Realidad aumentada (35 page)

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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Ahogó un grito cuando la roca cedió, saltando hacia atrás y cayendo sobre su trasero. De no haberlo hecho, se hubiera precipitado por una abertura de algo menos de un metro de diámetro, justo en el lugar donde unos segundos antes se ubicaba el guerrero maya. Alex se asomó con prudencia, pero no pudo apreciar nada debido a la oscuridad, a excepción de una especie de escala esculpida en la roca. Miró a Lia, que parecía atemorizada. Esa era la entrada.

Alex sintió el sudor resbalar por su rostro. Desconocía el tiempo que llevaban descendiendo desde que decidieron arrojar una cerilla para comprobar la profundidad del agujero. Al ver el fósforo caer y consumirse, en lo que se le antojó una altura imposible, su vértigo asomó, agarrotándole todos los músculos. Cada paso se había convertido así en una epopeya: no soltaba un saliente de la pared de roca hasta haber agarrado con fuerza el siguiente. Como resultado de la tensión muscular, estaba empezando a sentir los primeros pinchazos en brazos y piernas. El sudor le empapaba los brazos y las palmas de las manos, haciendo más complicado aún el descenso. Para colmo, cuando necesitaba limpiarse el rostro del sudor —gesto que repetía cada escasos minutos ya que de no hacerlo le escocían los ojos— debía soltar una mano de la pared, operación que le aceleraba aún más el pulso.

Definitivamente lo estaba pasando mal. Todo lo contrario que Lia, quien parecía moverse con facilidad, pues no tenía vértigo, y el peso que tenían que sostener sus brazos era evidentemente menor que el suyo.

—Hemos llegado —dijo Lia, susurrando.

Su voz hizo salir a Alex del ensimismamiento en el que estaba sumido. Miró hacia abajo, atreviéndose por primera vez desde que habían comenzado el descenso, y vio que la linterna de su compañera alumbraba el suelo. Con alivio, bajó los escasos escalones que le separaban de la tierra firme y finalmente pudo enjugarse el sudor de la cara con facilidad, recuperando el resuello y dejando que su corazón se calmara. En ese momento fue consciente de que el aire parecía enrarecido, tenía ese típico olor a cerrado y de cueva con humedad, pero también a algo más que no logró distinguir, algo que parecía oler como el metal, pensó. Casi por instinto, sacó su iPhone del bolsillo y vio que tenía cobertura. Extrañado, le mostró el aparato a Lia:

—Esto es muy raro —dijo, con gesto pensativo—. Debemos de estar a decenas de metros de profundidad. Algo debe de estar haciendo de conductor de la señal aquí abajo.

Ella apenas le hizo caso. Alex apreció que estaba explorando con ayuda de su linterna: solo se veía roca viva, nada más, ni rastro de vegetación, animales o insectos. Lia movió el haz de luz en todas direcciones hasta que por fin encontró una abertura.

—Debe de ser por allí —dijo con voz nerviosa.

La luz mostraba un angosto pasillo de algo más de dos metros de altura pero bastante estrecho. Iban a tener que caminar en fila, así que Alex se adelantó.

—¿No deberías usar las gafas de visión nocturna? —le dijo Lia.

Él la miró, sorprendido por el olvido. No estaba acostumbrado a llevar aparatos de esos cuando salía de casa, pensó, y extrajo el dispositivo de la mochila. Acarició el rostro de Lia, en señal de agradecimiento, aunque ella le respondió con una sonrisa apenas visible. Él le cogió la mano —gesto que ella aceptó de buen grado— y comenzó a andar.

Tras un rato, Alex había perdido de nuevo la noción del tiempo. Era incapaz de suponer la distancia que llevaban recorrida: el pasillo parecía interminable, y no tenía la más remota idea de si estaban siguiendo la misma dirección que al principio, ya que allí no podía consultar la posición GPS. La señal de los satélites no daba para tanto como la cobertura de su teléfono, que parecía no tener límites. Tuvo la sensación de caminar en una suave pendiente hacia abajo.

Tras una caminata que le pareció bastante larga, vislumbraron una oquedad por la que parecía asomar algo de luz, pero al quitarse las gafas no pudo apreciar nada. Le resultó extraño, así que avanzó con cautela. Sintió el pulso acelerarse de nuevo conforme se acercaron a ella, y pegado al borde, asomó la cabeza para echar un vistazo. Lo que vio no tuvo ningún sentido: era una especie de sala gigantesca con una luz tenue en su interior y algo, más brillante, al fondo. Se dio cuenta de que el olor metálico era más intenso allí.

Con un gesto brusco se quitó las gafas y volvió a mirar, impaciente: ante él tenía una enorme cueva de forma semicircular y con el techo bastante alto y plagado de estalactitas. Ocupando casi todo el suelo había una especie de pequeño lago de agua no demasiado ancho, pero que sí parecía bastante profundo. Precisamente del fondo parecía surgir una luz azulada que iluminaba débilmente la cueva, excepto en sus porciones más elevadas, donde el techo resultaba apenas visible. Alex sabía que esas formaciones donde quedaba atrapada agua subterránea se denominaban cenotes. Eran frecuentes en esa zona y, si el techo de la gruta terminaba derrumbándose por el paso del tiempo, terminaban siendo visibles en la superficie. Pero lo que más le sorprendió fue lo que había al otro lado del cenote: ante sus ojos se elevaba, imponente, una inmensa masa metálica de aspecto ovalado. Estaba aparentemente enclavada en la roca, en ángulo inclinado, en la orilla opuesta del lago, y con su mayor parte sumergida en el agua. Su parte más elevada apuntaba hacia ellos.

Alex sintió cómo el corazón se le aceleraba al mismo tiempo que Lia apretaba su mano con fuerza, aunque apenas sintió el dolor que le produjo el crujir de sus falanges. Su cerebro intentó calcular el tamaño de aquella estructura, pero enseguida se dio cuenta de que era imposible, al estar parcialmente enterrada en la roca viva. Debía de estarlo desde hacía miles de años, pensó con ansiedad, si los datos que Owl había aportado sobre la presencia de estalactitas eran ciertos. Lo único que pudo concluir fue que, ante sus ojos, tenía una enorme estructura que, a todas luces, se correspondía con alguna especie de artefacto tecnológico espectacularmente avanzado, y que era evidente que el hombre no había construido.

Probablemente fueron solo unos segundos, se dijo Alex, pero durante ellos miles de pensamientos e imágenes cruzaron por su mente: vislumbró cientos de escenas de sus sueños, aquellos en los que había huido de seres extraterrestres que arrasaban la Tierra. Un planeta indefenso frente a una especie superior destinada a exterminar a los pueriles y poco evolucionados seres que creían dominarlo antes de que ellos llegaran, unos seres que no se habían preocupado más que por satisfacer sus deseos y placeres más egoístas, una especie, a los ojos de los alienígenas, que no se merecía el suelo que pisaba.

En un plano más consciente su mente recreó las imágenes de sus sueños con las de los colonos españoles, arrasando quinientos años atrás sin piedad las tierras de México y el resto de los países colindantes. Fue una civilización superior tecnológicamente que había devorado sin piedad a otra que consideraron inferior desde su primer contacto, y de la que menospreciaron absolutamente todo: su cultura, sus creencias, sus religiones, sus formas de ver el mundo, y, por supuesto, sus conocimientos, entre los que se encontraban ciertas teorías astronómicas bastante interesantes, y que terminaron por perderse definitivamente.

Con sus neuronas consumiendo gran parte de la glucosa que en esos momentos corría por sus venas, Alex se dio cuenta de que había una enorme similitud en ambos casos: una «nueva» civilización surgía de la nada, menospreciaba a la otra, la arrancaba de raíz de su entorno y se quedaba con todas sus posesiones, pisoteando por el camino los sueños, los deseos y las esperanzas de todo un pueblo, y sin más motivos que el ansia de poder, de riquezas, de satisfacer deseos. Esto se derivó del egoísmo inherente a la vida autodenominada «inteligente».

Su mente se emborrachó con otros miles de recuerdos bastante diferentes. Estos eran suyos, y abarcaban desde su más remota infancia: juegos, películas, conversaciones de madrugada, charlas bajo las estrellas… Todos estaban relacionados con la remota posibilidad de que un día pudiera ocurrir el mayor acontecimiento de la historia del hombre: contactar con seres de otro mundo, un acontecimiento que siempre había recreado con ansia de que pudiera ocurrir, aunque ahora no estaba tan seguro de que fuera bueno para el hombre.

Angustiado, se dio cuenta de que su cerebro trabajaba febrilmente. Sintió su frente seca y le dio la sensación de que efectivamente tenía la piel caliente. Nunca había sentido esa capacidad de procesar miles de imágenes de forma simultánea, y en el centro de ellas, en su plano consciente, seguía la anodina imagen de esa asombrosa creación que tenía delante clavada en la roca, parcialmente hundida en el agua desde hacía miles de años. Y que no era humana.

Eufórico se volvió hacia Lia, haciendo un descomunal esfuerzo para dejar de mirar el deslumbrante descubrimiento. Azorado, se dio cuenta de que hasta ella había quedado en segundo plano. Era la primera vez, desde que la había conocido, que le ocurría eso. Sacudiendo su cabeza, y sintiéndose mareado, se acercó a su compañera.

—¿Estás bien? —le dijo, susurrándole.

Ella parpadeó y, con evidente esfuerzo, apartó la vista del inmenso objeto. Cuando por fin le miró, Alex comprobó que sus ojos brillaban con un intenso azul debido al reflejo del agua, humedecidos por las lágrimas. No le hizo falta apreciar el temblor en sus labios para darse cuenta de que estaba aterrada.

—Tranquila —le dijo él, poniendo un dedo sobre sus labios—, si fuera peligroso ya estaríamos heridos o muertos. Debe de tener miles de años y, por su posición, creo que debió de estrellarse. Estoy seguro de que sus ocupantes debieron de morir o, si sobrevivieron, convivieron con el pueblo maya de alguna forma, como podría deducirse de sus relatos y grabados. Esto explicaría sus sorprendentes conocimientos, sus leyendas acerca de hombres venidos del cielo y, por supuesto, el grabado de la tumba de Pacal o los de la superficie de Nazca.

Ella le miró fijamente, con la mirada temblorosa. Las lágrimas le caían en regueros sobre las mejillas y, aunque tenía la boca parcialmente abierta, ningún sonido salió de ella.

Él la cogió por los hombros y vio que estaba al borde del colapso.

—Lia, ¿no te das cuenta? —dijo con voz suave—, ¡estamos salvados!

Ella le miró, interrogante, y negando ligeramente con la cabeza. Parecía ausente. Él siguió hablando, intentando transmitirle toda la calma posible.

—Creo que… —dijo, tragando saliva— eso que tenemos delante prueba que existe la vida extraterrestre. Si no lo ha construido el hombre —dijo pensativo—, estamos ante el mayor descubrimiento de la humanidad. No sé cómo Milas la encontró, pero por algún motivo prefirió ocultar su existencia. Seguramente para seguir permaneciendo en el anonimato, no podía publicar un hallazgo así ni bajo un seudónimo. Antes o después hubieran dado con él, dada la envergadura del descubrimiento. Y eso… —dijo, mirando la enorme estructura— es lo que deben de querer encontrar, o quizás ocultar, nuestros perseguidores.

Ella asintió, sin dejar de temblar.

—Voy a hacer unas cuantas fotos —continuó él— y las adjuntaré a todos los archivos de los que disponemos. ¡Ese será nuestro salvoconducto!

—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso? —preguntó ella con la voz quebrada.

—Porque creo que las personas que nos han seguido, lo que no querían era que lo encontráramos. Si hubieran estado buscándolo, se habrían limitado a seguirnos hasta aquí. Así que si lo que no quieren es que se sepa, haremos justo lo contrario: en cuanto salgamos de esta cueva, activaré el programa de Owl, el que lo relata todo. En unas horas todo el mundo estará aquí y será imposible ocultarlo. Nuestras vidas ya no correrán peligro.

—¿Y las cláusulas de confidencialidad de nuestros contratos? —dijo ella entre lágrimas.

—Lia —dijo él, abrazándola—, creo que las cláusulas quedarán completamente obsoletas en cuanto se conozca el hallazgo que acabamos de encontrar: esto es patrimonio de la humanidad, no de un
holding
de empresas. Esto —dijo señalando a la nave— que está aquí enterrado cambiará la historia del hombre. ¿Crees que alguien nos juzgará por haberlo revelado?

—Ya no sé qué creer, Alex… —dijo ella, llorando de nuevo.

—Confía en mí —insistió él—. Funcionará. En cuanto salgamos de aquí por fin estaremos a salvo.

La estrechó entre sus brazos pensando en lo extraño que resultaba abrazar a la mujer que amaba junto a la materialización de uno de sus mayores miedos: la existencia de vida extraterrestre. Sintió un vaivén de sentimientos opuestos que, curiosamente, le parecieron acordes con una historia tan disparatada y sin sentido como aquella. Dolorido por tener que separarse momentáneamente de Lia, extrajo su iPhone e hizo decenas de fotos al inmenso objeto desde casi todas las distancias y ángulos posibles que le permitieron las zonas de alrededor del cenote. Con varios toques de la pantalla agregó las imágenes al programa de Owl y bloqueó de nuevo el terminal. No quería agotar la batería, bastante mermada.

—Busquemos una entrada —dijo, mirando la nave.

—¿¡Qué!? —preguntó Lia, mirándole con los ojos desencajados—. ¿No tienes ya lo que buscabas?

Alex se acercó a ella.

—No del todo —dijo, sujetándola por los hombros—. Solo tengo unas fotos hechas con un móvil de una superficie brillante en el interior de una cueva oscura, hay miles de páginas web que muestran imágenes más esclarecedoras que estas.

—Entonces me has mentido, ¡has dicho que nos íbamos! —gritó ella, intentando soltarse.

—¡En absoluto! —protestó él—. Ya casi tenemos lo que necesitamos, pero para que de verdad nos crean necesito enviar algo mucho más contundente, algo irrefutable, ¿me entiendes? —hizo una pausa y vio la duda reflejada en aquellos arrebatadores ojos—. Si consiguiéramos entrar en… eso —señaló de nuevo el objeto—, obtendríamos mucha más información y, sobre todo, las pruebas definitivas que necesitamos.

—¿Pretendes entrar ahí? —dijo ella, aterrorizada—. ¿¡Te has vuelto loco!?

—¡No es peligroso!

—¿¡Cómo puedes saber eso!?

—Porque… —Alex suspiró— estoy seguro de que Milas encontró el chip dentro. Así que, si él pudo entrar, e incluso coger algo como ese procesador, nosotros deberíamos ser capaces de hacerlo también.

—¿No te das cuenta de que solo quieres satisfacer tu maldito ego? —insistió ella, en tono suplicante.

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