En ese momento los mellizos tenían una de sus típicas disputas.
Como siempre, Galileo estaba tratando de obtener una ventaja, en un juego que no tenía reglas rigurosas. Nikki, parada junto a ellos, seguía cada palabra de su reyerta.
—¡Chicos, chicos! —gritó Nai—. Basta ya… Si no pueden jugar sin discutir, entonces tendrán que venir adentro.
Segundos después, la pelota azul rebotaba por la calle hacia la plaza, y los tres niños corrían jubilosamente detrás de ella.
—¿Querrías algo para beber? —le preguntó Nai a Patrick.
—Sí, querría… ¿tienes más de ese jugo de melón verde claro que Hércules trajo la semana pasada? Era verdaderamente sabroso.
—Sí —contestó Nai, inclinándose hacia el pequeño armario en el que conservaban bebidas frías—. A propósito, ¿dónde está Hércules? No lo veo desde hace varios días.
Patrick rió.
—Tío Richard lo reclutó para que trabaje todo el tiempo en el traductor. Ellie y Archie están allá con ellos todas las tardes. —Le agradeció a Nai el vaso de jugo.
Nai tomó un sorbo de su propia bebida y regresó a la sala de estar.
—Sé que hoy a la mañana quisiste reconfortar a Benjy —dijo—. Te detuve porque conozco tan bien a tu hermano… Es muy orgulloso. No quiere piedad de nadie.
—Entendí.
—Benjy se dio cuenta esta mañana, en algún nivel, de que hasta la pequeña Nikki, a la que todavía considera como un bebé, pronto lo va a sobrepasar en la escuela. El descubrimiento lo conmocionó y le hizo recordar sus limitaciones una vez más.
Nai estaba parada delante del planisferio de la Tierra, fijado en la pared.
—Nada de lo que aparece en este mapa significa algo importante para ti, ¿no? —preguntó.
—Realmente, no. He visto muchas fotografías y películas, claro, y, cuando tenía la edad aproximada de los mellizos, mi padre me habló sobre Boston, sobre el color de las hojas de los árboles de Nueva Inglaterra durante el otoño y sobre el viaje que hizo a Irlanda con su padre… pero mis recuerdos son de otros sitios. El de la madriguera de Nueva York es muy intenso, así como el del asombroso año que pasamos en El Nodo. —Permaneció en silencio un instante—. ¡Y El Águila! ¡Qué ente! Lo recuerdo con más claridad aún que a mi padre.
—Entonces, ¿te consideras un habitante de la Tierra?
—Esa es una pregunta interesante. Sabes, verdaderamente nunca pensé en eso… Por cierto que me considero un ser humano, pero, ¿un habitante de la Tierra…? Creo que no.
Nai extendió el brazo y tocó el mapa.
—Mi ciudad natal de Lamfun, si fuera más grande, aparecería acá, justo al sur de Chiang Mai. A veces no me parece posible que realmente haya vivido ahí durante mi niñez.
Los dedos de la muchacha recorrían el contorno de Tailandia, mientras ella permanecía en silencio al lado de Patrick.
—La otra noche —continuó por fin—, Galileo me tiró un vaso de agua en la cabeza, mientras los bañaba a él y al hermano y, de repente, experimenté un recuerdo increíblemente intenso de los tres días que pasé en Chiang Mai con mis primos, cuando tenía catorce años… Era la época de la festividad del Songkran, en abril, y toda la gente de la ciudad estaba celebrando el Año Nuevo tailandés. Había desfiles y discursos, las cosas de siempre sobre cómo todos los reyes chakri, desde el primer Rama, habían preparado al pueblo tai para el importante papel que iba a desempeñar en el mundo, pero lo que recuerdo con más claridad es que yo estaba viajando de noche por la ciudad, en la parte de atrás de una camioneta eléctrica, junto con mi prima Oni y sus amigas.
Por dondequiera que íbamos le arrojábamos un baldazo de agua a alguien… y los demás nos lo arrojaban a nosotras. Reíamos todo el tiempo.
—¿Por qué todos se tiraban agua? —preguntó Patrick.
—Lo olvidé ahora —admitió Nai, encogiéndose de hombros—. Tenía algo que ver con la ceremonia… Pero la experiencia en sí, las carcajadas compartidas, y hasta cómo me sentía al tener la ropa absolutamente empapada y, de pronto, recibir otro baldazo de agua… todo eso puedo rememorarlo en detalle.
Otra vez quedaron en silencio, mientras Nai alzaba los brazos para sacar el planisferio de la pared.
—Así que supongo que Kepler y Galileo tampoco se van a considerar habitantes de la Tierra —reflexionó. Enrolló el planisferio con mucho cuidado—. Quizás hasta estudiar la geografía y la historia de la Tierra sea una pérdida de tiempo.
—No opino así —replicó Patrick—. ¿Qué otra cosa van a estudiar los chicos? Y, además, todos nosotros precisamos entender de dónde vinimos.
Desde el patio interior, tres rostros jóvenes escudriñaron el interior de la sala de estar.
—¿Ya es la hora de almorzar? —preguntó Galileo.
—Casi —contestó Nai—. Primero vayan y lávense… de a uno por vez —recalcó, mientras los jóvenes pies se iban atronando por el vestíbulo.
Nai se dio vuelta bruscamente y se encontró con Patrick, que la contemplaba de una manera no frecuente en él. Ella sonrió.
—He disfrutado mucho tu compañía esta mañana —declaró—. Hiciste que me resultara más fácil lidiar con todo. —Extendió ambos brazos y tomó las manos de Patrick en las de ella—. Has sido una gran ayuda para mí, para atender a Benjy y a los niños estos dos meses pasados, y sería una necedad de mi parte no reconocer que no me sentí tan sola desde que empezaste a pasar tus días con nosotros.
Patrick dio un desmañado paso hacia Nai, pero ella le retuvo las manos con firmeza donde estaban.
—Aún no —dijo con suavidad—. Todavía es demasiado pronto.
Menos de un minuto después que los grandiosos enjambres de luciérnagas de la cúpula de la Ciudad Esmeralda anunciaran que otro día había comenzado, la pequeña Nikki estuvo en la habitación de sus abuelos.
—Hay luz, Nonni —anunció—. Van a venir a buscarnos pronto.
Nicole dio media vuelta y abrazó fuertemente a su nieta.
—Todavía nos quedan un par de horas, Nikki —le dijo a la agitada niña—. Boobah duerme todavía. ¿Por qué no vuelves a tu habitación y juegas con tus chiches mientras nos damos una ducha?
Cuando la decepcionada niña finalmente se fue, Richard se sentó en la cama, frotándose los ojos.
—Durante toda la semana pasada Nikki no habló de otra cosa que no fuera este día —comentó Nicole—. Siempre está en la habitación de Benjy, mirando la pintura. Ella y los mellizos hasta les pusieron nombres a todos esos extraños animales.
Nicole extendió la mano en un gesto inconsciente, buscando el cepillo para cabello que estaba al lado de la cama.
—¿Por qué será que los niños pequeños tienen tanta dificultad para entender el concepto de tiempo? Aun cuando Ellie le hizo un almanaque, y estuvo contando los días al revés uno por uno, Nikki me preguntó cada mañana si “hoy es el día”.
—Simplemente está excitada. Todos lo están —opinó Richard, levantándose—. Sólo espero que no quedemos decepcionados.
—¿Cómo podría ser eso? —contestó Nicole—. Doctor Azul dice que veremos un espectáculo aún más asombroso que los que tú y yo vimos cuando entramos en la ciudad por primera vez.
—Supongo que van a sacar a relucir toda la colección de animales —dijo Richard—. A propósito, ¿entiendes qué están celebrando las octoarañas?
—Más o menos… Creo que la festividad que conozco, y que se acerca más a ésta, sería el Día de Acción de Gracias de los norteamericanos. Las
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llaman a este día el “Día de la Munificencia”. Reservan un día para celebrar su calidad de vida… por lo menos, eso es lo que Doctor Azul me explicó.
Richard empezó a ir a la ducha, pero volvió a meter la cabeza en la habitación.
—¿Crees que la invitación que nos hicieron para que participemos hoy está relacionada, de algún modo, con que les hayas hablado sobre la discusión que hace dos semanas tuvimos en la familia durante el desayuno?
—¿Te refieres a cuando Patrick y Max señalaron que les gustaría regresar a Nuevo Edén?
Richard asintió con la cabeza.
—Sí, lo creo —contestó Nicole—. Creo que las octoarañas pensaban que todos nosotros estábamos completamente contentos aquí. Hacernos asistir a esta celebración es parte del intento por integrarnos más a su sociedad.
—Ojalá yo tuviera terminados todos los condenados traductores —se quejó Richard—. Tal como está todo, sólo tengo dos… y no están revisados por completo. ¿Le debo dar el segundo a Max?
—Esa sería una buena idea —dijo Nicole, comprimiendo a su marido en el vano de la puerta.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó él.
—Me estoy uniendo a ti en la ducha —respondió Nicole con una carcajada—… a menos, claro está, que seas demasiado viejo como para tener compañía.
Jamie llegó desde la casa de al lado para decirles que el transporte estaba pronto. Era el más joven de los tres vecinos octoaraña (Hércules vivía solo, precisamente del otro lado de la plaza), y los seres humanos habían tenido un contacto mínimo con él. Los “tutores” de Jamie, Archie y Doctor Azul, explicaron que estaba sumamente concentrado en los estudios y estaba aproximándose a un hito importante de su vida. Aunque, a primera vista, Jamie parecía ser casi exactamente igual a las tres octoarañas adultas que el clan veía con regularidad, era un poco más pequeño que las
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de más edad, y las bandas doradas de sus tentáculos eran levemente más brillantes.
Los seres humanos se habían encontrado en un breve dilema respecto de qué usar para la celebración octoarácnida, pero pronto se dieron cuenta de que la ropa que llevaran carecía por completo de importancia. Ninguna de las especies alienígenas de la Ciudad Esmeralda usaba vestimenta alguna, hecho sobre el cual las octoarañas habían comentado a menudo. Cuando Richard sugirió una vez, parte en broma, que quizá también los seres humanos debían prescindir de la ropa mientras estuvieran en la Ciudad Esmeralda, «donde fueres…» había dicho, el grupo rápidamente comprendió lo fundamental que era la ropa para la comodidad psicológica humana. «No podría estar desnuda, ni siquiera entre ustedes, mis amigos más íntimos, sin sentirme cohibida en extremo», manifestó Eponine en esa ocasión, resumiendo los sentimientos de todos.
El heterogéneo contingente de once seres humanos y sus cuatro colegas octoarácnidos anduvo por la calle en dirección a la plaza. La muy embarazada Eponine iba a la retaguardia del grupo, caminando con lentitud y manteniendo una mano sobre el vientre. Todas las mujeres habían optado por vestirse un poco; Nai, incluso, llevaba su colorido vestido tai de seda, con las flores azules y verdes, pero los hombres y los niños, con excepción de Max (que tenía puesta la atroz camisa hawaiana que guardaba para las ocasiones especiales), llevaban las camisetas y los pantalones de denim que habían constituido su atuendo regular desde el día que llegaron a la Ciudad Esmeralda.
Por lo menos, toda la ropa que llevaban estaba limpia. Al principio, hallar un modo de lavar y planchar había sido un problema grave para los humanos. No obstante, una vez que le explicaron esa dificultad a Archie, pasaron nada más que unos días antes que la octoaraña les presentara los dromos, seres del tamaño de insectos que, en forma automática, les limpiaban la ropa.
El grupo subió al transporte en la plaza. Justo delante del portón que señalaba el fin de la zona en la que vivían los humanos, el transporte se detuvo y dos octoarañas, a las que nunca habían visto antes, treparon al vehículo. Richard practicó el uso de su traductor durante la conversación que siguió después entre Doctor Azul y los recién llegados. Por sobre el hombro de Richard, Ellie leía el monitor de su padre y comentaba sobre la exactitud de la traducción. En general, la fidelidad de la traducción era bastante buena, pero la velocidad, por lo menos en el ritmo normal de conversación octoarácnida, era demasiado lenta. Se traducía una oración mientras se “decían” tres, lo que obligaba a Richard a reajustar el sistema con regularidad. Naturalmente, no podía captar mucho de una conversación en la que perdía dos de cada tres frases.
Una vez que estuvieron del otro lado del portón, la vista desde el transporte se volvió fascinante. Los ojos de Nikki estaban enormemente abiertos mientras ella, Benjy y los mellizos, todos con mucha gritería, identificaban la mayoría de los animales a partir de la pintura octoarácnida. Las anchas calles estaban llenas de tráfico; no sólo había muchos transportes que se desplazaban en ambas direcciones sobre rieles, como un tranvía, sino también peatones de todas especies y dimensiones, seres que iban sobre vehículos con ruedas parecidos a monociclos y bicicletas, y un ocasional grupo con una mezcla de seres a bordo de un avestrusaurio.
Max, que desde su llegada nunca había estado afuera de la zona para seres humanos, subrayaba sus observaciones con “mierdas”, “maldiciones” y algunas de las otras palabras que Eponine le había pedido que eliminara de su vocabulario antes del nacimiento de su hijo. Max se puso muy inquieto por el bienestar de Eponine cuando, en la primera parada del transporte después del portón, un pequeño conjunto de seres nuevos se apiñó en el vehículo. Cuatro de los recién llegados enfilaron rectamente hacia Eponine para examinar el “asiento” especial que las octoarañas habían instalado en el transporte debido a su avanzado estado de gravidez. Max se paró al lado de ella para protegerla, tomándose de uno de los rieles verticales diseminados por toda la longitud del vehículo, que tenía diez metros.
Dos de los nuevos pasajeros eran lo que los niños llamaban “cangrejos rayados”, seres de color rojo y amarillo, de ocho patas y tamaño aproximado al de Nikki, cuyos cuerpos redondos estaban cubiertos con un caparazón duro y lucían tenazas de aspecto intimidatorio. De inmediato, los dos empezaron a frotar las antenas contra una de las piernas desnudas de Eponine, por debajo de su vestido. Sólo estaban actuando con curiosidad, pero la combinación de la peculiar sensación y del aspecto insólito de los alienígenas hizo que Eponine se echara atrás, espantada. Archie, que estaba parado del otro lado de ella, extendió prontamente un tentáculo y empujó con suavidad a los alienígenas, para separarlos. Entonces, uno de los cangrejos rayados se irguió sobre sus cuatro patas traseras, haciendo castañetear las tenazas en el aire, frente a la cara de Eponine y, en apariencia, dijo algo amenazador con sus antenas, que vibraban con rapidez. Un instante después, la octoaraña Archie extendió dos tentáculos, levantó del piso del transporte al hostil cangrejo rayado y lo depositó afuera, en la calle.