Realidad aumentada (32 page)

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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Ya durante la entrega de la «mercancía», el vendedor mantuvo al obeso ejecutivo recorriendo las calles de México D.F. durante toda una mañana. Cuando Baldur ya pensaba que le habían engañado, el sudoroso ejecutivo se encontró un paquete sobre su mesa que contenía los preciados chips. Al interrogar a su secretaria esta le dijo que un repartidor lo había entregado mientras él estaba ausente. Por supuesto no recordaba el aspecto del chico. Cuando revisaron las cámaras de seguridad vieron que solo se podía distinguir una gorra roja que tapaba el rostro de un hombre atlético y con un tupido mostacho. Un par de millones de dólares habían cambiado de manos y no tenían ni un maldito nombre, a excepción de una dirección de correo electrónico que contenía la palabra «Azabache».

Tras la entrega y hasta que llegaron los primeros resultados, Baldur estuvo furioso, convencido de que le habían engañado en sus narices por culpa de un empleado con serios problemas personales, al que pronto se le iban a añadir unos cuantos más. La llamada del laboratorio de desarrollos avanzados hizo que su humor se ensombreciera nada más escuchar las primeras reacciones de sus empleados: nadie daba crédito a los resultados obtenidos por el chip en las primeras pruebas. Baldur no tenía en ese laboratorio a los ingenieros más novatos o impresionables del planeta precisamente, así que cuando le dijeron que era mejor que se acercara para explicarle los hallazgos en persona, el multimillonario empezó a creer que ya tenía la confirmación de que le habían estafado.

Su sorpresa fue mayúscula cuando le relataron algo completamente diferente a lo que él creía que iba a oír: al parecer la potencia de cálculo de ese chip era tan descomunal que, si había algún engañado —le dijeron—, era la persona que los había vendido por «solo» un par de millones. Como guinda de los hallazgos positivos le explicaron que se acoplaba sin problema a cualquier placa base conocida mediante unos sencillos adaptadores. Era una pieza de ingeniería asombrosa que parecía «haber sido traída desde el futuro», afirmaron.

Y Baldur se dio cuenta de que los que realmente habían salido perdiendo en ese asunto eran quienes lo hubiesen desarrollado: alguien había sido víctima de un execrable expolio. Una empresa que tenía que estar echando de menos tres de sus prototipos, por lo que no había tiempo que perder: dio orden de desmantelarlos para copiarlos, sin reparar en gastos. Lo prioritario era no perder el tiempo. Sin embargo, en un par de días la decepción llegó junto con un demoledor informe: sus ingenieros carecían de la capacidad suficiente para manipular los procesadores dado el sorprendente grado de miniaturización alcanzado en sus componentes.

El chip parecía tener una estructura tan diferente a todo lo conocido que no se atrevían a manejarlo sin conocer más sobre él. Sus hombres temían carecer de las herramientas necesarias para desmontarlo, minimizando el riesgo de dañarlo. Apesadumbrados, le aconsejaron no manipularlo hasta conocer más sobre él, y fue entonces cuando Baldur, frustrado y poco acostumbrado a no satisfacer sus obsesiones, se dio cuenta de que tenía una frente a él: la mayor a la que se hubiera enfrentado nunca.

William Baldur, completamente obsesionado con los procesadores, decidió estudiar su potencial en dos proyectos que ordenó que se desarrollaran de forma simultánea: el primero era un programa de simulación estratégica militar que realizaba cálculos de situaciones de conflicto armado en tiempo real. Su concepto era sorprendentemente parecido al de los videojuegos de estrategia que triunfaban en todo el planeta, solo que en este caso las tropas, unidades, terreno, factores climatológicos y todas las variables se basaban en la realidad.

La parte más compleja del software residía en el aprendizaje. Su equipo de ingenieros había desarrollado unas rutinas de inteligencia artificial que aprendían de las simulaciones, obteniendo así mejores resultados cada vez que se enfrentaban a situaciones similares. Una de las mejores ideas para ello fue que el sistema aprendiera directamente de personas reales. Inicialmente tomaron datos de contiendas reales, pero pronto se dieron cuenta de que no había suficientes con las que alimentar la voraz capacidad de aprendizaje de su creación, así que recurrieron a una fuente que resultó ser de lo más fructífera: los miles de servidores de partidas
online
de los videojuegos de estrategia.

Dado que casi todos se podían jugar ya por Internet, el programa de Baldur accedió —sin ningún tipo de permiso— a los servidores de las compañías creadoras de los videojuegos, y comenzó una estrecha monitorización de todas y cada una de las partidas que se jugaban en todo el planeta. En ellas el software aprendía cómo los jugadores se devanaban los sesos para resolver diferentes situaciones, y a pesar de rastrear decenas de miles de partidas simultáneas, el chip procesaba esa abrumadora cantidad de datos sin ningún tipo de problema.

Tras unas semanas decidieron probar el software, para lo que crearon miles de usuarios diferentes que el programa controlaba de forma simultánea. El rendimiento fue espectacular: ganó todas las partidas en las que participó, y lo hizo en tiempos récord y sin signos de sobrecarga del chip. El equipo de ingenieros estalló de alegría al comprobar que el sistema resolvía inmediatamente cualquier situación a la que se enfrentara, por novedosa que esta fuera. Las partidas duraban minutos —a veces solo segundos— y en la mayoría de los servidores sus falsos usuarios fueron expulsados bajo sospecha de tramposos. La única trampa que estaban haciendo consistía en que ese jugador, sorprendentemente bueno, simplemente no era humano.

Baldur estaba muy satisfecho con los progresos: el software era invencible y sus capacidades de aprendizaje y mejora parecían no tener límites. Todo gracias a ese procesador que no podía quitarse de la cabeza. El único aspecto con el que no estaba conforme era con que la mitad de los fondos del proyecto —y por ende gran parte del control de este— procedieran del Gobierno de Estados Unidos: en su desarrollo estaba participando el ejército, que iba a ser el más beneficiado de esa tecnología; y en su «supervisión» —por decirlo de alguna forma— estaba implicada la CIA. Baldur no tenía ninguna duda de la importancia de mantener todo el desarrollo controlado y en el mayor de los secretos, pero le resultaba bastante incómodo no tener absoluto control de todo el proyecto. Era algo a lo que no estaba acostumbrado.

Para empeorar las cosas, la Agencia había metido las narices en otro de sus proyectos: uno mucho más sencillo —un deseo personal— que había ordenado llevar a cabo en una desconocida y pequeña ciudad europea, lejos de miradas ajenas, sobre realidad aumentada. Era una de esas apuestas que hacía por instinto y que generalmente terminaban saliéndole bien. Había sorprendido a sus colaboradores más íntimos cuando les dijo que iba a enviar a ese proyecto uno de sus recién adquiridos chips. Los problemas con la CIA comenzaron cuando tuvo que explicarles que uno de aquellos prototipos —que creían que él había desarrollado— se iba a España, con el consiguiente riesgo de pérdida o robo. Baldur discutió amargamente con la Agencia y al final tuvo que aceptar que un equipo de sus hombres supervisara también el desarrollo del proyecto europeo. Así entraron a formar parte de él algunos agentes, como Jones, cuya actuación posterior había sido crucial para salvar la vida de Alex y Lia.

Lo que nadie más sabía era que existía un tercer equipo, al frente del cual se encontraba Jules Beddings, casualmente un antiguo compañero de facultad de Alex, que había destacado en el mundo empresarial gracias a su absoluta falta de escrúpulos. Era un hombre inteligente y ambicioso que enfocaba toda su energía vital —que no era escasa— en buscar soluciones a rompecabezas. En este caso consistían en estudiar el verdadero potencial del misterioso chip y, lo más importante, descubrir su origen con el fin de clonarlo. Así que le proporcionó toda la información de la que disponía, encontrándose entre ella una dirección de correo electrónico que contenía la palabra «Azabache».

Baldur sabía que en un principio Jules había querido contratar a Alex, consciente de sus amplios conocimientos en neurología e informática. Pensaba que era la persona ideal para estudiar un chip de esas características. Sin embargo Boggs se le adelantó por poco. Así que Jules ideó un maquiavélico plan: intentó convencer a Alex de que cambiara de proyecto, a sabiendas de que no lo iba a hacer. Su verdadera intención era crear dudas en el médico, con el fin de que este colaborara con él, cosa que había conseguido con un poco de psicología y mucho de manipulación.

Baldur aún estaba sorprendido por cómo habían transcurrido los acontecimientos: la idea de Jules de proporcionarle el nombre de «Azabache» a Alex había resultado ser un éxito. Su amigo el
hacker
había logrado encontrar la identidad de la persona que ellos llevaban meses buscando. Así que las cosas habían salido perfectas para Jules —ya que Alex estaba trabajando para él—, y para Baldur —que por fin tenía una investigación en marcha sobre el origen del chip—. Por eso había financiado las expediciones a México de forma tan sorprendentemente rápida: por un lado la de Alex y Lia; por otro, la de Jones y sus hombres; y en tercer lugar —y sin que nadie más lo supiera—, la de Jules Beddings.

El problema era que alguien había asesinado en Madrid al que creían que había sido el vendedor del chip, Milas Skinner, intentado además hacer lo propio con Alex y Lia. Y al igual que el médico, Baldur tampoco creía en las casualidades. ¿Quién más estaba tras la pista de los médicos? El hecho de que estos hubieran sobrevivido a tan extraño tiroteo se debía únicamente a la providencial aparición de Jones, que él había solicitado que cubriera las espaldas de sus protegidos. Por fortuna la Agencia había aceptado y, gracias a eso, los médicos estaban vivos. Una de las cosas que más le tranquilizaba era precisamente que Jones y dos hombres más también estuvieran en México, cubriendo los movimientos de la pareja.

Pero a pesar de todo, algo no iba nada bien, pensó Baldur. Durante unos segundos contempló su monitor sin mover un solo músculo del rostro: allí visualizaba, en tiempo real, las posiciones de sus dos expediciones. Y mientras Alex y Lia habían seguido desplazándose en las últimas tres horas, el equipo de Jones no se había movido ni un metro. Algo preocupante, sin duda, aunque mucho más preocupante era que el agente no respondiera a sus llamadas.

Cerca de las Ruinas de Palenque
Palenque, México

Antes de que Baldur se preocupara por él, Jones ya se sentía inquieto, a pesar de ser uno de los mejores agentes de la Agencia y de que ese tipo de misiones era su especialidad. De hecho, los meses que había tenido que pasar en el laboratorio de Boggs le habían parecido un infierno al permanecer confinado. Lo más extraño de todo era la funesta sensación que le venía acompañando desde hacía varios días. No sabía a qué podía deberse esa inquietud, que formaba parte de su instinto, pero que nunca había sentido con tanta fuerza. Era como si de repente se hubiera incrementado su capacidad de intuir peligros, se decía encogiéndose de hombros. Algo bueno, por supuesto. Lo malo era que su nueva capacidad no le advertía de dónde iban a surgir los problemas, y que aquella sensación había aumentado hasta límites desconocidos para él en las últimas horas.

Suponía que parte de esa angustia —por llamarla de alguna forma— se debía a cómo habían cambiado las circunstancias. En un bosque del Chiapas profundo era bastante más complicado proteger a una pareja de civiles que en el centro de Madrid. Hechos como el medir casi dos metros, el ser de raza negra y el ir acompañado por otros dos hombres armados hasta los dientes no contribuían precisamente a pasar desapercibido, y no dejarse ver resultaba crucial para la misión, ya que sus órdenes eran claras: debía atrapar a los potenciales asesinos, y la única forma de hacerlo era utilizar a la pareja como cebo. Una mierda de trabajo, pensó, ya que ahora mismo Alex y Lia estaban demasiado expuestos, como en tantos otros momentos en los que había actuado de forma similar. Y sabía, por experiencia, que era ridículamente fácil acabar con ellos si se disponía de un equipo mínimamente cualificado, algo que estaba seguro de que ocurriría con sus potenciales enemigos.

Ese pensamiento le llevó a otro aún más preocupante:
¿quiénes son esos tipos?
, se preguntó. En Langley estaban desconcertados, ya que aún no habían identificado los dos cadáveres de Madrid. Estos constituían un auténtico misterio; sus compañeros habían accedido a las muestras de huellas, moldes dentales y ADN, pero sorprendentemente estas no habían revelado nada. Algo preocupante, se dijo, ya que no era fácil despistar a la mismísima CIA. Aun en uno de sus peores momentos —históricamente hablando—, por los recortes económicos y el desprestigio de algunas operaciones mal llevadas, el poder y los medios de la Agencia aún eran considerables. Así que quien estuviera detrás de esos cadáveres debía de ser alguien muy listo… o con considerables recursos, pensó.

Apretando el paso hizo un repaso mental de los dos últimos días: habían viajado en los mismos vuelos que Alex y Lia. Estos no se habían percatado de su presencia ni en el trayecto hacia Madrid —donde habían estado bastante pendientes el uno del otro, besándose parte del viaje— ni en el intercontinental, donde sus asientos habían estado separados por una considerable distancia. Jones y sus dos agentes habían viajado por separado, alternando disfraces de turistas y de hombres de negocios, y en todo momento habían permanecido fuera de la vista de la pareja. Eso había sido pan comido.

Los problemas habían comenzado en México, donde su presencia resultaba demasiado evidente. Por fortuna habían podido seguir a la pareja a una considerable distancia, ya que el móvil que Juárez les había entregado enviaba su posición constantemente gracias a un GPS integrado. Jones la recibía en un pequeño portátil del que no se separaba, y gracias a esa sencilla tecnología habían podido seguir a la pareja de lejos, aunque por otro lado, también le ponía especialmente nervioso el no disponer de contacto visual.

La situación no mejoró cuando sus protegidos decidieron caminar campo a través. Allí habían tenido que aumentar la distancia y esforzarse doblemente por ocultarse, no solo de Alex y Lia, sino también de los que denominaba como «los otros». Esos tipos, pensó de nuevo, estaban confirmando ser realmente buenos: era relativamente difícil seguir a alguien sin ser visto en una ciudad; pero en un bosque como aquel, hacerlo resultaba bastante más complicado. Así que, si «los otros» andaban tras la pista de los médicos —algo de lo que Jones estaba seguro—, ya deberían haberse dejado ver, cosa que no había ocurrido para su desesperación.

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