Realidad aumentada (13 page)

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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Jules terminó su discurso enfervorizado, y Alex se dio cuenta de que se había dejado atrapar por él. Prácticamente le había faltado aplaudir al final. Por contra, un intenso silencio se hizo en la habitación. Estaba tan abstraído, que apenas recordaba la afrenta que suponía que ese hombre hubiera entrado en su ordenador sin permiso.

—Ya tengo un compromiso —fue lo único que consiguió balbucear, intentando ganar algo de tiempo. Tenía la sensación de que no estaba controlando la situación.

—Te resumiré tu «compromiso» —contestó Jules, complaciente—: es un gran fracaso. «Tú» eres el más brillante de ese grupo. Sin embargo, Stephen te ha llamado el último, y lo ha hecho cuando ha sido consciente de que no iba a poder resolver sus problemas con las personas que había seleccionado. Muy típico de él, si me lo permites. Es un mediocre, y tú eres un parche de última hora en un proyecto que está condenado al fracaso. Seamos francos, el mayor aliciente que tienes para seguir en ese proyecto no es el dinero… —hizo una breve pausa, y pronunció sus siguientes palabras muy despacio—. ¿Por qué no la invitas a «ella» a venirse? También puedo mejorarle su sueldo.

Alex sintió por fin que algo le explotaba por dentro: Jules había dado en el clavo.

—¡Esta vez has ido demasiado lejos! —gritó, señalando la pantalla con un dedo—. ¡No te consiento que hables de esa forma de mi vida, no eres quién para juzgarme, mucho menos para saber qué es lo que me conviene! ¡No todos somos como tú, maldita sea! ¿Quieres saber,
realmente
, lo que pienso de tu visión, del dinero y de la fama?

Jules arqueó las cejas.

—Claro, por supuesto que me encantaría saberlo… —dijo, con voz suave.

Alex se dispuso a gritar de nuevo, pero entonces se dio cuenta de que no encontraba las palabras. ¿O era el ánimo? Sintiendo cómo se le nublaba la vista, y sin pensar en lo que hacía, pulsó la combinación de cuatro teclas que provocaban un apagado inmediato del portátil. En menos de dos segundos el ordenador dejó de funcionar, y en el despacho solo se oía su respiración agitada. No había podido decirle a Jules lo que pensaba de su visión… porque
realmente
le parecía mejor la de Stephen.

Alex pulsó el timbre por tercera vez. Al igual que en las anteriores veces, nadie respondió. A punto de desesperarse, decidió usar su móvil para llamar a la persona que vivía en aquella casa en la que el timbre de la puerta no parecía servir para nada.

—Hola, tío, ¿dónde andas? —oyó al fin, por el móvil.

—¿Cómo que «dónde andas»…? —respondió, resoplando—. ¡Estoy delante de tu casa, he llamado varias veces al timbre!

—¡Vaya! Se ve que mis padres no están, y yo tengo los auriculares puestos. He visto la llamada de milagro, colega.

Alex bufó. Unos instantes después entraba en el dúplex de los padres de Jairo Moyer, más conocido como Owl, su nick de Internet. El mote, que significaba «lechuza» en inglés, le venía como un guante: podía pasar noches sin dormir ejerciendo como hacker, y luego simular llevar una vida normal, como administrativo de nivel bajo en una Oficina de Empleo de la capital. Ese trabajo le permitía disimular bastante bien frente a Hacienda y frente a sus propios padres, que pensaban que lo que su hijo hacía por las noches era jugar con el ordenador, algo que, en cierto modo, era cierto, tal como afirmaba él mismo.

—¿Cuándo piensas emanciparte? —preguntó Alex, despegando de su zapato un trozo de pizza que había pisado.

Le resultaba bastante curioso que uno de los mayores piratas del inframundo de Internet, con más de treinta años, viviera aún con sus padres. No era por falta de dinero, ya que había amasado una pequeña fortuna pirateando desde niño. Empezó copiando cintas de casete para los ordenadores de la época: Spectrum, Commodore, Amstrad y MSX. Luego fueron los disquetes, los CD-Rom, los DVD, los cartuchos, los videojuegos para consolas… Cualquier formato digital creado por el hombre había pasado (ilegalmente) por sus manos. En los últimos años se había especializado en la transferencia masiva de contenidos a través de servidores «prestados» en Internet, olvidando el almacenamiento físico. No existía software comercial que él no controlara en su «nube» de archivos de la red.

—Pues que sepas que estoy harto de mis padres, tío. ¡Cada día me dan más la lata! ¿Te puedes creer que anoche mi madre me preguntó que para qué quiero tantos ordenadores? —dijo con los ojos desencajados, como si la pregunta de su madre hubiera sido que por qué no degollaba un cordero como sacrificio a los dioses—. ¡Me asfixian, colega!

—Los pisos han bajado de precio, deberías plantearte comprar uno —respondió Alex, mientras rascaba los restos de masa de la pizza del borde de su zapato.

—¿Estás loco? ¿Quién me va a hacer entonces la comida, o lavarme la ropa? —contestó el hacker, con los ojos completamente abiertos—. Tienes unas ideas absurdas. A veces creo que no piensas las cosas que dices, tío.

—Comida y lavadora —contestó Alex—. Dos escollos insalvables…

—Para mí, sí —dijo Owl, mordiendo un pedazo de pizza que acababa de coger de una caja grasienta—. ¿Qué te trae por aquí? Estaba ocupado, leyendo unos archivos, digamos, un poco confidenciales, sobre el escándalo ese de la financiación política, el que ha salido en la tele. ¡Menudos huevos tiene ese tío, el periodista que lo ha sacado todo a la luz! ¿Quieres leerlo?

Owl era un fanático de esos programas de televisión nocturnos que se dedicaban a airear trapos sucios ajenos bajo una supuesta fachada de periodismo de investigación. Lo malo es que millones de espectadores parecían pensar lo mismo.

—No te molestaré mucho —dijo Alex, observando las montañas de discos duros que poblaban las mesas—. Esta mañana me han hecho un ataque: han entrado en mi Macbook Pro a través de Internet.

—¿A ti? ¡Supongo que te habrás asustado! —dijo el pirata, riendo con la boca llena, y Alex le fulminó con la mirada—. Vale, tío, era broma. ¿Quieres que descubra quién lo ha hecho?

—No, sé quién es. De hecho, hemos hablado por videoconferencia, ese ha sido el ataque: ha iniciado el programa nada más arrancar el sistema. Está claro de que lo ha hecho así para que sepa que me tiene controlado.

—Eso es chungo, tío… —dijo Owl, masticando.

Alex asintió.

—Sí, muy «chungo», como tú dices. Escucha, estoy metido en un nuevo proyecto que tiene unas cláusulas de confidencialidad draconianas, y estoy trabajando con el portátil. Necesito que elimines lo que sea que permite a ese tío acceder, y que me garantices que nadie más va a poder hacerlo. Es muy importante, no me importa pagar si es necesario instalar o comprar algún programa.

—¿Estás de coña? —dijo Owl, frunciendo el ceño—. Tío, hoy dices unas cosas muy raras. ¿Se te ha olvidado que tengo almacenado algún que otro programa? —dijo, guiñando un ojo—. Tranquilo, que creo que encontraré algo para ti, y otro día me invitas a una pizza, ¡que este mes no sé si me llega! —dijo, riendo con la boca llena y escupiendo pequeños trocitos de masa.

El pirata se puso manos a la obra. En unos instantes había instalado un par de programas en el portátil, que se había bajado de los servidores del mayor banco español y de unos grandes almacenes muy conocidos. En ambos casos disfrutó mostrándole a Alex cómo acceder a sus supuestamente protegidos ordenadores sin excesiva complicación. Sus dedos regordetes se movieron sobre las teclas a toda velocidad. Escribía órdenes directamente sobre el terminal del sistema, así accedía más rápido a lo que necesitaba. Prácticamente no usó el trackpad del portátil.

—¡Aquí está! —no habían pasado ni cinco minutos desde que había empezado a teclear—. Tienes instalado un programa que avisa a un servidor externo cuando te conectas. La mala noticia es que permite ver lo que haces; la buena, que lo han usado esta mañana por primera vez, así que poco han podido rastrear.

—¿Has sacado todo eso en menos de cinco minutos? —preguntó Alex, incrédulo—. ¿Puedes hacer que no ocurra más?

—Sí, claro —respondió su amigo, masticando—. Instalaré un programa residente encargado de monitorizar las entradas y salidas. Aparte de eso, hay un par de preguntas que tú deberías hacerte, ¿no crees?

—Llevas razón —dijo Alex, pensativo—. Supongo que la primera es fácil: ¿cómo han instalado ese programa?

—¡Premio! —dijo Owl—. El sistema operativo de estos cacharros en general es seguro, el programa no ha llegado en forma de virus.

—Tampoco me he descargado nada últimamente, así que, ¿cómo ha llegado ese programa al disco duro de mi ordenador?

—¡
Esa
es la pregunta correcta! —dijo el pirata, señalándole con ambos dedos índices y los pulgares levantados—. Y la respuesta no te va a gustar nada: ha sido instalado a mano.

—¿A mano? ¡Pero si no me separo del ordenador! Además, hace falta conocer la contraseña de administrador para acceder e instalar programas, ¿no?

—Cálmate y piensa un poco —dijo el hacker, poniendo los ojos en blanco—. En tu nuevo trabajo, ese que es tan secreto, ¿es posible que te hayas separado de tu portátil en algún momento?

—Continuamente, Owl, pero allí no creo que…

—Pues ha sido allí, a menos que tengas fantasmas en casa. Ahora, la segunda pregunta: ¿te he preguntado
tu
contraseña?

—Esto… ¿no lo has hecho? —preguntó Alex. Una sombra pasó por su semblante cuando comprendió lo estúpido que había sido.

—Hazte un favor a ti mismo —continuó Owl— y cambia tu contraseña. Por favor, deja de usar «Lia
»
de una vez.

Alex notó un sabor amargo subiéndole por la garganta y aterrizando en su lengua. En los últimos días parecía que nada le salía bien. Se sintió especialmente torpe y desprotegido.

—Todo esto es de locos… —dijo, mirando a su amigo y negando con la cabeza— y encima yo he sido el más estúpido de todos.

En ese momento sonó su móvil. Sin mirar la pantalla descolgó y se pegó el aparato a la oreja. Antes de poder decir nada, oyó la voz de Boggs, en tono imperativo:

—Alex, reúnete ahora mismo conmigo en el laboratorio. Smith se dirige hacia tu casa.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó, confundido.

—Voy a detener el proyecto.

—¿Qué? —exclamó Alex—. ¡No, Stephen, justo ahora no! Mañana pensaba contarte que…

—Alex, no tengo otro remedio —oyó que decía Boggs, en tono apesadumbrado—. Ha muerto otro operario.

—Uno de los técnicos de mantenimiento, Jeremy, ha fallecido como consecuencia de una hemorragia cerebral aguda —Boggs miró su reloj—. Ha ocurrido hace unas dos horas.

Su voz sonó cansada, algo que concordaba con su aspecto. Lentamente, posó la vista sobre cada uno de los presentes. Alex había tenido una sensación de
déja vu
nada más entrar en el despacho, donde ya estaban sentados sus compañeros. Todos estaban muy serios, y Lia tenía, además, los ojos enrojecidos y las mejillas húmedas. Le resultó obvio que había estado llorando.

—La hemorragia ha sido de instauración brusca —continuó Boggs—. Es difícil saber cuál es su origen, ya que al parecer el técnico ha sufrido una caída y ha quedado inconsciente, no volviendo ya a despertarse. El problema reside en que los facultativos que le han atendido no saben si la hemorragia ha sido la causa o la consecuencia de dicha caída. Por desgracia, ambas posibilidades son factibles.

Alex pensó que esta era la cuarta persona afectada en el seno del proyecto. Tres habían muerto ya, y el que sobrevivía lo hacía a duras penas, pues su pronóstico era infausto. Se dio cuenta de que el problema se les había ido de las manos.
¿Estará Jules en lo cierto?
, pensó. Antes de responderse a sí mismo, se sorprendió pensando en que lo más llamativo era que seguía sin ser del todo evidente que la causa de los eventos residiera en el proyecto. Hizo un rápido recuento mental: un suicidio en una persona deprimida, una rotura de aneurisma en un cocainómano, un accidente de tráfico en un enfermo de epilepsia, y ahora una hemorragia cerebral que podía ser consecuencia de una caída. Ninguno parecía relacionado con el resto, ni por supuesto con el proyecto.

Él no creía en las casualidades, pero estas podían producirse: cualquiera podía caerse al suelo y golpearse la cabeza. En ese caso la hemorragia sería una consecuencia lógica. Él había tratado innumerables cuadros así, pero si la caída había ocurrido como consecuencia de la hemorragia, entonces todo cambiaba, por ello era fundamental conocer el origen de la hemorragia intracraneal.
Otro aneurisma roto sería como para salir por patas de aquí…
, pensó, con cinismo.
Depresión, aneurisma, epilepsia, hemorragia cerebral…
, meditó,
¡cerebral!
, pensó de repente, y casi lo dijo en voz alta.
¡Ese tiene que ser el nexo!…
, se dijo a sí mismo, y se prometió investigarlo más tarde. El discurso de Boggs, que continuaba hablando, le hizo salir de su ensimismamiento:

—Así que estoy preocupado por el proyecto, pero también por la seguridad del personal. Creo que los sucesos no están relacionados… —hizo una pausa—, pero la prudencia me obliga, en contra de mi criterio, a paralizar nuestra labor —dijo al tiempo que levantaba la mirada desde la mesa.

Un profundo silencio invadió el despacho. Parecía que nadie se atreviera ni a respirar. Chen rompió el hielo:

—Hemos repasado el software de arriba abajo, y vamos a seguir haciéndolo. Tengo razones para creer que es posible que este
no
sea la causa de lo que le ha ocurrido a estas personas —dijo, mirando de reojo a Alex.

—Estoy de acuerdo —dijo Gekko, para sorpresa de todos—. Nosotros también hemos hecho los deberes. Hemos rastreado todos los equipos en busca de radiaciones de cualquier tipo, fugas, electricidad estática… y nada, todo funciona a la perfección. Además, Jeremy era parte del equipo de mantenimiento, y no se había acercado al dispositivo. Supongo que eso resta bastantes probabilidades a la hipótesis de que su muerte pueda estar relacionada con este, ¿no es así?

Stephen asintió con la cabeza y se dirigió a Lia y a Alex:

—¿Qué pensáis vosotros?

—Me contrataste para que coordinara el desarrollo de las pruebas —contestó Lia, con un evidente temblor en su voz—. Y tras ver lo que ha sucedido, solo puedo concluir que está ocurriendo algo que desconocemos y que está perjudicando a nuestros hombres. Solo puedo aconsejar detener las pruebas e incluso el proyecto, hasta que sepamos qué es lo que está pasando. No puedo dejar que ocurran nuevos incidentes —concluyó, con la voz ahogada, y limpiándose las mejillas de lágrimas.Alex hubiera deseado coger sus manos, separárselas de la cara y besarla, con ellas cogidas. Se dio cuenta de que Boggs le estaba mirando con gesto interrogante. Esperaba su respuesta:

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