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Authors: Gesualdo Bufalino

Qui Pro Quo (9 page)

Me escuchó con respeto, se quedó la hoja, luego se colocó en la ventana, como para controlar sus vistas posibles. Inútil decir que había demasiada oscuridad para cualquier comprobación, no se advertía ninguna presencia, salvo la del mar, allí detrás, que seguía rugiendo después del diluvio, pero sólo para mantener el tipo, con la garganta de un mastín soñoliento y ahíto.

También el cielo mientras tanto se había ido aclarando y flotaban en él leves vapores, pedazos erráticos de hierba de un despeluzado San Siro ...

El hombre comenzó de repente a hablarme afectuosamente:

—De usted me fío, tiene una cara decente. Es lo que necesito. Aquí en las Descontentas me siento en territorio enemigo. Yo solo, con Casabene, manteniendo la posición.

Prestó atención, se acercó cautelosamente a la ventana, la abrió de repente, inmediatamente la cerró. —Pero ¿qué podría ocurrir? —pregunté aprensiva-m.ente.

—Nada y todo —contestó-o. Hay esta carta-b.omba, que sin duda a alguien le gustaría leer antes que los demás ...

La palpó con la mano dentro del bolsillo derecho. —... Hay una gusanera de acusaciones y sospechas alrededor de este muerto que habla. Y tendré que quedarme aquí no sé cuánto tiempo, hasta que lleguen los refuerzos ...

Reflexionó un poco, regresó a la ventana, se perfiló detrás de los cristales a plena luz. Parecía como si quisiera ofrecerse desde la habitación como blanco o visión para alguien. Después, con un gesto lento, sacó un bulto que la abundancia de la manga me ocultó al principio.

—Guárdelo usted —dijo con decisión-o. Mañana por la mañana me lo devolverá.

Lo miré con estupor infinito. Lo que me ofrecía, y con gestos silenciosos me convencía de que aceptara sin protestas, era, sí, la carpeta de Amos, pero dentro, como —inmediatamente descubrí en cuanto desaté los cordeles, no estaba el sobre de antes, sino, en su lugar, un libro de bolsillo azul, todavía arrugado por la lluvia.

—Cualquier cosa que suceda —me susurró al irse—, Casabene está de guardia.

VII. PAGANINI CONCEDE EL BIS

Que noche. Fue una tortura cerrar los ojos, después de tantas emociones y sorpresas, la última de las cuales resultaba la más indigesta. Curro —era incluso demasiado claro— me había elegido como cebo sin siquiera consultarme. No significaba otra cosa la carpeta falsificada que me había confiado ostensiblemente, con la esperanza de que la pantomima no escapara a quien debía, agazapado en la oscuridad. En suma un trocito de queso ofrecido a la nariz y a los dientecillos de un ratón invisible ...

Era como para dolerse y tácitamente me dolí, mientras me disponía a meterme en la cama, después de haber ocultado la inocua carpeta debajo de la almohada. Bastante asustada, lo confieso, de tener que defenderme de los asaltos de un eventual agresor. En cuanto a Casabene ... Espera y confía ...

Ya me gustaría vede en acción, a un veterano de su estilo, carne de asilo, ahora ... Puesto a velar mi sueño, ¿hasta qué momento sabría resistir al suyo... ?

En medio de estos temores, estrechando puerilmente unas tijeras debajo de las sábanas, y protegida por una lábil mosquitera, afronté el riesgo de la oscuridad.

Caminaba por una tierra elástica, inclinada sobre el mar. Volaba con gestos afelpados, desprovistos de peso, a través del abstruso esplendor de un crepúsculo psicodélico. “¿Qué lugar es éste? ¿Dónde me encuentro?" No había ansia en mi ignorancia, sólo una tranquila seguridad de satisfacción; como cuando metes una moneda en el
juke-b.ox
y esperas. Alguien respondería, desde un Empíreo o una cátedra, y yo volaba hacia él a lo largo de un pasillo de aire, entre dos hileras de bancos, niña, un lazo en el pelo, delantal y dedos sucios de tinta roja, flaca, dedos sucios de sangre, de una sangre roja, sorprendente y nueva, recién aparecida por primera vez de la vergüenza de una herida.

«¿Dónde me encuentro? ¿Qué lugar es éste?" sobrevuelo bosques, un calvero. Me da tiempo a reconocer a un viejo, entre matorrales de hierba seca, tendido, con dos monedas de cobre en los ojos. Y sé perfectamente que estoy soñando, y que si ya es tan difícil en la vida de todos los días encontrar personas que no sean fantasmas ... Basta, el viejo se mueve, se levanta, camina, alzando hacia mí grandes pupilas de ciego, ahora se ha parado con la cabeza desnuda sobre el pavimento de la ciudad, en medio de los pasos cebra de una ciudad vertiginosa, escrita por el viento, que a cada instante se retuerce, se desenvuelve, se afloja ... Hasta que se borra y en su lugar regresa la llanura, una llanura infinita, donde me precipito desplegando las alas, gritando.

«¿Dónde me encuentro? ¿Qué lugar es éste?», tácitamente volví a preguntarme, y me desperté inmediatamente, con una repentina taquicardia.

«Hola, Esther», me dije. «No tengas miedo, eres tú.» y como suele ocurrirme en las emergencias, me animé afectuosamente: «Vamos, Esther, tranquila. ¡Tranquila, pedregosa Ítaca, Banquero de los Juegos!» Eran los apodos con que las compañeras más robustas me perseguían, por celos de mis notas ...

Fue en ese momento cuando percibí contra el costado el frío y la extrañeza de un objeto. Abrí de nuevo los dedos anquilosados, solté las tijeras, salté a sentarme en la cama. No, no resultaría necesario utilizarlas, no había ningún extraño en mi cabecera, y sin embargo no sé qué sensación de alarma había invadido mi habitación y alcanzado por medios misteriosos el fondo opaco de mi conciencia. Me froté los párpados: un resplandor rojizo coloreaba la pared oriental, frente a la ventana, deshaciéndose en temblorosas y efímeras erupciones y burbujas luminosas. No se oía, pero se adivinaba, un crepitar ininterrumpido, como de gavillas o rastrojos en medio de un campo. Me levanté, con la mente confusa, y me precipité a descorrer las cortinas. Todo el cielo aparecía hecho una llama, no había duda respecto a la dirección, la capilla encima del pozo estaba ardiendo. Me puse una bata, me lancé por las escaleras hacia la media luna del belvedere.

Fui la última en comprar billete: toda la compañía (o casi toda, por lo que podía entreverse o verse) a, por lo que podía entreverse o verse) ya se había alineado a mirar, era como si estuvieras en un
Quo vadis?
, al lado de Nerón y demás socios, sólo faltaba la cítara. Sólo que, sumándose al extremo calor de antes el del incendio que se desparramaba nuevo por el aire, en nuestro palco imperial nos ahogábamos. Extraño palco donde, quien más quien menos, vestíamos todos el más extemporáneo y heteróclito
deshabillé
....

Apagar el fuego, oí a través de varias voces, no sería posible, faltaban los medios y las fuerzas. Era mejor esperar a que, consumidas las partes combustibles, el edificio se desplomara por sí solo. Y menos mal que no había viento ...

Busqué con la mirada a Curro, al que había pillado, al llegar, en una pose de cómico espionaje, dando la espalda a la comitiva, inclinado sobre el parapeto, entre busto y busto, escrutando la oscuridad. Iba en calzoncillos y sobre las puntas de los pies se erguían breves y morenas piernas, también un poco torcidas, para ser justos ...

Le toqué en los hombros, me reconoció con alivio, al cabo de un instante le había perdido de vista ...

Volvió a aparecer cuando terminó la cosa, cuando ya de la hoguera sólo sobrevivía una humareda de pipa oscura y grande en el cielo; volvió a aparecer en la escalera, seguido de Casabene, blandiendo, como Perseo la cabeza de la Gorgona, el trofeo de una fea peluca rubia de mujer.

—Un desaprensivo —anunció a la aterrorizada asamblea— ha aprovechado el fuego, que a partir de ahora considero doloso, y el consiguiente tumulto, para meterse en la habitación de la señorita Esterina. Estaba seguro de encontrar en ella un tesoro. No ha acertado por un pelo, aunque, hablando de pelos, ha dejado detrás muchos.

Y sonriendo agitó la peluca.

Un murmullo corrió entre todos, que se convirtió en exclamación cuando el comisario añadió:

—Está claro que buscaba la carpeta de Amos, y no puede decirse que no la haya encontrado. Lástima que tanta gimnasia le haya reportado únicamente un librito. Un buen libro, para ser exactos. Su cultura lo disfrutará.

Estábamos todos exhaustos, derrengados. Fue un alivio oírle decir que nos fuéramos todos a acostar hasta el mediodía. Al día siguiente a las cuatro de la tarde reunión general en el quiosco.

Estaba segura de que al mediodía del día siguiente Curro volvería a invitarse a almorzar en mi habitación, y así fue. No me gustó, o tal vez sí, que viniera solo, dejando poco democráticamente al cabo primera aparejado con el negus en los aposentos de los forasteros. Por otra parte, con mi hornillo de gas y las escasísimas vituallas, poco tenía que ofrecerle.

A ese poco él puso igualmente excelente cara, sin dejar por un minuto de masticar y platicar. Supe entonces que la noche anterior no había corrido un verdadero peligro, él estaba con Casabene haciendo atenta guardia.

—Había vislumbrado una sombra escaleras arriba —dijo-o. Entonces quise inducir al desconocido a realizar un golpe de mano ...

A mí, por contagio de mi antiguo
boss
, me gustaba hablar fantasiosamente.

—Lástima de esa diversión del fuego —dije-o. Si no, habríamos pillado a la zorra in fraganti.

—Ya —admitió Curro—. También yo me he dejado distraer. Por eso él se me ha escapado de los dedos. —¿Por qué
él?
—objeté-o. ¿No podría tratarse de una mujer?

—¿Con un tupé tan vulgar? —objetó-o. No se habría atrevido a ponérselo.

—Es posible —exclamé-o. Pero no se encuentran complementos semejantes en un guardarropa masculino.

—Sí, pero aquí no hay hombre que no tenga acceso a un guardarropa de mujer ...

Seguimos así por un rato, con ese toma y daca, contradiciéndonos y simpatizando. Hasta que llegó la hora de la reunión, a la que para mi vergüenza llegamos juntos y con retraso.

Nos sentamos y Curro depositó solemnemente encima de la mesa la peluca y el sobre, todavía intacto, con todos sus sellos y lacres.

Levantó la primera.

—¿De quién es? —preguntó imperiosamente.

—Es mía —exclamó débilmente Cipriana—. No me la pongo desde hace meses, llevo meses sin veda.

Habría jurado que no era cierto y estaba a punto de abrir la boca, cuando el comisario se me adelantó:

—Importa poco. Aunque espectacular, yo doy es caso peso a la escapada de esta noche. El culpable, quienquiera que fuese, tenía el único fin de conocer las últimas voluntades de Medardo un poco antes que los demás. Y, si era necesario, acallarlas para siempre. Ahora bien, como sospecho que tiene la intención de probarlo de nuevo y temo que pueda conseguirlo, decido con razón o sin ella anticiparme a él y procedo a una pública lectura por motivos de fuerza mayor. Para eso les he convocado.

Silencio, agitación de todos.

—Como ven —dijo Curro—, la carpeta ha desaparecido. Ha acabado en el mar, probablemente, o entre las llamas; junto con el querido librito que había metido en ella y que tendré que volver a comprar. Pero sólo era un contenedor, el botín real sigue en nuestras manos, intacto, sobre esta mesa.

Levantó el sobre al aire, lo paseó alrededor de la mesa como la primera vez, para que se viera su estado; después lo desató con prudente lentitud.

Sacó de él finalmente unas pocas hojas y las ofreció al escultor para que las leyera.

—Le toca a usted —dijo-o. Usted es el depositario. Entonces Amos leyó así con una voz de sargento mayor jubilado:

Al señor comisario o a quien lo sustituya, a los señores jueces o a quienes los sustituyan, contra orden, señores a la escucha. Mi cuñado Ghigo es inocente. Yo lo odio, es obvio. y sin embargo me basta y me sobra con haberlo asustado. Por otra parte, su utilización como falso objetivo inicial era el eje de otro plan mío más sutil, que no tardarán en conocer. Mientras tanto, me dispongo a disculparlo con este mi segundo escrito que, a la vez que le libera a él, derrota al auténtico culpable.

Antes de proseguir, sin embargo, déjenme divagar un poco. Yo, el abajo firmante, Medardo Aquila, valga para quien me conoce mal o no me conoce, soy un hombre temeroso de vivir y desengañado de la vida. Temoroso y desengañado, ¡sin embargo tan enamorado! Enamorado de las estaciones, de las horas, de cualquier movimiento de la memoria y del deseo, de todo el arco iris de los sentimientos, trátese de corazón o de conciencia, el cual me irradia debajo de la piel y detrás de la frente, murmurando o gritando en cada ocasión ¡el estupor de ser yo! Todo eso acabará cuanto antes y es una catástrofe insoportable. Así pues, ¿cómo podría no intentar sobrevivir un poco a ella, aunque sea en forma de espectro parlante, bajo esta compuesta semblanza de Lázaro vengador? Por ello reaparezco en estos papeles: para contar todavía un poco, para infligir todavía pena o alivio, para asombrar conmigo a la platea del mundo una última vez ... Escúchenme pues y no escatimen los aplausos. Es la costumbre, en cada velada de homenaje y de despedida, cuando el primer actor, o incluso un farandulero, sale de escena.
Comienzo con un recuerdo de infancia, una velada de luces, estupores y sustos, agradabilísima, en una silla de primera fila: ,,¡Hop, hop, Mesalina!», gritó el domador, y la tigresa entró dócilmente en el círculo de fuego. Siguieron malabaristas, Augustos, equilibristas, prestidigitadores.

Bajo esta compuesta semblanza de Lázaro vengador...

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