Authors: Gesualdo Bufalino
—¡Si eso no es mala fe! —insistió Ghigo. y Curro:
—En suma, una de dos, y de aquí no se escapa: o usted se ha puesto a sabiendas a un lado, esperando que Ghigo realizara la fechoría; o, impelido por la impaciencia, ha actuado por su cuenta, confiado de que otros pagarían en su lugar ... Tanto en un caso como en otro, abogado, si me encontrara en su piel, me sentiría mal.
dale, cada vez que interrogaba debía producirse una ineluctable glosa.
Mejor no prestar atención. La prestó Apollonio, que se desplomó en la silla como un neumático reventado.
Nadie tuvo ánimos de pronunciar ningún comentario: impresionaba ver al hombre obligado a decidirse entre dos papeles, a cual más penoso, de cómplice tácito o de malhechor en primera persona, uno y otro desmedidos para su talla mezquina. Mientras que a nosotros sólo nos parecía capaz de temerosas transgresiones, de incruentas murmuraciones ...
Ningún comentario, por tanto. Sin embargo en el silencio se oyó una voz, la voz de don Nisticò, que, conocedor de la Biblia al dedillo, disfrutaba extrayendo de ella frecuentes y agoreros solos de trompeta
wa wa:
- Y heriré la casa del invierno con la casa del verano, y las casas de marfil perecerán; y muchas casas serán arruinadas, dice Jehová ... Sería una coincidencia, pero meses después me impresionó descubrir, hojeando la Biblia, que eran palabras de un profeta menor, un profeta llamado Amos.
Lietta soltó un grito de alegría. Por el transistor portátil que llevaba encasquetado día y noche acababa de enterarse, a través de una emisora local, de que las comunicaciones con el interior se restablecerían en breve plazo y que, en especial, llegaría ayuda a las Descontentas al día siguiente a lo más tardar.
Bajo el impulso de esta noticia todos se alejaron en masa, quedamos sólo yo y Curro en el quiosco, de repente silencioso. Entonces salimos a pasear en la oscuridad, cuando parecía que todos se habían ido a cenar.
Paso a paso, bajamos a la playa. Él me rodeó los hombros con su brazo, comenzó a hablarme de él y yo le hablé de mí, no sé qué corriente de dolorida euforia me subía por las venas. No tardé en abandonarme, en desahogarme respecto a mí, mi vida, la vida toda ... , y a cómo este drama irrazonable había llegado a romper una tregua serena; y a cómo me punzaba el corazón la idea del editor, allá abajo, en la sala de juegos, presencia irónica y desolada, sobre la superficie verde de una mesa, sin nadie que lo velase ...
Había ido a levantarle un momento el sudario de la cara, casi esperando leerle en los labios una sentencia inequívoca. Le había mirado un instante, qué tormento: un cerúleo y anémico despojo, vaciado por la inmensa sangría como un tubo de carmín en la mesa de un pintor ... Y me había ahuyentado el hedor de la putrefacción precoz, que ahora intentaba alejar de la nariz con la ayuda del salitre marino y hablando a raudales de mí.
—¿Tienes un mandato? —protesté. antes de abandonarme...
(Egon Schiele: El abrazo)
Curro me escuchaba con deferente gravedad y ternura, era la primera vez que un hombre se mantenía largo rato a mi lado. Me sentí conyugal mente partícipe de su fatiga, aquel delito era un hijo nuestro que nos tocaba criar juntos, un vínculo consanguíneo que nos empujaba a resolverlo, afiliados en un mismo pacto como si lo hubiéramos realizado juntos con nuestras manos.
—¿Me permites —dijo Curro, pasando al tú con sencillez— pensar en voz alta?
Me ayuda.
Dije que sÍ, cómo no, y sin embargo durante un rato caminó a mi lado en silencio. Fui yo, por el contrario, quien tomó la iniciativa:
—Todo ha nacido, por lo que parece, de un diagnóstico sin esperanza.
Entonces el primer punto que hay que esclarecer es si el tumor es algo verdadero o una invención.
—¿Tú qué crees?
—Yo creo más o menos que es verdad. Ahora que lo pienso, recuerdo haber visto por lo menos dos veces a Aquila vacilar repentinamente y agarrarse tambaleándose a una silla. Hablaba de vértigos, de un velo delante de los ojos. Pues bien, yo no sé de medicina, pero Bette Davis descubría en un film, por unos síntomas idénticos, que tenía una enfermedad en el cerebro. Me acuerdo, además, de las citas en su agenda con analistas, con especialistas... y las frases a medias, los presagios, las metáforas de final próxlmo ... y de cómo le bailaba la alianza en el anular enflaquecido ...
—De acuerdo, demos la cosa por buena. Por otra parte, la autopsia lo aclarará.
Pero ¿qué significa?
—Significa que su decisión de muerte era auténtica y así se explica la sucesiva maquinación de atribuirla a alguien, de arrastrar consigo a la ruina por un absurdo talión a un enemigo. Por consiguiente, éste es un primer punto ...
—El segundo punto —Curro me quitó la palabra de la boca— se refiere a la bolsa que hemos descubierto en el Ford de Ghigo, con un poco de tierra y un cuchillo de cortar hielo, una especie de cincel, en su interior. Debió de ponerla allí el asesino, pero ¿quién es? ¿Ghigo o Apollonio? ¿Apollonio o Ghigo? Para mí son las dos mitades de una manzana. No creo que la segunda acusación haya resuelto todas las dudas. No me gusta dejarme arrastrar en cada ocasión por el muerto en sus volubles giros de vals ...
—Sí, pero el coche es de Ghigo ...
—¿Y qué? ¿Te imaginas a alguien que vaya
sembrando indicios comprometedores en un lugar de su propiedad? ¿Es posible?
—Es posible, es posible —afirmé—. Para hacer creer que una mano ajena los ha puesto allí adrede, para hacerle daño. No es la primera vez que un culpable fabrica pruebas clamorosas contra sí mismo a fin de hacerlas considerar falsas y salir inocente.
—Lees demasiadas novelas —exclamó, pero parecía impresionado por el razonamiento.
—También las escribo, si es que quieres saberlo
—enrojecí, pensando en mi manuscrito, empapado de sangre y acabado quién sabe dónde, quizá en la bolsa de los restos, quizá en un bidón de basura.
Me miró.
—Tanto mejor. Aquí tienes un argumento verídico, servido caliente. Podrías titulado:
La payasada.
Ya que éste es un delito de circo ecuestre, ampuloso, tragicómico, tragidramático ... Abundante en imperfecciones, juegos de gallina ciega, carambolas a mil bandas, piedras que recaen en la cabeza del que las arroja ... Un caso en el que, para entender su sentido, haría falta un cerebro insidioso como el del homicida o, por no ir tan lejos, de la víctima en persona.
—O como el tuyo, mister Holmes —bromeé-o. Tú no vales menos que los demás, apuesto a que lo resuelves.
—With a little help from you,
señorita Watson —dijo, y me estrechó el brazo.
No creía en lo que estaba oyendo, ¡un policía que citaba canciones de los Beatles ...!
Se había hecho tarde, pero ninguno de los dos parecía tener ganas de irse a dormir. Pasada la tormenta, el aire era agradabilísimo de respirar. Y del horizonte marino, ondeante de nubes en fuga, se esparcía, con la ayuda de la luna, una escena de alpes y valles nevados, un inmaculado país que unas mínimas manchas de gris claro ofuscaban como unas salpicaduras de barro un baño de lujo. Yo, ¿por qué callado?, me sentía desbordante de una insólita autosatisfacción. Protegido por la tiniebla, ofrecía al mundo mi rostro invisible y no tardaba en creerlo, en quererlo bellísimo. Estaba con un hombre, formábamos una pareja, al igual que innumerables parejas en innumerables playas en aquel mismo ensimismamiento de mediados del verano. Y tanto mejor si nuestras conversaciones giraban en torno a un misterio; y que un idilio, o lo que diablos estuviera naciendo, se entrelazara con él... Diantre, era una mezcla inédita, por mucho que recordase. E inédita suerte era también que yo confiara mi temblor y mi vagabunda espera de felicidad al progreso de una investigación tan manchada de sangre. Un hilo me unía ahora a aquel hombre pequeño y triste. Un hilo que era la búsqueda de los dos por el interior de las vísceras negras de aquella muerte. Seré yo quien la explique, me dije. No hay barba de policía que valga la mente en ebullición de una solterona que ama o cree amar ...
Entonces, maquinando, mi cerebro comenzó a trabajar. Quería gustarle, y si mis armas físicas escaseaban, la maquinita de detrás de la frente estaba engra-s.ada a conciencia, vigilante, astuta y cínica como es debido. «Comisario Curro», le dije afectuosamente en silencio, «¡eres mío!»
Me coloqué con los hombros apoyados en una prominencia de arena, estiré las piernas, encendí un cigarrillo. El sitio era cómodo y frecuentado habitualmente, como descubrí observando los restos de una acampada reciente, entre ellos una goma hemostática y una colilla manchada de carmín.
—¿Lietta? —exclamé en voz alta, pero Curro no contestó, había cerrado los ojos por el cansancio, tal vez se había adormilado. Comencé entonces a hablar sola, contemplando el mar—: Duerme, duerme, Sherlock Holmes del Testaccio, miss Watson piensa por ti.
Confiaba en provocarlo, pero no conseguí más respuesta que un intento de silbido,
With a little help
una vez más, con tan catastrófico desafinamiento como para inducirle a cambiar de repertorio, pasando a un indígena
Guarda ehe luna
También yo cerré los ojos. Comprendí que aquel escéptico contracanto era el único acompañamiento posible de su oscuridad a la mía. Y sin embargo no me di por vencida.
—Silba, silba todo lo que quieras. Silbarás más al final, pero de admiración ...
Pero ahora sígueme, si puedes, mientras pongo orden en tus cajones mentales, mientras clasifico dudas y certidumbres ... Eso, dibujo delante de ti en una imaginaria pizarra muchos y grandes interrogantes ...
—¿Y las respuestas? —se dignó preguntarme.
—Las respuestas llegarán después. Pero es preciso que me sigas.
—Presente —exclamó con repentina dulzura-o. Presente, señora maestra. Estoy aquí en la primera fila, ¿no me ve? —y mientras tanto levantaba la mano.
Me persuadí gustosamente de que no bromeaba, a mí no me falta la prosopopeya. Por lo que volví a pontificar sin ningún pudor:
—Digo interrogantes, debería decir verdades como puños. Tomemos esta historia del sol rompehielos. ¿Se puede realmente prever su acción con tanto rigor? ¿Y la trayectoria de un cuerpo sólido puede calcularse con la seguridad de que golpee el blanco previsto? Galileo podría hacerlo, o un campeón de bolos.
¿Pero Ghigo o Apollonio?
—Quizá a base de experimentos —insinuó Curro, y una sospecha comenzó a tomar forma en mi interior ... —Pero —insistí— aquella rotonda era un puerto de mar, no era fácil pasar inadvertido.
—He intentado repetir los gestos necesarios —replicó de mala gana Curro, que no parecía dispuesto a discutir-o. Para desplazar el busto y volverlo a colocar en posición de ataque, basta, increíblemente, con un par de minutos.
Una pálida madeja había salido del mar, niebla o lo que fuera, y flotaba a ras de agua, subía lentamente hacia la orilla a esparcirse sobre nuestros pies, allí donde, casi separados del cuerpo, se hundían en cuatro nichos de arena. Me asaltó una nueva languidez, el tumulto de las preguntas se debilitaba en mi interior, se convertía en murmullo de fantasmas soñados. ¿Quién, salvo los dos de siempre, sabía de la muerte fría? ¿Quién y por qué había ocultado en el coche la bolsa comprometedora? ¿Qué hacía Aquila en el almacén cuando yo le sorprendí en actitud de pensador solitario? ¿Quien había provocado el incendio era el asesino, era otro? ¿Y por qué tan ansioso de conocer el segundo memorial?
¿Qué, quién, cómo, por qué? Todo se me lió en la mente y de repente dejó de importarme ...
Tampoco él, por otra parte, podría jurar que mientras tanto se interrogase mucho en torno al enigma. Claro que estaba despierto y le oía respirar fuerte cerca de mí, veía cómo temblaba en su boca el puntito rojo del Muratti.
—Yo soy del Sur —dijo-o. Te habrás dado cuenta por cómo hablo. Pobre de nacimiento. Antes de que yo naciera, mi madre, tan pobres éramos, se hizo una bata de parturienta con el percal de una cortina de alcoba, y si supieras el trabajo que me costó diplomarme, después ...
De modo natural cogí su mano con la mía, de forma que nos quedamos un rato con los dedos entrelazados.
—Pobre pero orgulloso —continuó-o. Un hombre que se aparta las moscas él mismo, como dicen en mi tierra. O bien, como dicen los españoles,
un hombre de
pocas pulgas ...
—¿Qué significa?
—... que soporta una o dos pulgas, ni una más.
—Pero yo ...
—Tú, tú ... —me remedó—. Mi pulguita —me susurró de repente con sentimiento, y me acariciaba mientras tanto los cabellos. Busqué desesperadamente una actitud digna, careCÍa de práctica, sólo supe entonar
sottovoce
un viejo tema, hasta que a la mitad de
Luna lunera
cerró dulcemente con sus labios mis labios ...
—¿Tienes un mandato? —protesté, antes de abandonarme, era la frase de una película ...
Fue así, sin que nadie lo hubiera realmente querido, como la noche del quince de agosto de 1990, en un hueco entre dos dunas, no sin alguna dificultad técnica valerosamente afrontada, perdí la virginidad entre los brazos del comisario Curro.