Rayuela (31 page)

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Authors: Julio Cortazar

—Lo malo en vos —dijo Traveler— es que cualquier problema lo retrotraés a la infancia. Ya estoy harto de decirte que leas un poco a Jung, che. Y mirá que la tenés con el cortaplumas ese, cualquiera diría que es un arma interplanetaria. No se te puede hablar de nada sin que saques a relucir el cortaplumas. Decime qué tiene que ver eso con un poco de yerba y unos clavos.

—Vos no seguiste el razonamiento —dijo Oliveira, ofendido—. Primero mencioné la mano machucada, y después pasé a los clavos. Entonces vos me antepusiste que unas piolas no te dejaban ir a la cocina, y era bastante lógico que las piolas me llevaran a pensar en el cortaplumas. Vos deberías leer a Edgar Poe, che. A pesar de las piolas no tenés hilación, eso es lo que te pasa.

Traveler se acodó en la ventana y miro la calle. La poca sombra se aplastaba contra el adoquinado, y a la altura del primer piso empezaba la materia solar, un arrebato amarillo que manoteaba para todos lados y le aplastaba literalmente la cara a Oliveira.

—Vos de tarde estás bastante jodido con ese sol —dijo Traveler.

—No es sol —dijo Oliveira—. Te podrías dar cuenta de que es la luna y de que hace un frío espantoso. Esta mano se me ha amoratado por exceso de congelación. Ahora empezará la gangrena, y dentro de unas semanas me estarás llevando gladiolos a la quinta del ñato.

—¿La luna? —dijo Traveler, mirando hacia arriba—. Lo que te voy a tener que llevar es toallas mojadas a Vieytes.

—Allí lo que más se agradece son los Particulares livianos —dijo Oliveira—. Vos abundás en incongruencias, Manú.

—Te he dicho cincuenta veces que no me llames Manú.

—Talita te llama Manú —dijo Oliveira, agitando la mano como si quisiera desprenderla del brazo.

—Las diferencias entre vos y Talita —dijo Traveler son de las que se ven palpablemente. No entiendo porqué tenés que asimilar su vocabulario. Me repugnan los cangrejos ermitaños, las simbiosis en todas sus formas, los líquenes y demás parásitos.

—Sos de una delicadeza que me parte literalmente el alma —dijo Oliveira.

—Gracias. Estábamos en que yerba y clavos. ¿Para qué querés los clavos?

—Todavía no sé —dijo Oliveira, confuso—. En realidad saqué la lata de clavos y descubrí que estaban todos torcidos. Los empecé a enderezar, y con este frío, ya ves... Tengo la impresión de que en cuanto tenga clavos bien derechos voy a saber para qué los necesito.

—Interesante —dijo Traveler, mirándolo fijamente—. A veces te pasan cosas curiosas a vos. Primero los clavos y después la finalidad de los clavos. Sería una lección para más de cuatro, viejo.

—Vos siempre me comprendiste —dijo Oliveira—. Y la yerba, como te imaginarás, la quiero para cebarme unos amargachos.

—Está bien —dijo Traveler. Esperame. Si tardo mucho podés silbar, a Talita le divierte tu silbido.

Sacudiendo la mano, Oliveira fue hasta el lavatorio y se echó agua por la cara y el pelo. Siguió mojándose hasta empaparse la camiseta, y volvió al lado de la ventana para aplicar la teoría según la cual el sol que cae sobre un trapo mojado provoca una violenta sensación de frío. «Pensar que me moriré», se dijo Oliveira,

«sin haber visto en la primera página del diario la noticia de las noticias: ¡SE CAYÓ LA TORRE DE PISA! Es triste, bien mirado».

Empezó a componer titulares, cosa que siempre ayudaba a pasar el tiempo. SE LE ENREDA LA LANA DEL TEJIDO Y PERECE ASFIXIADA EN LANÚS OESTE. Contó hasta doscientos sin que se le ocurriera otro titular pasable.

—Me voy a tener que mudar —murmuró Oliveira—. Esta pieza es enormemente chica. Yo ¡en realidad tendría que entrar en el circo de Manú y vivir con ellos. ¡¡La yerba!! Nadie contestó.

—La yerba —dijo suavemente Oliveira—. La yerba, che. No me hagás eso, Manú. Pensar que podríamos charlar de ventana a ventana, con vos y Talita, y a lo mejor venía la señora de Gutusso o la chica de los mandados, y hacíamos juegos en el cementerio y otros juegos.

«Después de todo», pensó Oliveira, «los juegos en el cementerio los puedo hacer yo solo».

Fue a buscar el diccionario de la Real Academia Española, en cuya tapa la palabra Real había sido encarnizadamente destruida a golpes de gillete, lo abrió al azar y preparó para Manú el siguiente juego en el cementerio.

«Hartos del cliente y de sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le hicieron tragar una clica. Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque clocaba por tan clivoso ascenso de agua mezclada con clinopodio, revolviendo los clisos como clerizón clorótico.»

—Joder —Edijo admirativamente Oliveira. Pensó que también joder podía servir como punto de arranque, pero lo decepcionó descubrir que no figuraba en el cementerio; en cambio en el jonuco estaban jonjobando dos jobs, ansiosos por joparse; lo malo era que el jorbín los había jomado jitándolos como jocós apestados.

«Es realmente la necrópolis», pensó. «No entiendo cómo a esta porquería le dura la encuadernación.»

Se puso a escribir otro juego, pero no le salía. Decidió probar los diálogos típicos y buscó el cuaderno donde los iba escribiendo después de inspirarse en el subterráneo, los cafés y los bodegones. Tenía casi terminado un diálogo típico de españoles y le dio algunos toques más, no sin echarse antes un jarro de agua en la camiseta.

DIALOGO TIPICO DE ESPAÑOLES

López
.— Yo he vivido un año entero en Madrid. Verá usted, era en 1925, y...

Pérez
.— ¿En Madrid? Pues precisamente le decía yo ayer al doctor García...

López
.— De 1925 a 1926, en que fui profesor de literatura en la Universidad.

Pérez
.— Le decía yo: «Hombre, todo el que haya vivido en Madrid sabe lo que es eso.»

López
.— Una cátedra especialmente creada para mí para que pudiera dictar mis cursos de Literatura.

Pérez
.— Exacto, exacto. Pues ayer mismo le decía yo al doctor García, que es muy amigo mío...

López
.— Y claro, cuando se ha vivido allí más de un ano, uno sabe muy bien que el nivel de los estudios deja mucho que desear.

Pérez
.— Es un hijo de Paco García, que fue ministro de Comercio, y que criaba toros.

López
.— Una vergüenza, créame usted, una verdadera vergüenza.

Pérez
.—Sí, hombre, ni qué hablar. Pues este doctor García...

Oliveira estaba ya un poco aburrido del diálogo, y cerró el cuaderno. «Shiva», pensó bruscamente. «Oh bailarín cósmico, cómo brillarías, bronce infinito, bajo este sol. ¿Por qué pienso en Shiva? Buenos Aires. Uno vive. Manera tan rara. Se acaba por tener una enciclopedia. De qué te sirvió el verano, oh ruiseñor. Claro que peor sería especializarse y pasar cinco años estudiando el comportamiento del acridio. Pero mirá qué lista increíble, pibe, mirame un poco esto...»

Era un papelito amarillo, recortado de un documento de carácter vagamente internacional. Alguna publicación de la Unesco o cosa así, con los nombres de los integrantes de cierto Consejo de Birmania. Oliveira empezó a regodearse con la lista y no pudo resistir a la tentación de sacar un lápiz y escribir la jitanjáfora siguiente:

U Nu,

U Tin,

Mya Bu,

Thado Thiri Thudama U E Maung,

Sithu U Cho,

Wunna Kyaw Htin U Khin Zaw,

Wunna Kyaw Htin U Thein Han,

Wunna Kyaw Htin U Myo Min,

Thiri Pyanchi U Thant,

Thado Maba Thray Sithu U Chan Htoon.

«Los tres Wunna Kyaw Htin son un poco monótonos», se dijo mirando los versos. «Debe significar algo como ‘Su excelencia el Honorabilísimo’. Che, qué bueno es lo de Thiri Pyanchi U Thant, es lo que suena mejor. ¿Y cómo se pronunciará Htoon?»

—Salú —dijo Traveler.

—Salú —dijo Oliveira—. Qué frío hace, che.

—Disculpa si te hice esperar. Vos sabés, los clavos...

—Seguro —dijo Oliveira—. Un clavo es un clavo, sobre todo si está derecho.

¿Hiciste un paquete?

—No —dijo Traveler, rascándose una tetilla—. Qué barbaridad de día, che, es como fuego.

—Avisa —dijo Oliveira tocándose la camiseta completamente seca—. Vos sos como la salamandra, vivís en un mundo de perpetua piromanía. ¿Trajiste la yerba?

—No —dijo Traveler—. Me olvidé completamente de la yerba. Tengo nada más que los clavos.

—Bueno, andá buscala, me hacés un paquete y me lo revoleás.

Traveler miró su ventana, después la calle, y por último la ventana de Oliveira.

—Va a ser peliagudo —dijo—. Vos sabés que yo nunca emboco un tiro, aunque sea a dos metros. En el circo me han tomado el pelo veinte veces.

—Pero si es casi como si me lo alcanzaras —dijo Oliveira.

—Vos decís, vos decís, y después los clavos le caen en la cabeza a uno de abajo y se arma un lío.

—Tirame el paquete y después hacemos juegos en el cementerio —dijo Oliveira.

—Sería mejor que vinieras a buscarlo.

—¿Pero vos estás loco, pibe? Bajar tres pisos, cruzar por entre el hielo y subir otros tres pisos, eso no se hace ni en la cabaña del tío Tom.

—No vas a pretender que sea yo el que practique ese andinismo vespertino.

—Lejos de mí tal intención —dijo virtuosamente Oliveira.

—Ni que vaya a buscar un tablón a la antecocina para fabricar un puente.

—Esa idea —dijo Oliveira— no es mala del todo, aparte de que nos serviría para ir usando los clavos, vos de tu lado y yo del mío.

—Bueno, esperá —dijo Traveler, y desapareció.

Oliveira se quedó pensando en un buen insulto para aplastar a Traveler en la primera oportunidad. Después de consultar el cementerio y echarse un jarro de agua en la camiseta se apostó a pleno sol en la ventana. Traveler no tardó en llegar arrastrando un enorme tablón, que sacó poco a poco por la ventana. Recién entonces Oliveira se dio cuenta de que Talita sostenía también el tablón, y la saludó con un silbido. Talita tenía puesta una salida de baño verde, lo bastante ajustada como para dejar ver que estaba desnuda.

—Qué secante sos —dijo Traveler, bufando—. En qué líos nos metés.

Oliveira vio su oportunidad.

—Callate, miriápodo de diez a doce centímetros de largo, con un par de patas en cada uno de los veintiún anillos en que tiene dividido el cuerpo, cuatro ojos y en la boca mandibulillas córneas y ganchudas que al morder sueltan un veneno muy activo —dijo de un tirón.

—Mandibulillas —comentó Traveler—. Vos fijate las palabras que profiere.

Che, si sigo sacando el tablón por la ventana va a llegar un momento en que la fuerza de gravedad nos va a mandar al diablo a Talita y a mí:

—Ya veo —dijo Oliveira— pero considerá que la punta del tablón está demasiado lejos para que yo pueda agarrarlo.

—Estirá un poco las mandibulillas —dijo Traveler.

—No me da el cuero, che. Además sabés muy bien que sufro de
horror vacuis
.

Soy una caña pensante de buena ley.

—La única caña que te conozco es paraguaya —dijo Traveler furioso—. Yo realmente no sé qué vamos a hacer, este tablón empieza a pesar demasiado, ya sabés que el peso es una cosa relativa. Cuando lo trajimos era livianísimo, claro que no le daba el sol como ahora.

—Volvé a meterlo en la pieza —dijo Oliveira, suspirando—. Lo mejor va a ser esto: Yo tengo otro tablón, no tan largo pero en cambio más ancho. Le pasamos una soga haciendo un lazo, y atamos los dos tablones por la mitad. El mío yo lo sujeto a la cama, vos hacés como te parezca.

—El nuestro va a ser mejor calzarlo en un cajón de la cómoda —dijo Talita—.

Mientras traés el tuyo, nosotros nos preparamos.

«Qué complicados son», pensó Oliveira yendo a buscar el tablón que estaba parado en el zaguán, entre la puerta de su pieza y la de un turco curandero. Era un tablón de cedro, muy bien cepillado pero con dos o tres nudos que se le habían salido. Oliveira pasó un dedo por un agujero, observó cómo salía por el otro lado, y se preguntó si los agujeros servirían para pasar la soga. El zaguán estaba casi a oscuras (pero era más bien la diferencia entre la pieza asoleada y la sombra) y en la puerta del turco había una silla donde se desbordaba una señora de negro. Oliveira la saludó desde detrás del tablón, que había enderezado y sostenía como un inmenso (e ineficaz) escudo.

—Buenas tardes, don —dijo la señora de negro—. Qué calor que hace.

—Al contrario, señora —dijo Oliveira—. Hace mas bien un frío horrible.

—No sea chistoso, señor —dijo la señora—. Más respeto con los enfermos.

—Pero si usted no tiene nada, señora.

—¿Nada? ¿Cómo se atreve?

«Esto es la realidad», pensó Oliveira, sujetando el tablón y mirando a la señora de negro. «Esto que acepto a cada momento como la realidad y que no puede ser, no puede ser.»

—No puede ser —dijo Oliveira.

—Retírese, atrevido —dijo la señora—. Le debía dar vergüenza salir a esta hora en camiseta.

—Es Masllorens, señora —dijo Oliveira.

—Asqueroso —dijo la señora.

«Esto que creo la realidad», pensó Oliveira, acariciando el tablón, apoyándose en él. «Esta vitrina arreglada, iluminada por cincuenta o sesenta siglos de manos, de imaginaciones, de compromisos, de pactos, de secretas libertades.»

—Parece mentira que peine canas —decía la señora de negro.

«Pretender que uno es el centro», pensó Oliveira, apoyándose más cómodamente en el tablón. «Pero es incalculablemente idiota. Un centro tan ilusorio como lo sería pretender la ubicuidad. No hay centro, hay una especie de confluencia continua, de ondulación de la materia. A lo largo de la noche yo soy un cuerpo inmóvil, y del otro lado de la ciudad un rollo de papel se está convirtiendo en el diario de la mañana, y a las ocho y cuarenta yo saldré de casa y a las ocho y veinte el diario habrá llegado al kiosko de la esquina, y a las ocho y cuarenta y cinco mi mano y el diario se unirán y empezarán a moverse juntos en el aire, a un metro del suelo, camino del tranvía...»

—Y don Bunche que no la termina más con el otro enfermo —dijo la señora de negro.

Oliveira levantó el tablón y lo metió en su pieza. Traveler le hacía señas para que se apurara, y para tranquilizarlo le contestó con dos silbidos estridentes. La soga estaba encima del ropero, había que arrimar una silla y subirse.

—Si te apuraras un poco —dijo Traveler.

—Ya está, ya está —dijo Oliveira, asomándose a la ventana—. ¿Tu tablón está bien sujeto, che?

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