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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Qualinost (34 page)

Ailea se echó a reír y se limpió los largos dedos con el paño.

—¿Qué otras cosas dice? —quiso saber.

Flint se repantingó en la silla.

—Recuerdo que en una ocasión me quejé de que un niño en la escuela, un bravucón, no hacía más que intimidarme. Ella me dio unas palmaditas en la cabeza, y dijo: «No te preocupes, Flinty. Una manzana podrida no estropea todo el caldero de pescado».

El enano puso voz de falsete al citar a su madre, y Tanis sonrió. Sin embargo, la expresión del semielfo era melancólica.

—¿Cómo es? ¿Qué aspecto tiene? —preguntó a Flint—. ¿Es guapa?

Tía Ailea dirigió una intensa mirada al semielfo, y después al enano, que en apariencia no lo advirtió.

—Oh, supongo que no les parecería hermosa a vuestros altos y esbeltos amigos elfos, pero nosotros, sus catorce
frawls y harrns,
creemos que lo es. Tiene unos kilos de más, sí, pero...

—Intenta dar a luz a catorce hijos y ya verás lo que le ocurre a tu figura —intervino Ailea.

—... pero su rostro es dulce, y cocina como los propios dioses —continuó Flint—. Y sus proporciones son..., eh..., está generosamente dotada. —El enano se palmeó el rotundo vientre; luego enrojeció, se incorporó un poco, e intentó sin éxito meter estómago. La sonrisa de Ailea se ensanchó.

—¿Cómo es tu padre? —inquirió Tanis.

—Ah, muchacho, mi padre murió cuando yo era apenas un adolescente. Cosa del corazón. Es algo hereditario en el linaje Fireforge, al menos, entre los hombres.

—Pobrecilla, tu madre —dijo Ailea en voz baja.

—Sí. Sacó adelante a la familia en los años que siguieron a la muerte de mi padre. Puso a mi hermano mayor, Aylmar, a trabajar en la forja de padre, y a veces se ocupaba también de algunos encargos más sencillos.

Ailea se levantó en silencio y echó los platos de la comida en el agua caliente donde habían cocido las mazorcas.

—No tiene sentido desperdiciar agua —explicó, al ver que Tanis alzaba las cejas en un gesto interrogante—. Esta servirá para lavar los cacharros. Tomó asiento otra vez y con un ademán indicó a Flint que continuara.

—Soy el segundo de los hermanos —dijo el enano con gesto ausente—. Después de que padre murió, madre me puso al frente de la granja. Recuerdo una mañana de principios de primavera, en Casacolina. Salí del granero intentando escapar del condenado olor de los quesos fermentados, y eche una mirada al entorno, las colinas y las coníferas. —Suspiró—. Qualinost es muy hermoso, muchacho, pero también lo es Casacolina. Sin embargo, es un pueblo muy, muy pequeño, y al final me marche para recorrer mundo.

—Me gustaría verlo algún día —comentó Tanis, que acto seguido urgió al enano para que continuara—. Mirabas el entorno, ¿y...?

Flint frunció el entrecejo y asumió una actitud pensativa.

—Oh, pues, allí estaba yo, a la puerta del granero, disfrutando del sol y los árboles y las verdes colinas, y madre salió al porche y gritó —Flint adoptó de nuevo el tono de falsete—: «¡Flint Fireforge, no cierres la puerta del granero antes de que el pájaro madrugador capture la lombriz!». —Una risa queda sacudió al enano—. Imagino que con eso quería decirme que regresara al trabajo.

Flint se levantó de la silla y se desperezó; luego se acercó a la olla de agua caliente y sacó los platos con unas tenazas de la forja.

—Una vez —continuó, volviéndose hacia sus amigos—, cuando mi hermana pequeña, Fidelia, protestó por lo pobres que éramos y lo mucho que tenían los hijos del alcalde, mi madre nos miró a todos y dijo: «Oh, la hierba siempre crece más verde al otro lado de la valla».

Tía Ailea y Tanis esperaron el remate de la frase, pero Flint secó las tenazas y agregó:

—Nos dejó perplejos. Guardamos todos silencio. ¡Había dado en el clavo! —Hizo una pausa, todavía con las tenazas en la mano—. Recuerdo que, entonces, los catorce nos echamos a reír, y no podíamos parar. Aún me acuerdo de Aylmar, tumbado panza arriba en el suelo, sujetándose el estómago y riéndose hasta quedar sin aliento. Incluso mi hermano Ruberik, que por lo general tiene tanto sentido del humor como un yunque, casi no podía respirar de tanto reír.

»
Cuando logramos dominarnos, nos dimos cuenta de que madre se había ido a la cocina y allí estaba rezongando, tan enfadada, que sonaba el golpeteo de las cazuelas al moverlas con rabia. No nos dirigió la palabra durante varios días. Y, lo que es peor, ¡se negó a cocinar! —exclamó Flint horrorizado.

—¿Qué hicisteis? —preguntó Ailea.

—Aylmar y yo nos fuimos a trabajar a la forja. Hicimos un letrero para ella, moldeando palabras con finas barras de hierro que incrustamos en un trozo de madera. Lo colocamos sobre la chimenea. Decía... —Flint sufrió un súbito ataque de risa—. Decía... —El enano tosió, atragantado por las carcajadas, y se limpió los ojos llorosos.

—¿Decía...? —instó Tanis.

—«Quien mucho ríe, pronto ayuna.»

—Pero ese refrán no es así, sino «quien mucho corre...» —Tanis se interrumpió—. Ah, ya entiendo.

—Le encantó —dijo Flint—. Caray, ya lo creo que le encantó.

* * *

Los tres amigos decidieron que, a despecho de la inminente fecha tope para el encargo del Orador, hacía un día maravilloso como para quedarse en casa. Así pues, cogieron las herramientas de trabajo de Flint, fáciles de transportar, y se encaminaron hacia las montañas al sur de Qualinost. Aun cuando los dos ríos cerraban la ciudad por los otros tres puntos cardinales, al sur el terreno ascendía en una pendiente boscosa que conducía a un cerro de granito púrpura. En la vertiente opuesta, la cumbre del cerro terminaba en un abrupto precipicio de trescientos metros. Para convencer al enano a efectuar la caminata, Tanis adujo que la pendiente no era muy empinada y que desde allá arriba se divisaban las montañas de Thorbardin, la cuna ancestral de su gente.

—Un poco de ejercicio nunca le viene mal a un enano —repuso Flint, y se puso a la cabeza de la marcha.

En consecuencia, él fue el primero en ver, más allá del ondulado mar de verde follaje, los escarpados picos de las montañas que albergaban Thorbardin, que semejaban oscuros barcos navegando por el horizonte meridional.

Flint se acomodó al pie de un árbol y empleó las siguientes horas en realizar las incrustaciones del medallón, hasta que casi completó el trabajo; entretanto, Tanis y tía Ailea pasearon, charlaron y recogieron hierbas para las pociones de la anciana.

Unas horas más tarde, Flint volvía de regreso al taller a través del bosquecillo de álamos y árboles frutales cuando ya las primeras sombras del crepúsculo caían sobre la ciudad; Tanis había ido con Ailea para acompañarla a su casa. La vivienda de Flint, por supuesto, estaba a oscuras; no había encendido la fragua desde hacía varios días a causa del calor reinante y porque la parte del proceso de fabricación del medallón que ahora llevaba a cabo sólo requería trabajar el metal en frío.

Las flores de los dondiego de día que crecían junto a la puerta se habían cerrado con la llegada del ocaso, pero uno de los nuevos rosales que Flint había plantado en el pórtico empezaba a florecer. El enano arrancó uno de los capullos amarillos e inhaló su perfume. Suspiró. No debía uno olvidarse de los pequeños placeres que ofrecía la vida. A despecho del altercado con Tyresian, había sido un día estupendo.

Tal vez una jarra de cerveza —de entre esos pequeños placeres, el favorito de Flint— pondría un buen broche final a la tarde, se dijo el enano para sus adentros mientras abría la puerta; adelantó un paso para cruzar el umbral mientras hacía girar entre sus dedos el capullo que había arrancado.

—¡Aug! —exclamó Flint soltando la rosa. Se había pinchado con una espina, y se llevó el dedo a la boca para aliviar el escozor—. Caray con los pequeños placeres —rezongó, sin dejar de chuparse el dedo herido, y acto seguido se agachó para recoger el capullo caído en el suelo, esta vez con cuidado de no tocar las espinas.

Justo cuando se iba a incorporar para entrar en el taller, algo le llamó la atención. Era un hilo negro y largo, caído en el piso del cuarto, a un palmo del umbral. Flint, a quien le gustaba conservar limpio su taller a pesar de estar abarrotado de trastos, alargo la mano para recoger el hilo y tirarlo a la calle.

El hilo, no obstante, parecía estar atascado de algún modo.

—¡Demonios! —gruñó a la vez que tiraba con más fuerza.

De repente, se oyó un tenue chasquido y Flint, guiado por un instinto de supervivencia, echó cuerpo a tierra. En el mismo momento en que chocaba con las baldosas del piso, atisbó un destello al otro lado del cuarto. Algo paso zumbando sobre su cabeza y alcanzó con un golpe sordo la puerta.

Tragando saliva con esfuerzo, Flint rodó sobre sí mismo y, sin levantarse del suelo, examinó la hoja de madera. Profundamente hundida en la gruesa plancha de roble, justo a la altura del pecho de un enano, estaba clavada una daga.

—¡Por Reorx! —musitó Flint.

Se incorporó con movimientos cautelosos, alerta a cualquier ruido inesperado que denunciara un nuevo ataque. Le temblaban las rodillas a pesar de su enérgica orden de que no lo hicieran. Despacio, aferró el puño de la daga y la extrajo de la puerta. La punta de la hoja brillaba malévola con la mortecina luz del ocaso. Si al entrar en el taller hubiera enganchado el hilo con la bota, el arma no se habría hundido en la puerta, sino en su corazón.

¿Por qué querría matarlo alguien?

Flint empezó a girar sobre sí mismo para pasar sobre el hilo y entrar en el taller, pero justo entonces se escuchó un suave chasquido metálico que recordó al enano el ruido que hace un mecanismo al encajar en otra pieza.

Antes incluso de tener tiempo de gritar, hubo otro destello y una se linda daga silbó en el aire, dirigida directamente hacia el enano.

—Flint, estúpido cabeza hueca —se reprendió con voz ronca mientras retrocedía tambaleante y agarraba el puño del cuchillo que le atravesaba el hombro. La sangre le escurrió entre los dedos y empapó la tela azul de la camisa—. Debiste haberlo imaginado...

Se recostó contra la puerta y después se deslizó poco a poco hasta el suelo mientras gemía.

—Cabeza de chorlito... —susurró una vez más antes de que sus ojos se cerraran.

Flint se desplomó y yació inmóvil en tanto que la noche cubría con su oscuro manto la ciudad.

22

Llega una ayuda inesperada

—¡Flint! ¿Me oyes?

Tanis sacudió al enano, primero con suavidad y después con más energía, pero Flint continuó inmóvil, con la mano aferrada todavía al puño de la daga. Tenía los dedos manchados de sangre reseca.

—¡Flint!

Tanis sacudió de nuevo al enano y, de repente, Flint dejó escapar un gemido. El semielfo respiró aliviado.

—En nombre de Reorx —gruñó el enano con voz ronca—, ¿es que no puedes dejar en paz a un pobre enano muerto?

Tanis pasó el brazo en torno al cuello de su amigo para incorporarlo un poco a fin de que respirara mejor.

—Flint, no estás muerto —dijo el semielfo con suavidad.

—¿Y quién te ha preguntado? —espetó con tono irritado, aunque débil, el enano—. Y ahora, déjame morir en paz, ¿vale? Tanta sacudida me ha producido dolor de cabeza.

El enano soltó otro gemido mientras se recostaba contra el brazo de Tanis. Una mueca de alivio pasó fugaz por el rostro del semielfo.

—No debes de estar malherido —susurró Tanis—. No dejas de protestar y refunfuñar.

Moviéndose con cuidado para evitar que la herida empezara a sangrar de nuevo, Tanis levantó a Flint y lo tumbó con toda clase de precauciones en el lecho. Tras examinar la herida decidió no sacar la daga hasta no contar con el apoyo de alguien, y salió a todo correr en busca de ayuda.

Ya en la calle, dudó entre avisar a Ailea o a Miral. El mago estaba muy ocupado con los preparativos del
Kentommen,
pero la Torre se hallaba más cerca que la casa de la partera. Aquello fue lo que decidió al semielfo.

Diez minutos más tarde, Tanis regresaba, todavía corriendo, con el jadeante mago pisándole los talones. Pronto, Miral y Tanis habían recostado al enano sobre las almohadas y le habían extraído la daga. La respiración de Flint se hizo más reposada.

—Nada de médicos —musitó el enano—. Es demasiado tarde para eso. —Su voz asumió un timbre adormilado—. Ya diviso la forja de Reorx...

—Ésa es
tu
forja, Flint —aclaró Tanis.

—Eres un pelmazo insoportable —gruñó su amigo.

—Toma —dijo Miral a espaldas del semielfo; tendiéndole una taza con agua humeante. En el líquido flotaban unas hojas desmenuzadas—. Haz que se lo beba.

Tanis sostuvo el recipiente bajo la bulbosa nariz de Flint; el enano olisqueó la infusión. Olía a almendras amargas.

—Esto no es cerveza —dijo con tono acusador.

—Cierto —respondió Miral—. Pero es algo que te vendrá mejor.

—Imposible —rezongó Flint. Aspiró hondo y acto seguido se tomó todo el contenido de la taza, a pesar de sus protestas.

Tía Ailea, alertada de lo ocurrido por uno de los acróbatas del
Kentommen
a quien Tanis había engatusado con una moneda de acero, llegó en el momento en que Miral atendía la herida de Flint. El corte infligido por la daga era limpio y por tanto relativamente fácil de desinfectar y vendar, si bien Flint lo hizo más complicado merced a los gruñidos y las protestas que barbotó durante todo el proceso. Cosa sorprendente, parecía que la cura, más que dolor, le causaba enojo. Miral se arremangó hasta los codos, se lavó los antebrazos con jabón, y cerró la herida mediante siete puntos que fueron acompañados de sendos juramentos enanos y otras tantas disculpas a Ailea. Acto seguido el mago embadurnó la lesión con el extracto de savia que llevaba en una pequeña ampolla del tamaño de una nuez y vendó el velludo torso del enano con tiras de lino suave.

—¡Estoy bien! —gritó por último Flint—. ¡Dejadme en paz ya!

Aquello hizo que Miral diagnosticara que el enano se encontraba en bastante buenas condiciones, y se dispuso a regresar a la Torre. El mago desenrolló las mangas arremangadas; tenía la mano derecha casi curada, pero los dedos en los que había perdido las uñas tenían todavía un feo aspecto.

—Tengo que supervisar a un grupo de actores que quieren representar el postrer discurso del moribundo Kith-Kanan —comentó con una mueca.

—¿Qué hay de malo en ello? —preguntó Tanis.

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