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Authors: Gesualdo Bufalino

Qui Pro Quo (7 page)

—¿Cómo, cómo? —se sorprendió Curro, con los ojos cada vez más parecidos a dos pinchos de higo chumbo.

—Hace unos días —prosiguió el abogado—, Aquila se presentó en mi habitación y me entregó una plica, rogándome que la guardara por algún tiempo. Que la abriera sólo en caso de impedimento grave suyo. Le pedí aclaraciones, no quiso dármelas. Aquí está, e ignoro su contenido.

Dicho esto, sacó una carpeta de tela color arena, sellada con el lacre de tres sellos.

Había caído la tarde pero en la atmósfera del quiosco se estancaba un calor extremo, parido por el temporal, que no ayudaban a refrescar las lámparas de carburo que la servidumbre, extinguida la electricidad, había encendido alrededor. Recuerdo que también se veía, entre velos de nubes negras, la luna.

—Adelante —dijo Curro, y Belmondo, después de subrayar su integridad, desgarró el paquete. Apareció un sobre grande y blanco, cerrado como correspondencia normal. El comisario se apoderó de él, y después de abrirlo sacó de su interior, junto con varias páginas mecanografiadas, una hojita de pocas líneas escritas con pluma que me entregó a través de la mesa, para que la leyera en voz alta.

Así que éste fue el texto que descifré, parándome en varias ocasiones para sonarme conmovida la nariz:

Apollonio, te confío selladas con tres lacres estas cartas testamentarias que deseo sean abiertas y leídas en público dentro de las veinticuatro horas a partir de mi fallecimiento. No te sorprendas si te elijo como notario. No nos queremos mucho; y es dudoso que hayamos sido jamás amigos. Además tú me traicionaste (a este respecto te advierto inmediatamente que no te lo reprocho, no siendo tú ni el primero ni el décimo hombre en la vida de mi mujer, habría sido tonto resistirse. Por otra parte es una mujer guapa, su temperamento es famoso). Con todo ello, ¿a quién más habría podido dirigirme? Te sé buen experto en leyes, no faltarás a tu obligación. Te doy las gracias y, si se le permite a una sombra, te abrazo.

Medardo

Rumores sordos acompañaron la lectura, a la que siguió un alboroto de protestas y reprobaciones. Apollonio aparecía petrificado, Cipriana furibunda, Matilde lanzaba a ambos miradas iracundas. Otros, pese a lo penoso de las circunstancias, disimulaban a duras penas no sé qué prurito de hilaridad ante semejante petición del marido al amante. Yo estaba desconcertada y ansiosa por oír la continuación. Curro, por su parte, no hizo ni una mueca. Fue él, incluso, quien, impuesto el silencio, se apoderó de las hojas restantes y, no sin cadencias de su acento natal, las leyó.

Decían:

Señor comisario o sargento o magistrado o notario o quienquiera que, teniendo autoridad para ello, sea el primero en ver estos papeles, quien habla es un cadáver y declara de memoria futura. Si tiene esta nota bajo los ojos, significará que he muerto. No como consecuencia de un accidente, fíjese bien, sino bajo los efectos de una violencia homicida. Dos son los modos que imagino: fulgurado por una carga de corriente en el agua del baño o aplastado por la caída de una piedra sobre mi cabeza. Profecía demasiado meticulosa, se dirá. Pero existe una explicación, y es la más, convincente del mundo: yo mismo he urdido mi final con previsora perfidia; yo mismo he armado la mano del responsable. No se sorprenda. A nadie le gusta sustraerse a un vicio tan dulce, tan arraigado, como es la vida. De todos modos, si lo he hecho, he tenido algún motivo, como pronto verá, si tiene la paciencia:.de atenderme.

Una mañana de hace un mes simulé ante mi mujer el habitual compromiso en el despacho' y me dirigí a un especialista para tranquilizarme sobre algunos trastornos que me afligían. Al cabo de dos horas de análisis, supe que estaba invadido por un mal no operable y que no tardaría en morir entre espasmos.

Fue una coz de mulo en el pecho, me sentí asaltado por un miedo y una rabia que no puedo ni contarle. Miedo por la cosa en sí, que era justamente temible; rabia por las felices consecuencias que inmediatamente ví caerían gracias a mi muerte sobre las dos personas que más odiaba: los dos hermanos Cipriana y Ghigo. Toda una lluvia de oro sobre ella: la pingüe póliza de seguros, las acciones de la empresa, la villa, mis imprentas, mis libros, la libertad de cultivar a tiempo pleno sus vicios... Mientras el socio, constreñido hasta ahora a arrastrarse lívidamente delante de mí, habría, igualmente, ocupado mi sillón, fumado mis cigarros ...

Esta idea me disuadió de buscar una muerte veloz e indolora, como me había sentido tentado a hacer, y alimentó en mi cabeza una maquinación que pudiera procurarme, aunque sólo fuera en la fantasía, algún póstumo, si bien cruel, placer.

Medité pues hacerme matar, en lo posible por uno de ellos o por ambos, persuadiéndolos al acto con artes ocultas y ofreciéndoles al tiempo motivos impelentes, una ocasión cómoda, una certeza de impunidad ...

Para empezar, no mencioné para nada mi mal, a fin de que me creyeran tan longevo como mis padres, más que octogenarios. Después procuré que el cebo bailara largo rato ante sus narices. Ahora yo no puedo saber, en la nada negra desde la que le hablo, cuál de los dos peces, cuando no los dos, ha picado, pero puedo conducir igualmente en su lugar la investigación. No como simple testigo de cargo sino como investigador vicario, como esos que en las novelas, aun resultando decisivos para el éxito, dejan generosamente el mérito a los titulares de la policía.

Así pues, le informo de que comencé por hacer brillar ante mis potenciales asesinos dos atractivas alter nativas que llamaré, para simplificar, de muerte caliente y de muerte fría. Entiendo, por muerte caliente aquella dentro de la bañera en el curso de una ablución. Tengo en efecto, mientras me baño, la peligrosa costumbre de colocar sobre una mesita una estufita eléctrica de infrarrojos. Incluso en verano, friolero como soy. Otra costumbre, reliquia de antiguos y promiscuos juegos amorosos, convertida ahora en vulgar routine,
es la de invitar cada mañana a mi mujer a enjabonarme la espalda. Pues bien, en los últimos tiempos, y varias veces, le repetía: "Procura no tropezar con la estufa. Si se cayera al agua, me fulminaría.»

Así hasta hace tres días, mientras ella me frotaba y secaba con manos desganadas.

Y añadí que había decidido venderlo todo y llevar al extranjero el capital. Y que nos divorciaríamos, nosotros dos. Por culpa suya, claro está. Con una pensión modesta, por tanto, justo para lo necesario. De lo superfluo, ya se ocuparían sus amantes.

No le cuento la escena que siguió, el resplandor de una intención que le suscité en la mirada ...

Al tribunal: si aparezco muerto boca abajo dentro de la bañera, con una estufa que chirría al lado, carbonizado de pies a cabeza y encogido en mi desnudez ..., si se ha producido esto, deténganla y no crean en sus lágrimas: ella es la que me ha matado...

Curro se interrumpió, se vio obligado a interrumpirse. El local resonaba de aullidos, una auténtica crisis. Cipriana se subía por las paredes; Matilde, por un motivo diferente, llegaba casi a su altura. El mismo Belmondo estaba pálido, parecía que fuera a desplomarse de un momento a otro. Fue el comisario quien se interpuso:

—Vamos, vamos, al fin y al cabo Aquila ha muerto de otra manera. —y en ese momento todos, naturalmente, miramos a Ghigo.

El socio parecía mucho más tranquilo de lo que cabía esperar, dadas las circunstancias; con una risita incluso, entre los labios carnosos, que amenazaba con mordaces desquites. Nos tranquilizó con la mano:

—Leamos el resto —propuso.

Curro recogió las hojas que se habían esparcido por la mesa y reanudó la lectura:

Éste el primer guión previsto. Subordinado, desgraciadamente, a la fuerza de ánimo de una criatura frívola, débil, inepta. Porque si ésta se revelara incapaz de acción, ahí va una segunda carta a jugar, más artificiosa, más teatral, más acorde con mi gusto. Es la que he querido titular, no tardará en ver por qué, de la muerte fría, y sienta en el banquillo a mi socio. He tomado la idea prestada de un relato, no sé si leído o soñado, hace muchas décadas. En él se contaba un delito cometido utilizando algunos principios de física y termodinámica. No me habría vuelto a la memoria de no haber tenido disponibles aquí los ingredientes indispensables para el caso, que son tres: el hielo, el sol, una piedra.

Hielo, ya sabe cuánto abunda en la fabriquita de abajo, detrás de la cochera.

Todos lo han visto formarse, trabajado por la máquina, mejor que en los con-g.eladores habituales, y pasar después a las prensas para salir de ellas en forma de bloques o
lingotes, que una camioneta se lleva, envueltos en la paja y protegidos por trapos viejos. Me gustaba, de chico, cuando en el lugar de las Villas aquí sólo existían casas de pescadores y se veraneaba a la buena de Dios con la familia, hacerme regalar una esquirla y exponerla al sol del mediodía, calculando el tiempo que tardaba en disolverse en agua para luego desaparecer. Económico juego de cambio y espejismo, tan semejante, dan ganas de pensar, a nuestra vida; pero al que siempre he preferido referirme en razón de sus posibles resultados homicidas. y para ellos, junto con una materia soluble al sol, se precisaba una piedra obediente y dura ... ¿
Y cuál habría podido encontrar más idónea que los bustos sobre la rotonda? Colocados sobre pedestales, sin más fuerza adhesiva que la del propio peso, bastaría con un pequeño esfuerzo del hombro y del brazo para remover uno de ellos y después suspenderlo en equilibrio sobre el blanco, luego de haber erosionado con un escalpelo una porción de la base y haber introducido en lugar de ella, no tanto l1n lingote, intransportable y pesado, como una lámina ligera o
los trocitos de hielo que se forman en el frigorífico y esperan la descongelación. Bien, actuando así, preparas una máquina de muerte, una bomba de relojería, regulada no por un despertador sino por el curso fatal del sol.

Así que éste es mi plan: colocar habitualmente mi silla justo allí donde al caer por falta de soporte un busto de la rotonda me golpeará infaliblemente. Inculcar después la idea al enemigo elegido, con discursos oblicuos, dejándole vislumbrar sus ventajas: la posibilidad de una coartada segura sólo con hacerse visibilísimo en otro lugar en el momento del catacroc; la ausencia de huellas, por lo que se atribuiría la culpa del suceso a la desmenuzable arena del pedestal; finalmente, la seguridad del resultado, que garantizaban mi puntualidad en sentarme cada día en el mismo escaño y la colaboración del sol, previsible al minuto exacto: un cómplice, este último, sobre cuyo silencio se podía contar del todo ... Un plan de primer orden, ¿no es así? Pero el problema estaba en convencer a Ghigo de que se convirtiera en su ejecutor.

Le acosé poco a poco. No era necesario echar leña al fuego contra mí. Él me devolvía el odio con toda su alma. Pero eso no habría bastado de no haberle asustado con una ruina inminente de la que yo sería el artífice. Cosa que conseguí removiendo un espectro de letras caducadas, talones sin fondos, acciones hipotecadas, todo un cúmulo de infracciones suyas, en suma, que amenazaba con querer desenmascarar.

Además, coram populo anuncié el cierre de toda la editorial, que hasta entonces sólo le había insinuado privadamente, convocándole varias veces al belvedere, justo al lado del busto de Esquilo, al que no olvidaba llamar en broma en aquellas ocasiones Damocles, observando con qué peligro colgaba perpendicular sobre mi cráneo. Me las arreglaba después, durante la conversación, para llevar a Ghigo como por azar a la contigua fábrica de hielo, y allí, como víctima de un abandono y enternecimiento repentino de la memoria, evocaba mi diversión infantil con sol y hielo, y el abuso que, había leído no sé dónde, de ella podía hacerse. Así, y con otras palabras que no repito, iba sembrando en su mente la semilla homicida.

Concluyo: si como he previsto y querido, muero aplastado por un peñasco, no busque al culpable en otro que en Ghigo. Es él, de esta subasta trucada en la que vendo mi vida, el imprudente vencedor ...

A usted le corresponde ahora agarrarlo. Si no bastara este testimonio, pídale que describa sus movimientos en la hora que precedió al delito. Estoy dispuesto a apostar que no podrá negar una visita a la rotonda. Por otra parte mi secretaria, a quien yo asigné ese papel de centinela, podrá ofrecerle pruebas al respecto. Tampoco dudo de que sus huellas aparecerán sobre el cincel en la cajita de las herramientas y en algún pomo, o que algún sirviente le habrá de algún modo sorprendido en actitud sospechosa ...

Esto es todo, por ahora. Quiero creer que alguna presa morderá en los dos anzuelos que he preparado. Moriré a manos de terceros y de mi asesinato habré sido yo el instigador y el responsable primero. Sé no obstante que el consenso de la víctima, e incluso su colaboración, no atenúa el delito del homicida. Así que esta mi confesión servirá, al fin y al cabo, para hacerle más dolorosa la pena, acompañándola con la conciencia de haber sufrido una broma pesada.

En cuanto a mí, me lamento únicamente de no poder disfrutar en vida la escena. Y que se sepa de todos modos que mi último sentimiento ha sido la alegría de imaginármela.

Adiós a todos.

El difunto Medardo

Aquila
V.º Bº.

VI. ATAQUES, PARADAS

¿Recordáis, en algunas pinturas del Renacimiento, el personaje del donante, arrodillado con las manos juntas en una esquina? Ajeno en apariencia a la acción que tiene lugar en primer plano, es él, por decirlo así, el motor del espectáculo desde el momento en que, como se dice hoy, lo esponsoriza ...

Del mismo modo —pensaba— Medardo, aunque asistiera de lejos y en silencio, tapado por una sábana y colocado por Haile sobre una mesa de ping-p.ong, resultaba a la postre el maquinista de todo. ¿En silencio? Hasta cierto punto, si se considera el mensaje embotellado que había dejado en herencia y que ahora nos mantenía pegados a las sillas, a quien furibundo, a quien trastornado, a quien asustado, a quien solamente curioso, pero unidos todos por una aversión confusa respecto a un muerto de modales tan indiscretos. Un muerto que en lugar dé ocuparse de sus cosas, objeto pasivo de pública conmiseración, se atrevía a humillar hasta tal punto nuestra crédula presunción de estar vivos ...

Medardo Aquila ... , apenas habíamos terminado de recoger de los labios del comisario aquel nombre y apellido, que firmaba a modo de bofetada la papela, y ya se alzaban por doquier las más variadas interjecciones, incluida una blasfemia de las más retorcidas, emitida, me pareció, me duele decirlo, por Giuliano.

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