recibe a diario el homenaje de los grandes de este mundo. El fin de los reyes alemanes es claro y manifiesto. No es la fe la que llena sus corazones y guía sus acciones, sino el ansia de lucro. Se arrogan la gloria y la adoración del Altísimo, transformando así a los súbditos en miserables idólatras.
Solo las palabras que tuve el privilegio de oír de vuestra boca han vuelto a infundir la esperanza en este corazón, juntamente con las noticias que llegan de Allstedt. La nueva liturgia que por mérito vuestro y de los vuestros doctísimos escritos es ahora inaugurada no es sino el comienzo del despertar. La palabra de Dios puede llegar finalmente a sus elegidos y recobrar su entero esplendor. ¿Qué mejor señal de ello que el hecho de que Vos seáis el intérprete de Su voluntad? ¿Cuál mejor que el seguimiento espontáneo que obtenéis? ¿O que los humildes que levantan la cabeza y persiguen la liberación prometida por el Señor?
Sí, por lo que os atañe os digo que os mostréis firme y no perdáis en ningún momento los ánimos; en cuanto a mi persona, desde esta avanzadilla mía, en los tiempos venideros procuraré transmitiros cualquier noticia que pueda producirse en bien de la mayor gloria de Dios.
Convencido de que la protección del Señor os acompañará siempre,
Qoèlet
El día 5 de noviembre del año de 1523
Doblo la hoja y soplo sobre la vela. Tumbado con los ojos abiertos en la oscuridad, vuelvo a encender el fuego de la capilla de Mallerbach. Estábamos en Allstedt desde hacía un año, pues Magister Thomas había sido llamado allí por el Consejo de la ciudad. Cada domingo sus sermones exaltaban los corazones de todos y en aquellos días habíamos podido hacer algo: sobre todo hacérsela pagar a los franciscanos de Neudorf, unos usureros asquerosos que dejaban sin camisa a los campesinos. Hicimos justicia por todos los años de comilonas a costa de aquellos pobres miserables.
Primero la saqueamos, luego dos haces de leña, un poco de pez y su iglesia era pasto ya de las llamas. Mientras estábamos allí viendo cómo se venía abajo llegan dos esbirros de Zeiss, el recaudador, avisados por los frailes. Echan a correr inmediatamente hacia el pozo, dos cubos a la cabeza: su amo chasquea los dedos y ellos serían muy capaces hasta de meterse en las mismas llamas del infierno. Pero antes de que sea derramada una sola gota, salimos nosotros de la sombra, negros de hollín, tranca en mano:
—Yo que vosotros de lo que me preocuparía es del bosque… Aquí ya no hay nada que hacer.
Diez contra dos. Nos miran. Se miran. Dejan en el suelo los cubos y se van.
Las llamas se propagan, me revuelvo en la cama. La cara de puerco de Zeiss asoma en la oscuridad. El recaudador de tributos por cuenta del Príncipe Elector. Tanto le habían escaldado el culo aquellas llamas que llamó a gente de fuera para descubrir a los incendiarios. ¡Bien por Zeiss! ¿La ciudad invadida por extranjeros armados? Nada mejor para instigar al pueblo contra ti. Basta con pronunciar el nombre de Müntzer una sola vez para que acudan sus ángeles custodios: un centenar de mineros con picos y palas que surgen de las entrañas de la tierra y te llevan abajo con ellos. Las mujeres de la ciudad que quieren castrarte. Las cosas se te escapan de las manos: como un niño atemorizado te has pegado a las faldas de tu mamá y te has ido a llorarle al Elector. Puedo imaginarme la escena: tú deshaciéndote en cumplidos y tratando de explicar cómo perdiste el control de la ciudad y Federico el Sabio reprendiéndote.
ZEISS: Alteza, con vuestra conocida perspicacia, habréis intuido ya el motivo de la visita de vuestro servidor…
FEDERICO: Lo he intuido, Zeiss, lo he intuido. Pero mi perspicacia no debería verse incomodada por ninguna razón. Y sucede que, desde hace un tiempo, del conde de Mansfeld no hacen más que llegarme lamentaciones sobre ese lugarejo vuestro de Allstedt. Parece que el nuevo predicador os está creando problemas. Por lo demás, fuisteis precisamente vos quien me aconsejó su establecimiento en vuestra parroquia y los problemas derivados de ello espero que os enseñen una mayor sagacidad.
ZEISS: Vuestra Alteza sabe que no fue responsabilidad mía: el Consejo de la ciudad decidió no comunicaros la elección de micer Thomas Müntzer. Bien sabéis que, por mi parte…
FEDERICO: ¡No tratéis de excusaros, Zeiss! Pues sabed que delante de este trono de nada sirve el echarse la culpa unos a otros. En el fondo, personalmente a mí ese Müntzer no me ha causado la menor molestia. El hecho es que en Turingia hay demasiadas personas pagadas de sí mismas. Primero Lutero le echa una reprimenda a Spalatino para que meta en cintura a ese predicador que no demuestra excesivo respeto por él, luego el conde de Mansfeld me escribe que vuestro Consejo defiende a un instigador que lo ha insultado abiertamente. Luego, ¿qué más?
ZEISS: Bueno, está el hecho del que he venido a hablaros, precisamente. Pero ya alguna noticia de ello tendréis, pese a que los sucesos en nuestra ciudad no sean ciertamente muy relevantes.
FEDERICO: ¿Y qué ocurre, entonces? Me han dicho que ha sido quemada una pequeña ermita.
ZEISS: Se trataba, para ser más exactos, de la capilla de la Santa Virgen de Mallerbach, en el camino entre Allstedt y Querfurt, propiedad de los franciscanos del convento de Neudorf. Durante la función dominical robaron la campana y al día siguiente le prendieron fuego. Yo envié a dos hombres de mi confianza para que sofocaran el incendio, pero se quedaron allí mirando y me dijeron que en vista de que la capilla estaba ya perdida, se mantuvieron a distancia con el fin de salvaguardar el bosque de las llamas.
FEDERICO: Hasta aquí, nada nuevo. Los frailes de Neudorf se mostraron particularmente minuciosos a la hora de describir la situación cuando solicitaron mi intervención. Si no recuerdo mal os escribí para que no hicierais precipitarse las cosas, que encontrarais a un responsable cualquiera, lo metierais en prisión durante un día y os pagara una cifra simbólica como resarcimiento. ¡Para que esos frailes comprendan que soy un defensor de la fe, pero que no tengo demasiada simpatía por quien me sisa en los tributos!