Querido hijo: estamos en huelga (8 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Literatura infantil

L
legó a casa y, lo mismo que el día anterior, no había nadie. Y tampoco una nota. La vida no solo empezaba a ser pesada, sino aburrida. Por si acaso las negociaciones eran largas y lentas, comenzó a poner de su parte. Habitación, ropa, lavadora…

Aunque, ¿cómo iba a «negociar», si ellos ya no estaban nunca en casa?

No tenía ni idea de cómo poner una lavadora, pero ¡oh, casualidad!, el libro de instrucciones se hallaba justamente al lado. Se sintió tentado de probarlo.

Pero al final desistió.

Eso eran palabras mayores.

Si la rompía, o si provocaba una inundación y subía la vecina de abajo, que bastante mosca estaba con él…

A la hora de comer se preparó la comida.

Otra vez lo mismo, porque era lo más fácil: sopa y carne descongelada. Acabaría odiando ambas cosas como siguiera así, porque encima no le quedaba igual que a su madre. El sabor, sobre todo, era distinto.

¿Cómo lo lograba ella? ¿Experiencia?

Después de comer bajó al parque, pero no había nadie. Imaginó a todos los niños y niñas negociando ya con sus padres. Y él… nada. Regresó a casa y primero pensó en jugar con la consola, pero no quería que sus padres volvieran y lo encontraran con ella. ¿Ver la tele? Lo mismo. ¿El ordenador? Más. Así que si quería empezar con buen pie tenía que poner algo de su parte.

Mal que le pesara, abrió el libro de matemáticas y se pasó una hora con él.

Luego leyó otra hora.

Las seis de la tarde.

Faltaba la tira para la cena y no sabía ya qué más hacer.

Increíble.

A los diez minutos sonó el teléfono. Cuando vio en la pantallita el número del que llamaba, se alegró un montón.

Era su madre.

Descolgó de inmediato.

—¿Sí?

No era una llamada de control, de esas que hacen los padres para saber si uno está en casa y no le ha pegado fuego. Era una llamada de…

—Ah, hola, Felipe, soy mamá.

—Ya.

—Mira, que nos vamos al cine y llegaremos tarde. Te lo digo solo para que no te inquietes, porque como no me he acordado de dejarte una nota… Tú, tranquilo, ¿eh?

Ni una pregunta acerca de si estaba bien, si había comido…

Nada.

—Mam…

Su madre había colgado.

Se iban al cine.

Fantástico.

Volvió a estudiar un poco de matemáticas. Volvió a leer otro poco. Bajó al parque. Nadie. Regresó a casa y telefoneó a Ángel para ver cómo le había ido. Comunicaba. Esperó diez minutos y cuando lo intentó de nuevo no le devolvió la llamada. Empezó a ponerse nervioso.

Con ganas de gritar.

A las ocho y treinta y cinco sonó de nuevo el teléfono.

Su madre.

—¡Oye, mamá! —trató de protestar.

Ni caso.

—Felipe, mira, que nos hemos encontrado a los Pérez y nos vamos a cenar con ellos, ¿de acuerdo?

—¿Y cuándo llegaréis?

—Ni idea, ¿por qué?

—Es que tengo que hablar con vosotros —se rindió.

—¿Hablar? —el tono fue más bien de sorpresa—. Oh, bueno… Un momento que saco mi agenda… A ver…

¿La agenda?

Casi se puso a gritar.

—Pero…

—Sí, ¿qué tal pasado mañana a las diez? —le cortó su madre.

¡Pasado mañana! ¡Y a las diez! ¡Ni que fuera una cita!

—¡Mamá!

—Ay, Felipe, hijo, no grites. ¿Pasa algo?

—Es que… —se sintió desesperado.

—¿Se trata de algo urgente?

—¡Sí!

—Dice que es urgente —la oyó decir en voz algo más baja, sin duda contándoselo a su padre. Luego volvió a dirigirse a él—: Vale, pues intentaremos llegar pronto a casa.

—Bueno —suspiró Felipe.

—Ve cualquier cosa en la tele y espéranos, ¿vale? ¡Chao!

¿Cualquier cosa… en la tele?

¿Le dejaban ver «cualquier cosa», programas basura, películas que no entendía…?

Dejó el teléfono en su lugar y se derrumbó sobre el sofá.

Ya no podía más.

Los minutos siguientes se le hicieron eternos.

18
La lista

P
or lo menos sus padres llegaron pronto. O lo de la cena era mentira o habían aligerado. Le pillaron leyendo en su habitación, como un buen chico. Cuando se asomaron por la puerta, porque no les oyó abrir la del piso —señal de que, pese a todo, lo hicieron muy silenciosamente para ver si le pescaban haciendo algo malo—, los dos parecían las personas más felices del universo.

Incluso daban la impresión de haber rejuvenecido.

Su madre estaba guapísima, y su padre, cachas.

—Hola, ¿qué lees? —le preguntó él.

Deseaba saltar de la cama y empezar la negociación cuanto antes, pero no quiso que creyeran que estaba desesperado.

—Una novela —respondió con calma. Y agregó—: La segunda de hoy.

Esperaba un gesto de sorpresa por parte de su padre, pero ni eso.

—¿Es buena?

—Sí.

—¿Querías hablarnos de algo… urgente? —manifestó su madre así como de pasada.

—Sí, mamá.

—Vale. Nos ponemos cómodos y te esperamos en el comedor en cinco minutos.

Lo dejaron solo.

Cinco minutos.

Ponerse cómodos.

Contó los trescientos segundos, reloj en mano. No perdió ni uno más. Fue al comedor y se sentó a la mesa. La primera que apareció fue su madre, con la bata de estar por casa. Luego lo hizo su padre, con los pantalones viejos y las pantuflas. Se sentaron y le miraron.

Felipe hizo acopio de valor.

Habían sido los tres días más espantosos de toda su vida, así que ya no vaciló. Cualquier cosa era mejor que seguir de aquella forma.

—Vale —asintió—, ¿qué queréis?

—Bueno, ahora mismo… acostarnos y dormir —dijo ella.

—Me refiero a mí —trató de no perder la paciencia—. ¿Se trata de que me porte bien, y estudie, y lea, y arregle mi habitación y todo eso?

—Bueno… —su madre miró a su padre.

—Si solo fuera eso… —su padre miró a su madre.

—¿Hay más? —vaciló él.

Intercambiaron la última mirada y, entonces sí, como por arte de magia apareció en manos del cabeza de familia un papel pulcramente escrito a mano.

Se lo puso a Felipe sobre la mesa.

No dijo una palabra.

El chico tomó el papel y empezó a leer las condiciones de sus padres para que todo volviera a la normalidad.

Cosas que queremos:

No debes pelearte.

La videoconsola, media hora al día y una hora los festivos.

Leerás al menos una novela a la semana. Si es gorda, de más de 300 páginas, dos semanas.

Comerás a tus horas.

No te hartarás de chucherías a escondidas.

Te lavarás los dientes por la mañana al levantarte, al mediodía después de comer y por la noche al acostarte.

Llevarás la ropa sucia a la lavadora.

Pondrás el calzado en la ventana (aun a riesgo de asfixiar a los vecinos).

Al llegar a casa no lo tirarás todo por el suelo. La chaqueta en la percha, la mochila en tu mesa.

Comerás despacio.

Masticarás bien.

Te acostarás a tu hora sin protestar.

Beberás agua, ni colas con burbujas ni refrescos llenos de azúcar.

Veremos la tele en familia un rato cada día y comentaremos las cosas que pasan, para explicarte lo que no entiendas.

No te tirarás pedos como si tal cosa.

No eructarás, ídem de ídem.

Llamarás a la abuela al menos una vez a la semana sin necesidad de recordártelo y, si puedes, irás a verla.

Serás educado con los vecinos (con todos).

No bajarás por la escalera como si fueras una manada de caballos desbocados.

Dirás «buenos días, buenas tardes, buenas noches» cuando se dirijan a ti o cuando te encuentres a alguien.

Abrirás la puerta a las personas mayores y las dejarás pasar primero.

Ahorrarás para tus gastos sin esperar a que con solo abrir la boca todo te caiga del cielo.

No pedirás una videoconsola nueva cada año ni todos los juegos habidos y por haber.

Estudiarás más y no suspenderás.

Nota: esta lista está sujeta a posibles cambios o añadidos, según se tercie.

Se había ido poniendo blanco, y enfermo, a medida que leía. Cuando acabó la lista, que devoró sin respirar, lo primero fue llenar los pulmones de aire para no ahogarse.

Había puntos de cajón, pero otros…

¡Como si aprobar fuera fácil!

Y lo de que «estaba sujeta a posibles cambios o añadidos». Los miró como el condenado a muerte mira al verdugo que ya afila el hacha para rebanarle el pescuezo.

—Vaya… —suspiró.

Sus padres le miraron impávidos.

—Esto es… larguísimo —gimió—. Larguísimo y abusivo.

La misma cara de póquer.

—¡Vale ya!, ¿no? —comentó conteniendo las lágrimas.

Aunque una buena llorera siempre ayudaba.

No, mejor no.

—Ya no me queréis —dijo.

—Te queremos más que nunca, porque nos rompe el corazón hacerte esto —dijo su padre—. Pero no hay más remedio, por el bien de todos. Tu madre no para, va todo el día detrás de ti, y yo, dado que me estrené como padre el mismo día que tú te estrenaste como hijo, y no venías con manual de instrucciones, ya no sé qué hacer. Los castigos no te hacen mella.

—Esto es una familia, hijo —repuso su madre—. Todos somos uno. Lo que le pasa a uno repercute en los otros dos. O aprendemos a vivir juntos o… es el caos.

—¿Y qué queréis que haga?

Se levantaron al unísono.

Su padre señaló la lista.

—Léetela bien y mañana hablamos —respondió directo al grano—. Nos expones tus propias quejas, discutimos lo que haya que discutir, planteas tus reivindicaciones si las tienes, porque quizás nosotros también nos hayamos equivocado en algo, y así, como personas razonables, llegaremos a un acuerdo de convivencia.

—¿Te parece? —quiso dejarlo claro su madre.

No tenía escapatoria.

Y ya era tarde para ponerse a discutir sin más.

—Sí —estuvo de acuerdo.

—Pues buenas noches, hijo.

El primer beso se lo dio ella en la mejilla izquierda. El segundo él en la derecha. A Felipe le supieron a gloria.

Los mejores besos de toda su vida.

Luego salieron del comedor y le dejaron solo.

Solo con aquella barbaridad.

Volvió a leerla despacio, con el corazón a mil.

19
El cuarto día

L
e costó dormirse, porque leyó la lista varias veces. Cuando se metió en la cama todavía revoloteaba por su cabeza. Y por supuesto soñó con ella. Estaba atado a una silla y sus padres, los abuelos, los profesores, los amigos, incluso Ángel, le torturaban con nuevas propuestas. La lista crecía y crecía. Al final era como un largo rollo de papel higiénico enteramente escrito. Miles y miles de peticiones, reivindicaciones, exigencias…

Se despertó agobiado, dando un bote, y se quedó sentado en la cama con el corazón a mil.

En ese momento, en el sueño su madre le perseguía exigiéndole que estudiara nueve carreras universitarias, todas a la vez, ¡y con nota!

—¡Sopla! —respiró profundamente.

Esta vez sí miró la mancha de humedad del techo.

Necesitaba de todo el apoyo, aunque Águila Negra no fuera más que eso: una mancha y un personaje de su imaginación.

—Jao, tío —suspiró.

Ya no había nadie en casa. Volvían a dejarle solo. Su padre estaría en el trabajo y su madre, aparentemente, ni pintaba ni hacía gimnasia ni tomaba el sol en biquini. La reunión se celebraría a la hora de comer, así que tenía toda la mañana para prepararse a conciencia.

Lo primero, llamó a Ángel.

—Soy yo, ¿puedes hablar?

—Yo también soy yo —respondió su amigo en plan conspirador—. Estoy solo.

—Anoche me dieron una lista de peticiones —dijo Felipe.

—A mí también.

Las compararon, y más o menos decían lo mismo. Era increíble lo monotemáticos que podían llegar a ser los padres con determinados asuntos. Una vez analizadas y discutidas, llegó la gran pregunta.

—¿Qué hacemos? —puso el dedo en la llaga Felipe.

—No sé, discutir punto por punto, supongo. Es lo que se llama negociar.

—Pero si solo hablamos de lo que piden ellos…

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