Realidad aumentada (34 page)

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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

14
Encuentro

El miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otro.

WOODY ALLEN

Domingo, 22 de marzo de 2009

Nada más abrir los ojos, Alex dio un respingo. Por un segundo no supo dónde estaba, pero enseguida recuperó la memoria y buscó con la mirada a su compañera, que permanecía acurrucada junto a él. Apreció los surcos producidos por las lágrimas sobre la suciedad de las mejillas de Lia. Aun así le pareció el rostro más hermoso que había contemplado en su vida.

El miedo volvió al recordar, como si de una aparición se tratara, a los cuatro individuos. Vestidos completamente de negro, hubieran resultado invisibles desde su posición si no hubieran utilizado las gafas de visión nocturna mientras ellos aparecían de la nada para quemar su tienda. Gracias a Dios, un par de horas antes había salido de ella con las gafas de visión nocturna para echar un vistazo, pero no logró ver nada. Al girarse para volver al interior de la tienda contempló desolado que las formas regulares de esta se distinguían perfectamente con las gafas.

En ese momento había sido consciente del error que acababan de cometer: si ellos tenían unas gafas de visión nocturna, ¿por qué no iban a tenerlas sus perseguidores?, se preguntó. Azorado, había entrado de nuevo para decirle a Lia que tenían que irse de allí a toda prisa. Ella, inmersa en su papel de generar falsos rastros, le propuso dejar la tienda como señuelo. Entonces Alex se acordó del conejo que acababa de ver y le contó una idea a su compañera.

Localizaron las dos entradas de la madriguera del animal. Lia había hurgado con una rama en una de ellas y Alex había esperado en la otra —rezando para que no hubiera más—, y tapándola con uno de los sacos de dormir. En unos minutos este estaba lleno de roedores, frustrados por el súbito encierro. Alex depositó su captura dentro del saco de dormir —que dejó bien cerrado— sobre el suelo de la tienda. Cogieron lo imprescindible y echaron a andar sin mirar atrás.

No habían recorrido ni doscientos metros cuando la intuición de Alex le hizo detenerse, aun sin saber por qué. Entonces oyó varios sonidos, como si estuvieran descorchando botellas a lo lejos. Alex no necesitó pensar mucho para sospechar que eran disparos realizados con un silenciador. Lia debió de deducir lo mismo, ya que ambos se tumbaron sin decirse nada, agazapados tras una roca y observando en dirección a su ex campamento. Gracias a la visión nocturna, pudieron ver aparecer a los cuatro tipos. En aquel momento Lia suspiró aterrorizada y él rápidamente le tapó la boca con su mano. Alex también fue consciente de que su burdo engaño de los conejos seguramente no iba a ser suficiente, pero fue incapaz de reaccionar. En cuanto se dieran cuenta de su trampa, echarían a andar en su dirección y en unos minutos serían dos cadáveres. Sacó su móvil del bolsillo y buscó el icono de
Krusty
, el programa que revelaría todo lo que sabía hasta el momento. No pensaba entregar su vida en vano, así que lo dejó en primer plano. En cuanto esos tipos comenzaran a caminar hacia ellos, lo activaría. Pensó que al menos así alguien conocería esa extraña historia.

Sin embargo, y para su sorpresa, sus potenciales asesinos prendieron fuego a la tienda tras el fugaz examen del interior que realizó uno de ellos. Pensó, suponiendo acertadamente, que si hubieran descubierto el engaño habrían reanudado la persecución. Lejos de eso, permanecieron unos minutos allí, mientras la tienda ardía, asegurándose de que nadie escapaba con vida. Aliviado, pensó que gracias a Dios —o a lo que fuera— había acertado de nuevo con sus suposiciones. Si no hubiera salido de su refugio con las gafas de visión nocturna, no se hubiera dado cuenta de lo expuestos que estaban, y habrían muerto acribillados a balazos o abrasados.

Nosotros deberíamos haber estado ahí
, se había dicho Alex, y suponía que Lia debía de estar pensando algo parecido. Cuando la miró vio que las lágrimas le caían por el rostro; pero lo peor fue apreciar que, aunque silenciosa, estaba prácticamente fuera de sí, temblando con los ojos desencajados. Temeroso de que les oyeran, Alex no se había atrevido a decir nada: se limitó a abrazarla y acariciarle la cara. Ella le miró, horrorizada, pero sin decir absolutamente nada. Así al menos no harían ruido, había pensado Alex.

Más tarde los hombres desaparecieron en dirección opuesta, y Alex por fin suspiró. Exhausto y sin decir nada, tras esperar unos minutos en los que pareció quedar claro que no iban a volver, desenrolló el saco de dormir que les quedaba. Lo extendió al lado de Lia, a la que envolvió en la prenda con movimientos cariñosos. Luego él se introdujo también, para aprovechar el calor corporal mutuo. Le susurró a su compañera al oído que intentara descansar. Él estaría atento a cualquier ruido, le dijo. Ella, negando rítmicamente con la cabeza, balbuceó entre lágrimas y con voz apenas audible:

—Iban a por nosotros…

Él había asentido con la cabeza y la había abrazado con más fuerza aún, pero ella apenas reaccionó. Tras unos largos minutos Lia por fin se quedó dormida. Tras varias horas sin poder dejar de pensar, Alex se dio cuenta de que el amanecer le había sorprendido. Mirando al cielo, que comenzaba a clarear, calculó que habría descansado alrededor de una hora. En ese momento Lia dio un respingo.

—¿Qué ocurre? —preguntó, con la mirada desorbitada.

—Tranquila… —dijo él en voz baja—. Estamos a salvo, al menos de momento. Han pasado varias horas y no creo que vuelvan.

Ella le miró desconcertada. Su rostro se ensombreció cuando pareció recordar dónde estaban y lo que había estado a punto de ocurrirles varias horas antes.

—¿Quieres seguir adelante? —dijo Alex, sin apenas confianza.

Ella asintió, mordiéndose el labio.

—¿Estás… bien? —insistió él.

—¡No! —respondió ella—. ¡No estoy bien en absoluto, si es eso lo que realmente quieres saber! —dijo, con voz temblorosa y ronca—. Estoy al borde de la histeria y he perdido toda la confianza, no solo en ti sino en mí misma —tragó saliva para añadir—. Te lo advierto, si cuando lleguemos al sitio que dice tu amigo, el pirado de los ordenadores, resulta que allí no hay nada, haré que te encierren en un psiquiátrico de por vida. Eso, si nadie nos mata antes, claro, que es algo que dudo… —añadió, hipando de nuevo

Alex respiró hondo, buscando sin éxito las palabras adecuadas. Frustrado, no supo si abrazarla. Con una enorme sensación de tristeza, lo único que tuvo claro es que, si salían de aquel infierno, ella no se lo iba a perdonar nunca. Eso, en caso de que no terminara odiándole para el resto de sus días.

Un par de barras energéticas con chocolate, un litro de agua, el aumento de la temperatura y la luz del sol, consiguieron que Alex se sintiera bastante más animado. Habían olvidado el módem que les había proporcionado Alfonso Juárez en su apresurada huida de la tienda de campaña, pero Alex había comprobado con alegría que su iPhone era capaz de conectarse a la red de datos mexicana, algo crucial para acceder a Internet y, sobre todo, para usar el GPS integrado en el teléfono. Este era bastante más limitado pero igual de efectivo, y gracias a él se estaban acercando a su destino. Animado por las circunstancias se atrevió a dirigirse a Lia:

—¿Mejor?

Estaba tan confiado en recibir una mirada de reproche, que se sorprendió cuando ella asintió con la cabeza. Definitivamente, pensó, con la luz del día todo se veía distinto.

—Lia —dijo preocupado—, siento todo lo que nos está ocurriendo. Admito que lo lógico es que fuéramos en busca de ayuda, pero si lo hacemos sin una buena cobertura no nos servirá de nada. Quienquiera que nos siga, antes o después nos atrapará, y, al fin y al cabo, no tenemos nada para protegernos de ese alguien, salvo la suposición de que Milas encontró aquí el maldito chip.

—Ya lo sé —respondió ella, sin perder su aspecto cansado—. Ya te he dicho que te acompañaré en esto, pero estoy muerta de miedo —dijo ella torciendo el gesto—, no sé si eres capaz de entenderlo. De hecho, si sigo andando es porque es el miedo el que me empuja —se detuvo para suspirar y añadir—: pero es algo que no me va a durar mucho tiempo. Solo quiero que esto acabe e irme a casa de una vez sin que nadie intente matarme.

Alex deseaba igualmente que todo aquello terminara, pero, sobre todo, para disfrutar con ella de una nueva vida juntos, algo que no parecía rondar por la cabeza de Lia, pensó. Siguió caminando con resignación sin atreverse a decir nada por miedo a empeorar las cosas. Meditando las posibles respuestas que darle a su compañera, vio aparecer una roca, de aspecto más o menos rectangular, y de unos dos metros de altura por cuatro de ancho que parecía emerger del suelo. Con un gesto rápido consultó su teléfono.

—Es aquí —dijo, con un ligero temblor en los dedos.

Despacio, echó un vistazo a su superficie: estaba cubierta de vegetación, musgo y algunas ramas caídas. Nada más que le llamara la atención.

—Busquemos por separado —le dijo a Lia.

Ella asintió y comenzó a palpar la superficie. Él la imitó y al cabo de unos minutos se reencontraron al otro lado. Ninguno había encontrado nada.

—¿Y si no es aquí? —preguntó ella.

—Tiene que ser —insistió él, aunque preocupado—. Pensemos los dos juntos. No me ha gustado dejar de verte, aunque haya sido solo unos instantes… —añadió, sonriendo.

Ella también sonrió levemente, y él sintió una oleada de endorfinas recorriendo sus venas. Esa mujer le volvía loco: haría lo que fuera por tenerla, y algo le decía que estaban cerca de la solución.

—Tiene que haber algo por aquí —dijo él, sin separar sus manos de la piedra—, los archivos de Milas no dejan lugar a dudas.

—¿Y si marcó el sitio de forma incorrecta? Para despistar, por ejemplo —dijo ella.

—¿Milas? —contestó él, frunciendo el ceño—. No lo creo, recuerda que guardaba todo a buen recaudo en un ordenador que ni siquiera conectaba a Internet. Nadie sabía quién era él ni los viajes que había hecho, por supuesto dudo que deseara volver aquí, pero sí el vender la información en el futuro. Milas investigaba historias sucias, pero era un tipo bastante directo, bastante distinto a mí, por ejemplo —dijo sonriendo—. Yo

alteraría la información; pero no creo que él lo hiciera.

—Pues entonces nos hemos equivocado… —dijo ella, mordiéndose el labio.

—O no estamos enfocando el problema con la perspectiva adecuada —dijo él, mirando hacia arriba.

—¿Qué?

Pero Alex ya no estaba a su lado. Se había encaramado a la roca, agarrándose de las matas y de un saliente.

—¿Dispuesta a ver el problema desde un nuevo punto de vista? —preguntó él, sonriendo mientras le tendía la mano desde la parte superior de la roca.

Con satisfacción, Alex vio cómo los ojos de Lia parecían recobrar parte de la vida que había desaparecido de ellos. Se concentró en el examen de la roca y apreció que la superficie de la roca era irregular y estaba plagada de pequeños matorrales, en el centro. Unos de mayor tamaño que el resto le llamaron la atención. Miró a Lia y vio que ella también los observaba. No hizo falta decir nada para que ambos se acercaran, y con gesto nervioso el médico extrajo una navaja de la mochila y comenzó a cortar hojas.

—Tranquilo, que te vas a cortar un dedo —le dijo ella, apoyando una mano sobre su hombro.

Jadeando, Alex supo que Lia llevaba razón: si se amputaba un dedo o sufría cualquier otro percance, tendrían que salir de allí a toda velocidad, con el riesgo de encontrarse de nuevo con los individuos de negro. Se dio cuenta entonces de que tenía el pulso acelerado y estaba sudando, algo que pensó que podía achacarse al agotamiento físico y la falta de sueño, pero que también intuía que era por algo más.

—Llevas razón —le dijo, respirando de forma entrecortada—, no sé por qué me he puesto tan nervioso al llegar aquí. Supongo que es porque, de una u otra forma, nos estamos acercando al origen de esta historia…

Sus últimas palabras quedaron en el aire al ver el rostro de Lia, que tenía la mirada fija en el suelo, justo donde él había estado cortando unos segundos antes. Se volvió bruscamente y comprendió la expresión de su compañera: en el suelo había, grabado, un dibujo. Aunque sus trazos eran toscos e imprecisos, y parecían erosionados por el paso del tiempo, la imagen del conjunto resultaba bastante clara: un guerrero maya subido en lo que, a todas luces, era una nave espacial.

Miró a Lia, que de repente había vuelto a reflejar una creciente tensión en el rostro. Él sonrió, intentando tranquilizarla sin éxito, así que con rápidos gestos de su muñeca cortó los restos de hierba y apreció el dibujo en su totalidad.

—Es… maravilloso —dijo, con una sonrisa que no pudo evitar—, ¿no lo crees así?

—¿Qué puede significar? —dijo ella, con un leve temblor en sus labios.

—No lo sé, pero es evidente que este es el sitio que buscábamos… —respondió él, palpando y empujando la zona alrededor del dibujo.

—¿Puede ser una especie de cerradura? —preguntó Lia.

—Algo me dice que sí —dijo él, acercando su rostro al dibujo—. El problema es que no sabemos cuál es la llave que la abre.

Acercando el rostro al suelo examinó el grabado con detenimiento. Era similar al que había visto en los archivos de Milas: una copia, en pequeño y bastante burda, del que adornaba la tumba de Pacal el Grande. Una vez más pasó las manos por la superficie del dibujo, solo que esta vez, al hacerlo con la punta del dedo índice, un hormigueo pareció subirle por los brazos.

—¡He notado algo! —exclamó, mirando a Lia.

Antes de que ella pudiera decir nada, empezó a recorrer todo el dibujo con la yema del dedo, y el hormigueo se transformó en una agradable sensación de calor que le recorrió la espalda. Para su sorpresa vio que el dibujo realmente se componía de una sola línea, algo que no había apreciado antes. Recordó haber leído en uno de los archivos que les había mandado Owl que eso era típico de las famosas figuras de Nazca. Estas, ubicadas en el desierto de Jumana, habían sido trazadas en el suelo hacía miles de años, representaban en su mayoría a animales que medían cientos de metros y solo podían ser apreciadas desde el cielo. Y cada una de ellas, por compleja que fuera, se componía de una sola línea, una obra impensable para un pueblo con tan limitados recursos.
Otro misterio de difícil explicación
, pensó, mientras seguía el recorrido de la línea con el dedo. Sin apenas darse cuenta, la sensación de calor se había ido incrementando. Además de ser especialmente reconfortante, ahora la sentía en todo el cuerpo. Miró a Lia, y en ese preciso momento oyó, bajo ellos, un ruido sordo y lejano, que le pareció un metal golpeando piedra. Volvió a mirar el dibujo y vio que lo había recorrido entero: su dedo índice reposaba sobre lo que parecían los ojos del supuesto astronauta maya.

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