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Authors: Gesualdo Bufalino

Qui Pro Quo (16 page)

Una explosión lejana partió las palabras entre sus labios. Eran pescadores clandestinos, detrás de la Punta di Mezzo, que probaban suerte. Sacudió la cabeza, terminó apresuradamente:

—Después me rendí a las llagas de decúbito, me harté de alzar el puño contra los Dogos, de escupir sobre las Doce Tablas ... Preferí recortarme dentro del Basurero Universal mi milímetro cúbico limpio, para morir de frivolidad. ¿Qué crees?, todo el mundo morirá de frivolidad. Envuelto en una sábana inmensa de Amos ...

Se echó a reír:

—Son bromas —dijo-o. Una vez al año suelo hablar así, con la boca redonda, como un príncipe del Foro ...

Además, estudié Derecho ... Después leo los informes de Casabene y se me pasa.

Subimos de nuevo hacia las Villas. Desde lejos corrió a pie, hasta el peldaño inferior de la escalera que bajaba al mar, Haile Selassie, visiblemente contento de volvemos a ver. Tediosa vida la suya, imaginé, único custodio de toda la propiedad (habiendo sido el resto del servicio despedido o enviado a la ciudad), siempre con aquel cielo sobre la cabeza, como un cubo de cenizas boca abajo, y, enfrente, el desfile inmutable de las olas ... , ni más ni menos que la vida de un farero, que es el más infeliz y soberbio oficio del mundo ... Demasiado ingenuo para darse cuenta y para sufrirlo, el buen Haile corrió a nuestro encuentro fes-t.ivamente, sin ahorramos un solo ladrido del nativo vernáculo Galla y Sidamo.

Después, volviendo a un divertido italiano, nos invitó a su casa, a su vivienda, que era la misma que la ocupada por mí en la circunstancia anterior. Era la ocasión para preguntarle por mi equipaje olvidado, pero se me adelantó, abriendo el armario de pared, donde de un perchero superviviente colgaba una bata y a un lado, amontonados, yacían gorros de goma, una raqueta, una prenda íntima, una sandalia desaparejada ...

La escena no era como para ensalzarme a los ojos masculinos del comisario, e inmediatamente habría dado media vuelta de no haber descubierto en el montón el gran bolso de bandolera que suponía extraviado y cuya visión acompañó de repente un
flash
de sepultada memoria: Medardo en lo alto de la colina, que entrega un paquete y me dice que lo conserve. Dios mío, ¿qué casación me lo había borrado de la mente, cómo había podido no volver a pensar en él?

Precipité las manos hacia el objeto, lo desempolvé apresuradamente, lo abrÍ. y ahí estaba, en el fondo, el sobre color amarillo, cerrado con dos gomas cruzadas... «Documentos de la empresa», había dicho Aquila, y puede que fuera asÍ. Pero yo y Curro intercambiamos una mirada furtiva. Así que abrí el cierre, miré dentro, miramos. El sobre contenía un sobre menor, sellado del modo habitual y con una dirección encima del papel blanco, que decía, ya me lo esperaba:
Esther
Scamporrino, en mano.

Lo metí de nuevo en la bolsa, me despedí del Negus Neghesti, nos fuimos.

Ninguna palabra entre nosotros, ninguna prisa. Avanzábamos por la autopista a un paso tan lento como para que sonaran los cláxones de todos los Seiscientos que nos adelantaban. Finalmente, en un aparcamiento suspendido sobre el mar, el comisario se paró.

—Así que había una tercera carta —dijo meditabundo-o. ¡Maldito grafómano! —estalló entre dientes.

Nos apeamos del coche, nos apoyamos en el pretil, de espaldas al mar. Yo saqué de la bolsa el sobre, lo abrí. Ya por el tacto me había dado cuenta de que contenía varias hojas.

—Otra vez —me dije con desesperación-o. Dentro de un minuto la Esfera vuelve a partirse, todo empieza a bailar de nuevo, a desordenarse. Y él riendo, riendo ...

Cerré con fuerza los ojos, no sé por qué, y en aquel mismo momento (¡qué intempestivas y espontáneas son las burlas de la memoria!) de un remoto instituto me saltó a la mente en su perfección feroz el verso que un instante antes había perseguido inútilmente: «Creyendo con el morir huir desdén ... »

Por consiguiente, no «peligro» sino «desdén» Y no se trataba de Petrarca, no se trataba de Tasso .

Curro se alejó unos metros, parecía no verme ni oírme, atento únicamente al agua del mar, un agua azul noche, que golpeaba suavemente los escollos de abajo. Un agua vieja y cansada, como vieja y cansada desde hacía una hora me sentía yo.

—Uf —exclamé en voz baja, y devolví, sin leerlas, las hojas dentro del sobre, sosteniéndolo débilmente en la mano como una cerilla que se consume.

Después, con una breve torsión del antebrazo, abriendo insensiblemente los cinco dedos, lo dejé caer al Mediterráneo.

Apéndice

con fantasía de variantes
donde el autor, al despedirse, rescata de la papelera los pocos restos de un capítulo suprimido y los propone al lector como ejercicio mental y juego epistemológico, con anexa licencia de entrada en las barreras entre ciencia, superstición y absurdo ...Bajo la bandera de la In-conclusión, musa superviviente de la Ficción.

Dejándose adelantar por un Tipo blanco:

—Sin embargo —bromeó Curro, pero a mí me entró la sospecha de que no bromeaba —, la había copiado yo mismo a la perfección: caligrafía, estilo, giros mentales ...Un Medardo de dieciocho quilates. Apuesto que te la habrías creído a la entrada de la ciudad, parados delante de un semáforo:

—Ese libro tuyo —se lamentó Curro-o. Por lo menos podías haber cambiado mi nombre. Menos mal que mi mujer sólo lee
Novella Duemila ...

En la puerta de casa, con un pie entre las hojas para impedir que cerrara: —y si aquel guardaespaldas —supuso Curro— se hubiera quedado en las Villas, aquella noche. ¿Y si fuera él el incendiario, el ladrón con peluca? ¿O el asesino, incluso?

Subiendo las escaleras:

—La otra Agatha —insinuó Curro— se las ingenió con mayor brío. ¿Te acuerdas del
Asesinato de Rogelio Ackroyd,
donde el culpable es el narrador?

Desnudándose:

—Pensándolo bien —observó Curro— con ese libro tuyo que se vende tanto, quien más ha ganado has sido tú.

Vistiéndose:

—¿Qué? —me preguntó Curró—. ¿Ha ido mejor esta vez?

—Cómo no —mentí calurosamente.

Ya había salido, me llamó por el portero automático:

—Me olvidaba, ha aparecido otra carta más. Estaba en la caja fuerte. Dice el notario que ...No entendí el resto, pasaba un autobús.

GESUALDO BUFALINO, nació en 1920 en Comiso, Sicilia, donde ha vivido siempre, salvo breves paréntesis, dedicándose a la enseñanza. Escritor «secreto» hasta los 60 años, en 1981 se produjo su extraordinaria revelación con la novela Perorata del apestado, que ganó el Premio Campiello. Publicó también el poemario La miel amarga (1982) y las novelas Argos el ciego (1986). Aparte de varios libros de ensayo y de poesía, publicó Las mentiras de la noche (1988), que fue galardonada con el Premio Strega, el libro de relatos El hombre invadido (1986) y Qui pro quo (1991), una personalísima novela policíaca. Calendas griegas (1992) y Tomaso y el fotógrafo ciego (1996).

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