Querido hijo: estamos en huelga (3 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Literatura infantil

Iban a ganar.

Quedaba poco para acabar el partido, y como los oponentes atacaban en desbandada, hubo que defender. Todos. Era ya el último minuto y la pelota se fue a córner. Felipe se quedó bajo los palos. La pelota voló y fue a parar a la cabeza de Ángel, que estaba solo. Bajito o no, aunque cerró los ojos, logró impactarla de lleno.

El balón fue directo a Felipe.

Le bastaba con despejarlo y ¡partido ganado!

Lo que sucedió… fue de lo más extraño e imprevisible. Primero el lío, como si tuviera una pierna de madera, después el susto, finalmente el miedo. Todo ello en menos de un segundo, lo que duró el vuelo de la pelota tras el remate de Ángel.

El gol no lo hizo su amigo, se lo metió él mismo, solito.

Y encima, al caer al suelo, se le rasgó la camiseta y se dio con la rodilla en el poste.

Mientras los del equipo rival rodeaban a Ángel para abrazarlo, los del suyo lo rodearon a él, que seguía en el suelo, poco menos que para matarlo.

Sus caras no eran nada amigables.

—¡Qué malo eres!

—¡No te vuelvo a coger más, aunque falten jugadores!

—¡Nenaza!

O se peleaba con todos, y llevaba las de perder, o se resignaba y se hacía el duro.

Se resignó, aunque lo de hacerse el duro…

—¡Qué pasa? ¡Llevaba efecto! ¡Y además, la culpa es de Mateo! ¿Dónde estaba Mateo, eh? ¡El portero tiene que salir de puños!

—¿Quieres ver mi puño? —le amenazó Mateo.

Cuatro a cuatro. Para desempatar tiraron penaltis. Casualmente Javi falló el suyo y perdieron. Pero al contrario que a él, todos fueron a consolarlo.

—Qué mala suerte.

—Si es que esto es una lotería.

—Es culpa del campo, que cada día está peor.

Felipe se cansó y sin despedirse emprendió el camino de vuelta a su casa. A los pocos pasos le alcanzó Ángel, feliz por la victoria y como si no pasara nada.

—¿Qué hacemos esta tarde? —le preguntó.

—Nada.

—¿Cómo que nada? ¿Te han castigado?

—Creo que me quedaré a estudiar mates —Felipe le fulminó con una mirada tipo rayo láser, aunque con efectos menos mortales—. Mejor esto que aguantar según qué.

—¡Huy, cómo te pones! —suspiró su amigo—. ¿Y eso del
ferpley?

—¿El qué?

—El
ferpley,
lo de que cuando uno se cae los rivales echan la pelota fuera o si le da un pasmo al portero no le chutan.

—No se dice así.

—¿Ah, no? ¿Y cómo se dice?

—No lo sé, pero así no.

Ángel miró por encima de su cabeza fingiendo buscar algo con el ceño fruncido.

—¿Y ahora qué? —se quejó Felipe.

—Nada, busco la nube que llevas todo el rato encima.

—¡Mira, paso! —le dio la espalda y se encaminó a su casa con un humor de perros.

—¡Hasta luego, figura! —le despidió Ángel socarrón.

Luego echó a correr porque Felipe ya se había agachado para coger una piedra.

6
Marchando una pizza

L
legó a su casa a una hora más que decente, con la camiseta rota, la rodilla pelada y su orgullo pisoteado. La rodilla era una herida «de guerra». Lo otro no. Su querida camiseta. Su honor.

—A ver qué pasa ahora —puso cara de circunstancias.

Esperaba tropezarse con el sargento de guardia, o sea, su madre en plan inspector general. Pero nada más abrir la puerta con lo que se encontró fue con el silencio.

¿Y si todavía estaba con lo de la gimnasia?

—¿Mamá?

Nada.

Lo comprobó. Terraza, galería, comedor, salón, cocina, el cuarto de baño, habitaciones…

Casi la hora de comer y no estaba en casa.

Increíble.

Fue a su cuarto, se quitó la camiseta y contempló el roto. Su madre tendría que esmerarse para dejarla bien y que no se notara. Porque comprarle otra… entre los suspensos y lo que costaban… No supo si volver a llevarla al lavadero o ponerla a la vista para que ella misma se diera cuenta del desastre.

La dejó en el cesto de la ropa sucia, pero arriba de todo, con el roto por delante.

Faltaban quince minutos para la hora de la comida.

Y entonces oyó el ruido de la puerta al abrirse.

Luego una voz.

—¡Hola!

Su padre.

Salió a recibirle. Cuando era pequeño corría por el pasillo y se echaba en sus brazos. Ahora era mayor, y con las broncas de los suspensos…

Mejor la cautela.

—Hola, papá.

—Hola, Felipe, ¿qué hay?

—Mamá no está.

Pensaba que su padre se mostraría extrañado, o incluso enfadado, aunque por la cuenta que le tocaba no era nada machista.

Pero no.

—Ah, sí, ya lo sé —dijo—. Me ha llamado. ¿Pedimos unas pizzas?

Felipe abrió unos ojos como platos.

¿Pizzas?

Solo pedían pizzas algunas noches, como algo excepcional, porque sus padres eran de los de «comer sano», verduritas y cosas así.

—¿Quieres pedir pizzas… para comer? —quiso dejarlo claro.

—Sí, bien ¿no?

—Sí, sí —Felipe movió la cabeza de arriba abajo un par de veces, vehemente.

—Siempre quieres pizzas —dijo su padre.

—Que sí, que sí —insistió para que no fuera a cambiar de idea.

—Pues ya está. ¿De qué la quieres?

Su padre parecía de buen humor. Después de los dos cates era algo maravilloso, extraordinario. A lo mejor si le pedía otra camiseta se la compraba.

—Cuatro Estaciones.

—Yo la pediré… de carne —se sacó la cartera del bolsillo y le tendió un billete de cincuenta euros—. Los llamo yo, pero como voy a estar ocupado, cuando vengan pagas tú, ¿de acuerdo?

—Sí, papá.

Su padre desapareció en su habitación y él se metió en el baño para hacer pis.

—Le habrán subido el sueldo —murmuró Felipe—. Y además ya hace buen tiempo, y llega el verano…

Salió del cuarto de baño y fue a su habitación a jugar con la consola mientras esperaba la llegada de las pizzas. Nada más sentarse en su mesa de estudio se dio cuenta de algo.

La consola no estaba allí.

Buscó bien: la mesa, los cajones, el armario…

Luego se estremeció.

¿Y si se la habían requisado por culpa de los dos suspensos?

Le entró un sudor frío.

Todo el verano sin jugar.

—Ay —suspiró mientras sentía un nuevo escalofrío.

Salió de la habitación dispuesto a todo. A pelearse con quien fuera si hacía falta. ¡Los cates eran los cates y los derechos humanos los derechos humanos! Llegó al salón y cuando se disponía a hablar con su padre, se quedó paralizado y con la boca abierta.

La consola, su estupenda
M-Box 97 Flash-up,
estaba allí.

La tenía su padre.

Estaba jugando a matar marcianos con ella.

7
Matando marcianitos

S
e quedó mirando a su desconocido padre como si fuera la primera vez que le veía. Aunque desde luego era la primera vez que le veía así.

Despeinado, descompuesto, haciendo muecas, agitándose en la butaca mientras sus manos le daban a los resortes del mando.

—¡Así, así!… ¡Bien!… ¡Toma ya, asqueroso mutante, bicho repelente!… ¡Huy!… ¿Quieres caña? ¡Toma caña!… ¡Yeeeeppp-aaa!

—¡Papá!

Ni caso.

—¡Vamos, venid, venid a por mí, marcianos de las narices!

—¡Papá!

—¡Cállate, Felipe, no me distraigas, que voy a batir el récord! —dijo mientras casi saltaba de la butaca sin dejar de disparar con el mando.

¿Aquel era
su
padre?

Felipe estaba seguro de que ya nunca podría olvidar su expresión de locura.

Esperó un minuto. Dos.

Acabó la partida, pero se quedó en la butaca, jadeando, sudoroso, con el pelo de punta y la misma expresión de locura de un par de minutos antes.

—¡Qué pasada! —gritó por fin, emocionado, cerrando un puño en señal de victoria.

Felipe decidió tener calma.

—No sabía que te gustaba la consola —dijo.

—¿Gustarme? ¡Es genial!

—Ah.

—¿Han traído las pizzas?

—No.

—Entonces vete. Avísame cuando lleguen. ¡Voy a batir el récord otra vez!

—Papá, que la consola es mía.

La mirada que le lanzó su progenitor no auguraba nada bueno.

—No seas plasta, venga. Déjame jugar —se dispuso a comenzar de nuevo.

—¡Que quiero jugar yo!

—Lo siento pero me toca. Anda, estudia o lee o haz algo, pero no molestes.

¿Molestar?

Primero su madre y la gimnasia. Ahora su padre y la consola. Allí estaba pasando algo muy raro.

—¿Jugamos juntos? —propuso el chico indeciso.

—No.

Fue tan categórico que Felipe alucinó todavía más. Por lo general, era su padre el que quería jugar con él, pero él se negaba porque se creía muy mayor para ello.

—¿Por qué?

—Porque cuando te gano te enfadas.

—No vas a ganarme.

—¡Ja, ja! —se rió y añadió—: ¡Largo!

—¡La consola es mía! —se desesperó Felipe.

Eso sí hizo que su padre le mirara fijamente.

—¿La pagaste tú?

—Fue un regalo.

El hombre hizo memoria.

—¡Oh, sí, ya me acuerdo! —alzó las cejas—. Bueno, pues queda confiscada.

—¿Cómo que…?

—Requisada por la autoridad competente —debió de parecerle gracioso el apelativo porque sonrió con sadismo—. Mira qué bien.

—Bueno, ya vale, ¿no?

No, no valía.

Su padre se puso serio.

—Felipe, ¡largo!

Conocía el tono. Vaya si lo conocía. Era el mismo que había empleado el día de los suspensos.

No podía creerlo.

La consola… confiscada.

El peor de los cataclismos.

Una vida sin consola era…

¡Nada!

Apretó los puños y le lanzó una mirada fulminante, aunque su padre, que ya había empezado la nueva partida, ni se enteró, y caminó hacia su cuarto igual que si pisara uvas, con toda su desolación por bandera.

Una vez a solas, se sintió desesperado.

Tanto, pero tanto, que cogió un libro.

¿Querían un robot, una máquina, un listillo-todo-matrículas, era eso?

Intentó concentrarse en la lectura.

No pudo.

Estaba sucediendo algo. Lo tenía claro. Algo extraño y… siniestro. Recordó una película en la que unos extraterrestres se apoderaban de la voluntad de la gente. ¿Era eso? ¿Estaban poseídos sus padres? ¿Tanto como para que ella hiciera gimnasia, le hablara a la lavadora, no estuviera a la hora de comer, y a él le diera por matar marcianitos?

Intentó leer.

Lo intentó.

Y pese a la furia y la desazón, al final lo consiguió.

Veinte minutos después, cuando el repartidor de pizzas llamó al timbre, Felipe estaba verdaderamente inmerso en la lectura del libro, que era estupendo.

Fue a abrir la puerta y oyó la voz de su padre, que seguía jugando en el salón.

—¡Sí!… ¡Muere, guarro!… ¡Toma ya!… ¡Setecientos noventa mil!… ¡Bang, bang, bang!

8
El gran misterio

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