Querido hijo: estamos en huelga (6 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Literatura infantil

C
uando llegó a su casa sus padres no estaban.

El silencio era absoluto.

Felipe atravesó el pasillo como un explorador perdido en el desierto atraviesa las dunas ardientes que le envuelven por todas partes. No quiso mirar los carteles. Ni tocarlos. Se metió en la cocina y allí, en la nevera, vio el mensaje.

«Querido hijo, hemos salido a comer fuera y pasarlo bien. No sufras si llegamos tarde. A lo mejor vamos al cine, o a bailar, o las dos cosas. ¡Ja, ja, ja! Besos. Te queremos».

Encima cachondeo.

«Ja, ja, ja».

«Besos».

«Te queremos».

¡Pues qué bien!

Ni siquiera una palabra con relación a que comiera, estudiara… Nada, ¡nada! Pasaban de él olímpicamente.

¡Estaban en huelga!

Felipe miró la cocina con amargura. Abrió la nevera y fue como si mirara un programa de la tele sin voz. O peor, uno del Plus sin descodificar. Toda la vida insistiendo en lo de que comiera bien y ahora dejaban que se las apañara. No era justo. Se le quitó el hambre de golpe y fue a su habitación. La cama por hacer, la ropa por el suelo, exactamente donde la había tirado o dejado caer él la noche anterior. Lo mismo el pijama al levantarse. No faltaban sus olorosas zapatillas deportivas, que nunca se acordaba de airear en la repisa de la ventana para no «perfumar» el ambiente. Se ponía un día unas y al otro otras para alternar, porque sus pies eran una fábrica de aromas pútridos.

Un desastre.

Encima, con la moral tan baja y el humor de perros, no tenía ni ganas de aprovecharse de las circunstancias. Se sentía la mar de raro. No era él. Podría coger la consola y pasarse toda la tarde disfrutándola. O conectarse a Internet y lo mismo, navegar de un lado a otro. También podría ver la tele, escuchar música a todo volumen, llamar a Ángel y que fuera a su casa para jugar juntos sin miedo a broncas…

—Es como si yo ya no formara parte de esto —se dijo de pronto.

El mundo no era perfecto. Se había convertido en un lugar extraño, inhóspito. Una selva.

Acabó comprendiendo que tenía hambre, así que regresó a la cocina y volvió a abrir la nevera. Tampoco debía de ser tan difícil prepararse algo que no fuera un bocadillo. Sacó un
brik
de caldo y de la parte baja, el refrigerador, un filete congelado. En la despensa encontró un bote de cristal con fideos. Llenó un cazo con el caldo, le añadió los fideos y lo puso todo a calentar. Lo del filete era más complicado, pero en el microondas había un programa de descongelación. Metió el filete dentro, en un plato, le dio a la tecla correspondiente y luego lo puso en marcha.

Se sentó en una silla a esperar con la cabeza dándole vueltas.

Se imaginó toda su vida de niño teniendo que prepararse cada día el desayuno, la comida y la cena.

Otro estremecimiento.

No, Ángel le había dicho que los huelguistas, primero, presionaban, para reivindicar sus derechos, y que luego acababan negociando.

¿Cuándo sería eso?

Aunque solo fueran unos días, lo de cocinar, lavarse la ropa… todo se le antojaba una montaña.

Cuando la sopa de fideos se puso a hervir, la sacó del fuego. El filete ya estaba bastante descongelado, así que lo puso en una sartén. ¿Faltaba algo? Sí, aceite. Lo preparó todo y, hala, a esperar que se hiciera. No fue al comedor. Se quedó en la cocina y dispuso la mesa en la que solían comer o cenar a veces, cuando lo hacían de manera frugal o solo estaban él y su madre o él y su padre. La sopa estaba ardiendo y se quemó la lengua, pero fue un mal menor. El filete casi se le puso negro por uno de los lados, y encima, por haber utilizado demasiado aceite, una llamarada rojísima envolvió la sartén por unos segundos. Se asustó. Si encima le prendía fuego a la casa…

Al final todo salió mejor de lo que esperaba.

Comió sumido en sus pensamientos y de postre se tomó un yogur. Luego dejó los platos y los cubiertos en el fregadero y se los quedó mirando absorto.

Iba a tener que lavarlos.

Los lavó.

Después fue a su cuarto, recogió la ropa, colocó las zapatillas en la ventana y estiró las sábanas para dar apariencia de que se había hecho la cama.

No era mucho, pero al menos le ponía buena voluntad.

«Ellos» tendrían que valorarlo.

«Ellos».

Ya los veía como marcianos, con antenitas y todo.

¿Y ahora qué?

La tarde era suya. Podía hacer cualquier cosa. Fue al teléfono para llamar a Ángel y, justo cuando iba a coger el auricular del inalámbrico, el aparato se puso a sonar.

Sus padres, seguro, preocupados por saber si había comido, si estaba bien…

—¿Sí?

—¡Felipe!

No eran sus padres, era Ángel, y por el tono de voz, más bien un grito…

—¿Qué te pasa? —se alarmó.

Y su amigo le soltó la bomba.

—¡Mis padres también se han puesto en huelga!

14
La plaga se extiende

S
e reunieron en el parque, lejos de los demás, para evaluar la situación. Temían que los teléfonos estuvieran pinchados. La situación era grave, extrema, única…

La situación era dramática.

—Lo mismo que tú —le dijo Ángel—. Carteles por toda la casa, hasta en los armarios, tipo «Si te quedas sin calzoncillos limpios, allá tú, hay que lavar los sucios»; y se han ido al cine con tus padres, tan ricamente. ¿Y sabes lo peor?

—¿Puede haber algo peor?

—¡No van a darme paga semanal! ¡Dicen que comida no faltará, porque no trabajo, pero eso es todo! ¡No van a darme nada salvo un techo, cama, algún beso…! ¡Lo pone así mismo, te lo juro! «Tienes derecho a comida, cama y algún beso, que por algo eres nuestro hijo, pero nada más». ¿Te lo puedes creer?

Felipe ya se lo creía todo.

Era casi un veterano.

—Se han vuelto locos —suspiró abatido.

Y eso que la teoría de la abducción y la conspiración extraterrestre le gustaba más.

—Tiene que haber leyes contra lo de la huelga de los padres, seguro —dijo Ángel cruzándose de brazos.

—¿Cómo lo averiguamos?

—Por Internet, hombre.

—¿No hablamos el año pasado en clase de algo llamado «Los derechos del niño» o «Los derechos de la infancia»…?

—¡Sí! —gritó su amigo—. Decían que teníamos derecho a muchas cosas.

—Vamos a mirarlo.

—¿A tu casa o a la mía?

—Da lo mismo. No hay nadie en ninguna de las dos.

La casa de Felipe estaba más cerca, así que fueron a ella. Nada más entrar, Ángel se topó con los carteles reivindicativos. Cuando se metieron en la habitación, el chico abrió los ojos.

—¿Quién te ha hecho la cama y ha recogido la ropa?

—Yo —respondió Felipe bajando la mirada.

—Vaya —no supo qué decir su amigo.

—Pensé que…

—No, no, si es una buena táctica. ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?

—Lo tuyo es reciente. Yo ya llevo más que tú con esto.

Se sentaron delante del ordenador, y cuando estuvieron en Internet teclearon «Derechos del niño». Al momento aparecieron tropecientas páginas hablando de ello.

—¿Lo ves? —se animó Ángel—. ¡Tenemos derechos!

Abrieron la primera.

Los leyeron uno por uno, con mucho cuidado.

Aquello era sin duda genial, pero por ninguna parte se decía qué hacer en caso de que los padres se declararan en huelga.

—Podemos «exigir» nuestros derechos —propuso Ángel.

—¿Y si ellos «exigen» los suyos?

—Mira a ver si también hay «Derechos de los padres».

Teclearon las cuatro palabras y nada. Muchas páginas de diversa índole, blogs, tonterías y demás historias, pero ninguna tan clara y precisa como la que hablaba de la infancia.

—Los padres no tienen derechos —dijo Ángel. No sonaba muy convincente—. Volvamos al parque —sugirió después de unos segundos.

—¿Otra vez?

—Sí —Ángel paseó una mirada cejijunta por las cuatro paredes de la habitación.

—¿Qué miras?

Su amigo bajó la voz, se acercó a su oído y le preguntó:

—¿Cómo sabes que no te han puesto una cámara?

—¡Estás paranoico!

—¡Chissst! —le cogió por el brazo y tiró de él—. Anda, vámonos.

No tuvo más remedio que seguirle. Apagó el ordenador y regresaron a la calle discutiendo sobre aquella locura de la cámara espía.

—¿Cómo te crees que pillan a los políticos y les graban sus conversaciones telefónicas? —insistía Ángel—. ¡Les ponen cámaras hasta en el retrete!

Nada más entrar en el parque apareció uno de sus compañeros de escuela y de juegos. Se llamaba Iker y era un auténtico peligro.

Un puro
destroyer
.

Se les cruzó por delante y los aplastó con la mirada.

—¿Se puede saber en qué líos os habéis metido? —les soltó sin andarse por las ramas.

—¿Nosotros? —exclamaron al unísono.

—¡Sí! ¡Vuestros padres están llamando a todos los del barrio y el cole! ¡Quieren que se sumen a una huelga! ¡Incluso han amenazado con hacer piquetes si alguna madre no cumple y se ablanda! ¡Esto es… como una guerra!

Felipe y Ángel abrieron y cerraron la boca sin decir nada.

No podían.

—¡Queréis hablar! —los amenazó Iker con un puño cerrado que más parecía una maza.

—Nosotros…

—… no tenemos…

—… ni idea…

—¡Algo habréis hecho! —tronó Iker deteniendo su tartamudeo a dos voces—. Los padres no se levantan un día y piensan «Voy a ver de qué forma fastidio hoy a mi hijo» —se enfureció aún más—. ¡Una huelga de padres es lo más gilipollas que nunca había oído!

Una señora que caminaba cerca le miró disgustada por su lenguaje.

—Todo empezó con él —Ángel señaló a Felipe.

—Mal amigo —se enfadó sintiéndose acorralado.

—¡Es la verdad! ¡Fueron tus padres los promotores de este desaguisado! ¡Y es porque tú siempre te pasas un montón!

—Eso no es cierto.

—¡Si hasta tú mismo lo dices a veces, y te ríes!

Felipe iba a estallar.

Si encima le fallaba su mejor amigo…

—Ahora eso ya da igual —reflexionó Iker cediendo en su agresividad pero sin perder el mal humor.

Se quedaron pensativos.

La situación era grave. Demasiado. Ponerse a discutir resultaba de lo más absurdo cuando lo que se les avecinaba iba a requerir de toda su energía.

Iker casi pegó su nariz a la de ellos.

—Mañana por la mañana todos aquí, a las diez. Que corra la voz —dijo en plan conspirador.

15
El tercer día

P
or la mañana se despertó a las nueve y veinte. Recordó la asamblea de niños del parque y saltó de la cama muy rápido. En el techo, la mancha que representaba a Águila Negra empezaba a sentirse muy sola. La esperanza de que las aguas hubieran vuelto a su cauce se disipó de inmediato cuando vio los mismos carteles en el pasillo y encontró a su madre en la terraza… pintando.

¡Pintando!

Se le acercó por detrás y desencajó el rostro. Se suponía que pintaba la escena urbana que se veía desde allí: las casas, las calles, la montaña al fondo, el mar a lo lejos… Pero, suponiendo que aquellas manchas informes reflejaran mínimamente el panorama, en el cuadro el cielo era rojo, las casas verdes, el mar violeta y la montaña naranja. Su madre debía de ser seguidora de aquel tipo que se había cortado la oreja por no vender nunca un cuadro. Habían hablado de él en clase de literatura al ver algunas de sus obras. Van… Van… ¡Van Gogh!

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