—¡Vale! —dijo Alex apretando los dientes y sorprendido ante la clarividencia de Lia, que probablemente estaba también relacionada con lo que le ocurría a él—. ¡Cabe la posibilidad de que podamos ver algo que a lo mejor ningún hombre ha visto jamás! ¿Es eso tan malo?
—¡No para ti, pero para mí, sí! —dijo ella llorando—. ¿Es que no ves que estoy al límite? ¡No puedo más!
—Por favor —insistió Alex, acariciándole el rostro—, no me dejes solo… Te necesito.
Él sintió la piel de Lia fresca al tacto, señal de que la suya debía de estar caliente. De hecho se sentía febril. Algo normal, ya que estaba azorado y envuelto en un torrente de sentimientos: por un lado quería satisfacer el deseo de Lia, pues sabía que ella llevaba razón: debían marcharse de allí cuanto antes; pero por otro algo le decía que debía entrar. Esa nave —o lo que fuera— le llamaba y no podía resistirse. Se arrepentiría el resto de su vida si no atendía esa llamada.
Con satisfacción vio que ella le miraba, confundida y suplicante. Tras unos instantes en los que Lia le sostuvo la mirada, asintió con la cabeza. Fue un gesto apenas perceptible, pero suficiente para cambiar la historia de la humanidad, pensó Alex en el momento en que un nuevo escalofrío le recorría la espalda. De ninguna forma podía saber que ese repentino estremecimiento se debía a que, en la superficie, una figura comenzó a descender por la abertura de una roca, la misma por la que ellos habían bajado a la cueva.
—Creo que he encontrado algo —dijo Lia, sobresaltándole.
Se habían separado para investigar el objeto, al que ambos ya denominaban como «la nave». Vista de cerca, su superficie había sorprendido a Alex: el aspecto pulido que habían percibido desde la distancia resultó no ser del todo cierto. El metal tenía realmente un aspecto mate parecido al del aluminio anodizado, pero lo que más le había llamado la atención era que toda su superficie estaba cubierta por infinidad de finos y largos surcos, poco profundos y de un color ligeramente oscuro, que se entrecruzaban en todas las direcciones posibles. Apenas eran visibles, pero vistos de cerca se apreciaban sin dificultad y provocaban un evocador y embriagador efecto visual.
Alex no había estado en absoluto convencido de que fueran capaces de encontrar una forma de entrar. Aunque Milas lo había hecho, pensó, puede que él hubiera tenido algún objeto necesario para lograrlo, o que hubiera estado en posesión de alguna información que ellos desconocían. Así que el grito de Lia le hizo recuperar de golpe su esperanza de acceder al interior de aquel inmenso objeto.
Caminó hacia ella sin dudarlo ni un segundo. Al alcanzarla, vio que su compañera contemplaba un punto de la superficie donde parecían confluir decenas de esas líneas oscuras. Lo que lo distinguía del resto de los puntos de confluencia era que sobre ese se apreciaba un dibujo en forma de espiral.
—¿Crees que significará algo? —le preguntó Alex, ansioso.
—Deberías ver las cosas «desde otra perspectiva», como dices tú… —dijo ella a modo de respuesta y dando un paso atrás.
Alex la imitó y se sorprendió al ver que la espiral estaba situada en el centro de una especie de rectángulo definido por varios de los surcos, que debía de medir unos tres metros de alto por otros dos de ancho.
—Parece un acceso —añadió Lia.
—Es el pensamiento más lógico… —dijo él, pensativo— desde nuestro punto de vista. Pero recuerda que nuestra idea de puerta o de acceso no tiene por qué ser la misma que tienen ellos.
Mientras decía las últimas palabras se acercó y alzó su brazo con intención de tocar el surco en forma de espiral.
—¿Estás seguro de querer hacer eso? —le dijo Lia, poniendo su mano sobre el brazo del médico.
Él la miró, y no necesitó decir nada más para dejar de sentir su oposición. Puso su dedo índice sobre el punto más exterior de la espiral y comenzó a recorrerla en dirección al centro. Al hacerlo sintió la misma sensación de hormigueo que había notado al abrir la entrada de la cueva, sin embargo, cuando llegó al centro, en esta ocasión no ocurrió nada. Pensativo, repitió el gesto de dentro hacia fuera, y esta vez el calor le pareció más intenso. Soltó una exclamación cuando un siseo precedió a un rápido movimiento del rectángulo, que se desplazó rápidamente hacia la derecha. Miró a Lia con la boca abierta:
—Se ha… abierto —dijo, casi sin poder articular las palabras.
Consciente de la importancia del momento, intentó atisbar el interior, sin éxito. Así que, sin pensarlo más, se aupó hasta el borde de la nave. Su primera impresión fue algo lóbrega: la luz era oscura, casi negra, y parecía proceder de unas líneas azules que recorrían el techo de la pequeña cámara donde se encontraba. A medida que sus pupilas se adaptaron a la escasa luminosidad, apreció que todo parecía estar hecho con una especie de polímero de plástico o de carbono. Parecía resistente aunque, al tocarla, su textura le resultó parecida a la de la goma, de hecho, el suelo era mullido y permitía un buen agarre, a pesar de estar inclinado. Frente a él había otro rectángulo, del que ya no le cabía ninguna duda de que era una nueva puerta.
Esto debía de ser una especie de cámara intermedia
, pensó. Así que fuera lo que fuese que estaban buscando debía de encontrarse tras esa otra puerta. Dio un paso adelante y solo entonces se acordó de que no estaba solo. Volviéndose hacia Lia, le dijo:
—Acércate, es… —intentó no sonar demasiado excitado— sencillamente impresionante.
Se dio cuenta de que la mirada de su compañera traducía sentimientos diametralmente opuestos a los suyos: el miedo y la preocupación habían ahondado en su rostro. Casi como para corroborarlo, Lia negó con la cabeza, asustada. Alex volvió sobre sus pasos e, inclinándose, le tendió la mano. Por fortuna, y a pesar de resultar evidente que deseaba lo contrario, ella aceptó y subió de un salto. Con el rostro teñido de ansiedad a los ojos de Alex, Lia contempló la pequeña estancia con la misma admiración que él había mostrado instantes antes, sin embargo no se atrevió a tocar nada.
Sabiendo que debía tomar la iniciativa, Alex avanzó hacia la siguiente puerta. Sobre ella había otro fino grabado. Lo recorrió con el dedo índice y la que estaba a sus espaldas se cerró con el mismo siseo con el que se había abierto. Lia dio un grito.
—Tranquila —dijo él, abrazándola—. Debe de ser un mecanismo de seguridad. Estoy seguro de que podremos volver a abrir esa puerta sin problemas. Esto debe de ser una especie de cámara intermedia.
—En la que espero que no hagan ningún tipo de descompresión, desinfección o adaptación a su atmósfera…
, pensó, consciente de lo perjudicial que podía resultar cualquiera de esas acciones sobre ellos.
En ese momento la puerta ubicada frente a él se abrió y Lia profirió una exclamación. Afortunadamente no sucedió nada anormal y Alex se dio cuenta de que se sentía sorprendentemente tranquilo. Estaba en el interior del mayor descubrimiento de la historia de la humanidad, y, sin embargo, se sentía completamente en paz. No estaba nervioso o preocupado, ni sentía la más mínima ansiedad. Todo lo contrario, pensó, se sentía casi…
cómodo
, y es que algo en todo aquello le resultaba extrañamente familiar.
Dándose cuenta de que ese era un pensamiento absurdo —salvo sus sueños con extraterrestres, no tenía sentido que él pudiera conocer nada de todo lo que le rodeaba en ese momento— dio un paso adelante y se introdujo en un estrecho pasillo. Este era de color gris metalizado, como el exterior de la nave, y bastante más luminoso y atractivo que la cámara anterior. Por toda la superficie se apreciaban las sempiternas y finas líneas, en número de miles, que se correspondían con los surcos que había visto en el exterior y en la primera cámara. Por fortuna el suelo seguía permitiendo un buen agarre, lo que les permitió avanzar hasta aproximarse a una nueva puerta que Alex abrió realizando un nuevo dibujo en espiral hacia fuera con su dedo, sin ninguna dificultad, como si llevara haciéndolo toda la vida. Al ver su interior no pudo evitar soltar una exclamación de asombro.
—¿¡Qué es todo esto!? —preguntó Lia, mirando alrededor.
Alex apenas percibió el contacto de la mano de su compañera, pues aún no había logrado salir del ensimismamiento que le había producido el poner el pie en aquella sala. Al hacerlo, le había venido a la mente aquella frase de «un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad», que aun habiendo sido pronunciada cuarenta años antes, le había parecido ideal para ese momento. Y es que al cruzar el umbral se encontró en el interior de una sala bastante más grande que las anteriores. En ella, y a pesar de que la luz volvía a ser tenue —solo había unos resplandores azules en el techo—, aparecieron multitud de superficies lisas e inclinadas por todas partes que parecían formar parte de una especie de centro de control. Sin embargo, en ellas no se evidenciaba ningún teclado o pantalla, tan solo la infinidad de surcos a los que ya se estaba acostumbrando, aunque, a diferencia de los que había visto antes, en algunos de estos, y de vez en cuando, se vislumbraba un sutil haz de luz de diferentes colores que los recorría a gran velocidad.
—Parece una especie de sala de mando —dijo, incapaz de dejar de observar todo—. Pero eso no es lo más importante… —añadió, centrando la vista en una de las consolas.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella con un hilo de voz.
—A que todo esto está funcionando, por si no te habías fijado —dijo, señalando un pequeño punto de luz verde que se desplazó a toda velocidad por uno de los surcos.
—Alex, esto no me gusta nada… —dijo ella, con voz temblorosa.
Abstraído, el médico hizo caso omiso del comentario. Se sentía extrañamente en paz, como si todo aquello le resultara conocido. Algo absurdo, se repitió, ya que era la primera vez que veía algo así. Acercó el rostro a la superficie inclinada que tenía delante, realmente parecía una consola de mando, y apreció que quedaba ligeramente elevada para su altura. Pensó que sus ocupantes debían de ser bastante más altos que ellos. Dudando, acercó una mano y notó el peculiar hormigueo.
—No pensarás tocarlo, ¿verdad? —dijo Lia, tensando los músculos.
Durante un par de segundos Alex dudó. Sin embargo, algo le decía que no se estaba equivocando, y sin darle ninguna explicación a su compañera, terminó de acercar la mano a la consola. Apoyó su dedo índice en uno de los surcos, que comenzó a recorrer lentamente. Enseguida el caluroso hormigueo aumentó, y un zumbido pareció emerger de todas partes y a la vez de ninguna. Oyó que Lia soltaba una exclamación, que le sonó lejana.
Cuando se volvió para mirarla se llevó un susto al darse cuenta de que ya no estaba pisando el suelo: estaba flotando, como si un colchón de aire —y, por supuesto, invisible— se hubiera inflado bajo su cuerpo y ahora estuviera sentado a algo más de un metro sobre el suelo, sin nada bajo él. Se movió, pero permaneció suspendido. Pasó el brazo por debajo de su trasero y vio que ahí no había nada. Literalmente, estaba levitando.
Aceptando su nueva —y cómoda, por otro lado— situación, se fijó en la superficie de metal. Esta había quedado a la altura de sus manos y estaba más iluminada que antes ya que numerosos haces de luces de diferentes colores la atravesaban a toda velocidad. Pero lo que más le llamó la atención fue que, por encima de su cabeza, habían aparecido decenas de hologramas, la mayoría en forma de cubos que giraban sobre sus ejes lentamente, conteniendo una innumerable cantidad de imágenes, gráficos y signos. Como era de esperar, todos le resultaron completamente incomprensibles.
Movió un brazo, tentado de tocar alguno de aquellos cubos flotantes, pero enseguida se detuvo. Aparte de que esa podía ser una maniobra con consecuencias letales para ellos dos, pensó que, si, por ejemplo, provocaba que la nave se desplazara de repente, esta podría partirse en dos, ya que gran parte de su estructura estaba enterrada en la roca.
Y quién sabe en qué estado
—pensó—.
Podría terminar de destruirla, un crimen mucho mayor que la mera pérdida de dos vidas humanas. No puedo dejar que se pierda lo que hay aquí dentro…
Con ese último pensamiento surgió de forma concomitante de lo más hondo de su mente, y como si hubiera recibido una descarga eléctrica, una pregunta:
¿Realmente debe el hombre conocer esto?
Recordó haber leído sobre el denominado proceso de «aculturización»: este consistía en los cambios que se producían en dos culturas cuando estas se encontraban, un proceso que generalmente solía perjudicar a una de ellas.
Sobre todo si la diferencia tecnológica es considerable
, recordó. La explicación era sencilla: sabía que una civilización adquiría sus progresos de forma acorde con su desarrollo físico, tecnológico, social, psicológico e intelectual, de forma autónoma y a su propio ritmo. Así, en pleno siglo XXI, había en la Tierra tribus que aún vivían en cabañas, mientras que otras naciones habían llegado a la Luna. Cada una progresaba a un ritmo diferente, aprendiendo de sus errores y asimilando sus descubrimientos gracias a nuevos errores producidos debido a ellos. La bomba atómica o la destrucción de la capa de ozono eran dos errores recientes de la civilización avanzada, consecuencia de malas aplicaciones de los avances tecnológicos. De ellos se había aprendido.
Poco
, pensó Alex,
pero al menos algo
.
Cuando una civilización avanzada entraba en contacto con otra menos desarrollada, el daño podía ser considerable. En el mejor de los casos —donde los menos evolucionados no fueran sometidos— estos adquirirían sin esfuerzo unos medios tecnológicos para los que todavía no estaban preparados. Además, el precio solía ser elevado: la explotación de sus recursos naturales y su mano de obra, de los que se beneficiaría la civilización más avanzada. A cambio, recibirían una tecnología —aunque escasa, y que no podían fabricar— con la que podrían dominar a sus iguales, desprovistos de ella. Moneda de cambio habitual en estas situaciones solían ser las armas; era algo que había ocurrido miles de veces a lo largo de la historia: naciones acostumbradas a vivir en chozas o al aire libre, de repente conocían las metralletas y los fusiles, una historia que nunca terminaba bien, pensó Alex.
Precisamente, en ese momento, él se encontraba en el interior de una creación a miles de años de lo que el hombre era capaz de crear, a pesar de sus siglos de progreso. Procedente de una cultura antigua, lejana y desconocida, si los procesos de aculturización habían hecho estragos entre culturas de la propia Tierra a lo largo de la historia de la humanidad, y con seres de la misma especie, ¿qué efectos podría producir ese nuevo hallazgo?, se preguntó.