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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Realidad aumentada (43 page)

La vibración siguió aumentando y, aunque corría con la única intención de ponerse a salvo, Alex no dejaba de pensar en volver al interior de la maldita nave. ¡Lia seguía allí!, se repitió, mientras pisaba un canto que casi le desequilibró. Tenía que sacarla como fuera, pensó con los ojos escociéndole por el polvo, y siguió descendiendo por la pendiente, temiendo caerse a cada paso y recibiendo continuos golpes en casi todo el cuerpo.

El temblor pareció mitigarse, pero solo para dar paso a un sonido hueco y que creyó localizar a decenas de metros bajo el suelo. Súbitamente todo su campo de visión se llenó de un fogonazo blanco. Afortunadamente, cerró los ojos instintivamente, ya que si no lo hubiera hecho se habría quedado ciego: una intensa luz entre inmaculada y azulada, acompañada de un sonido parecido al de un imán de altísima potencia, cubrió el cielo en un círculo de varios kilómetros, abrasando las retinas de los pocos animales que no habían logrado esconderse aún. Duró unos segundos, durante los que el sonido siguió aumentando de intensidad y variando hacia un tono más agudo y distorsionado, peor incluso que las voces anteriores y que el zumbido de la tierra.

Alex gritó, rabiando de dolor e intentando no caerse, pero finalmente se precipitó hacia el suelo cuando un estampido sordo hizo temblar la tierra, como si esta hubiese sido sacudida como una simple sábana. A pesar de ser consciente de todas y cada una de las abrasiones que se hizo en la piel al rodar por el suelo, se incorporó y, con los ojos aún cerrados, siguió corriendo sin parar de tropezarse. Si se caía de nuevo probablemente no tendría tanta suerte y se abriría la cabeza contra una piedra. Sorprendido, descubrió que era algo que ya no le importaba.

Momentos después se atrevió a abrir los ojos. El suelo seguía vibrando y al zumbido se había añadido otro ruido más intenso y cercano: el de la tierra plegándose sobre sí misma. Se volvió y vio que, literalmente, el suelo había comenzado a alzarse y quebrarse cientos de metros tras él, provocando una nueva estampida de rocas —de mucho mayor tamaño— que se acercaban rodando a toda velocidad, aceleradas por la pendiente, cada vez mayor.

Antes de que pudiera volverse de nuevo, la cúspide de la elevación pareció reventar en dirección al cielo, provocando una nueva explosión y una cascada de rocas, tierra, arbustos, árboles e incluso animales despedazados, y una espantosa columna de humo negro se alzó en dirección al cielo. Alex contempló con horror cómo los intestinos de una alimaña se acercaron volando y se despanzurraron a sus pies, salpicándole de sangre y de vísceras. Asqueado, por fin reaccionó: se giró y volvió a correr, alejándose de aquella estrambótica e infernal lluvia. Lanzó ocasionales miradas al cielo pero sin conseguir ver nada nuevo. Lo que hubiera salido de allí habría desaparecido, aunque intuía lo que había sido. Sin tiempo para pensar demasiado, corrió como pudo, esquivando peñascos e intentando aislarse del ensordecedor ruido de la roca, que seguía despedazándose con un ruido que le hacía temblar los huesos.

El ruido disminuyó. Sin confiarse demasiado frenó la carrera, jadeando y con punzadas en el pecho, se atrevió a volverse: vio que el terreno donde había estado sentado se había hundido sobre la cueva, donde, presumiblemente, había estado la aeronave estrellada. Ahora no había nada. Recordó el ruido sordo, el fogonazo de luz y cómo la tierra se había desplazado hacia dentro: «Implosión», le habían transmitido los seres, y supo que eso era lo que habían hecho con la nave. Desconsolado, se dio cuenta de que por mucho que se buscara allí, no iban a encontrar nada. Y entonces se dio cuenta de algo más, algo terrible.

Como si una flecha se le hubiera clavado en el pecho, cayó de rodillas sobre el suelo y se desplomó como un muñeco. Comenzó a llorar como un loco, convulsionando por el dolor. Desesperado, dejó de oír la voz interior que le insistió en que había hecho lo correcto traicionando a esos seres, entregando lo que sabía al resto de la humanidad, que no cabía ninguna duda sobre las horribles imágenes que había visto en su «sobreexposición», que aquellos seres le habían intentado engañar, y que había evitado el engaño, paradójicamente, gracias a la intuición con la que ellos mismos le habían dotado —una intuición que le había avisado de que le mentían, le dijo la cada vez más tímida voz—.

Pero él ya no lloraba por eso, pensó, clavándose las uñas en el rostro y descarnándoselo. Todo aquello era algo que ya no le importaba en absoluto, se dijo, retorciéndose en el suelo como un demente, mientras gritaba de dolor y de llanto. Pletórico de angustia, sintió el corazón y la cabeza a punto de estallar, y deseó sinceramente que alguno de esos órganos reventara de una vez para acabar con aquel sufrimiento. Y es que, con aquella decisión, acababa de echar de su planeta a esos hijos de puta que le llevaban amargando la existencia desde que tenía uso de razón. Sabía que había hecho lo correcto, pero también había matado a Lia.

17
Depresión

La vida es hermosa, pero la mía está envenenada para siempre.

LUDWIG VAN BEETHOVEN

Miércoles, 2 de septiembre de 2009
07:00 horas
Langley, Virginia; Estados Unidos

Alex entró en su recién asignado despacho y depositó su nuevo Macbook Pro sobre la que iba a ser su mesa de trabajo. Su anterior portátil había desaparecido, junto con el resto de las cosas de su mochila, en el interior de la cueva. A pesar de que hacía seis meses de todo aquello, sintió una punzada de dolor en el pecho: no era lo más importante que había perdido allí.

El recuerdo de Lia le afectó, así como el de los acontecimientos que se sucedieron tras la implosión y la rápida huida de los seres. Nunca supo cuánto tiempo permaneció en el suelo, llorando y deseando morirse, pues sus recuerdos eran fragmentos de imágenes inconexos.

Recordaba haber llorado hasta que no pudo más: en algún momento debió de quedarse inconsciente, y lo siguiente que recordaba era el sonido de un tableteo. Alex pudo reconocerlo a pesar de su estupor: era el motor de un helicóptero —o de varios, se dijo a sí mismo en aquel momento, justo antes de volver a la oscuridad—. Luego fueron los tipos de negro, y pensó, aturdido, que eran los mismos que habían intentado asesinarles, pero fue incapaz de reaccionar. Para su sorpresa, uno de ellos se agachó junto a él, le examinó y le dijo algo, pero Alex no consiguió entender nada. Instantes después un lacerante dolor le atravesó las extremidades cuando fue levantado por dos de los individuos. Quizás era lo que el hombre pretendía advertirle, pensó, mientras se sumía de nuevo en la inconsciencia.

Recordaba fragmentos de pesadillas y, tras ellas, por fin una habitación azul, limpia, aséptica, que le pareció que pertenecía al mundo real. Con esfuerzo, había logrado ver un goteo intravenoso que se perdía en su brazo derecho. Fue incapaz de moverse. Durmió y despertó repetidas veces, agotándose nada más abrir los ojos, hasta que un día encontró fuerzas para preguntar dónde estaba. «En un hospital militar —le había respondido una enfermera—, ha sufrido un cuadro de estrés postraumático, pero se pondrá bien.» La sonriente chica se negó amablemente a darle más datos: «Pronto hablarán con usted», le dijo, y unas horas después recibió una visita.

Apenas se sorprendió cuando vio entrar a Smith, su chófer, en la habitación. Este habló largo y tendido, mostrándose amable y comprensivo con él. Previa advertencia sobre el nivel de confidencialidad de lo que iba a escuchar, le relató que trabajaba como agente de campo de la CIA. Le contó que pocos minutos después del «Suceso de Palenque» —nombre con el que habían bautizado lo acontecido allí—, la Agencia interceptó miles de correos con información sobre unos extraños chips que podían provenir de una especie extraterrestre que, además, tenía una de sus aeronaves enterrada en suelo mexicano. Le relató que la cantidad de datos aportados en dicho correo era tan abrumadora que enseguida provocó una crisis política internacional.

Smith le explicó que la CIA había actuado otorgando prioridad máxima a ese asunto: en menos de una hora, tras del envío masivo de emails —y previa llamada del presidente de Estados Unidos a su homónimo mexicano—, varios helicópteros aterrizaron en las coordenadas señaladas en los mensajes. Allí encontraron a Alex prácticamente en coma. Tras evacuarlo estudiaron la zona, tomaron muestras y borraron los rastros de la implosión y del descomunal desplazamiento de tierra originado por lo que supuestamente debía de haber sido la huida de otra aeronave. El agente le aseguró que, desgraciadamente, no encontraron absolutamente nada, salvo un inmenso hoyo en el lugar donde se suponía que estaba la cueva que se describía en los correos. Al fondo había un cenote, de donde también habían tomado muestras. Los resultados fueron todos negativos: no obtuvieron nada que pudiera demostrar la presencia de «hombrecillos verdes» en aquel lugar.

Una segunda investigación de los correos topó con once servidores pertenecientes a empresas que resultaron no tener nada que ver con ese asunto. Al parecer, el programa que había enviado los correos se había eliminado a sí mismo, por lo que oficialmente allí terminaba el rastro. Solo un reducido grupo de personas de la Agencia —entre los que se encontraba Smith— conocía el nombre del único hombre que podía haber hecho esas fotos. El agente le guiñó un ojo al relatarle esto último, asegurándole que esa información estaba a buen recaudo.

Le relató cómo la CIA había iniciado una de sus campañas de desinformación para desacreditar el contenido de los emails. Smith le aclaró que era del todo necesario: Alex estaba en lo cierto al intuir que no debía conocerse la existencia de aquellos seres. Las consecuencias podían ser trágicas si se iniciaba una lucha entre países por conseguir la nueva tecnología… «o por intentar contactar con ellos a espaldas del resto», había añadido preocupado. Para reducir el riesgo de lo primero, la Agencia actuó confiscando los chips y deteniendo a todas las personas relacionadas con su adquisición. William Baldur era el más conocido de todos ellos, aunque la versión oficial hizo alusión a un problema de impuestos. Su declaración, precisamente, fue la que derivó en los hallazgos más sorprendentes, aquellos que habían conmovido los mismísimos cimientos de la CIA.

Las palabras de Smith revolotearon en la memoria de Alex:

—La clave para los graves hallazgos posteriores nos la proporcionó Baldur —le había dicho el agente—. Sus abogados llegaron a un acuerdo con el fiscal y él contó todo lo que sabía sobre los chips a cambio de que se le exonerara de los cargos. Su declaración resultó ser bastante fútil, a excepción de unas conversaciones con un tal agente Beckenson.

Alex había arqueado las cejas al oír ese nombre. No le había sonado de nada.

—Fue bastante duro descubrir que ese Beckenson era un agente nuestro. Sí, has oído bien… —recalcó Smith, al ver la expresión de sorpresa de Alex—, dirigía una sección supuestamente inexistente, clandestina, que se creó tras la Segunda Guerra Mundial con el fin de llevar a cabo operaciones encubiertas del más alto secreto.

—Suena a película de espías… —replicó Alex.

—Sí, pero desgraciadamente la realidad termina superando a la ficción, como suele decirse —le contestó Smith, con el rostro severo—. Esa sección, bajo el mando de Beckenson, estuvo al tanto de vuestros movimientos. Llevaban años buscando esa nave extraterrestre y la súbita aparición de los chips enseguida llamó su atención. La gente de Beckenson tenía acceso a todas las operaciones y disponía de miles de filtros en el sistema, que le avisó de la existencia de unos nuevos chips de una tecnología sorprendente. No tenía un pelo de tonto y ató cabos nada más comenzar a investigar esa historia: fue el único que supuso el verdadero origen de esos chips, que nadie sabía de dónde habían salido, aunque se topó con el mismo problema que el resto de las personas implicadas: no sabía quién era ese tal «Azabache».

—Algo que mi amigo Owl… —dijo Alex, sintiendo una punzada de dolor— sí logró averiguar.

—Un hallazgo inesperado —añadió el agente— que permitió que las partes implicadas movieran ficha: vosotros viajasteis a México; mientras, Baldur os vigilaba, creyendo acercarse a su objetivo; y Beckenson hacía lo mismo. La parte más dura consistió en descubrir que fueron agentes de la CIA a las órdenes de Beckenson los que acabaron con Skinner en Madrid —tragó saliva antes de añadir—, y con Jones y dos hombres más en Palenque. Agentes de la CIA matando a agentes de la CIA… —dijo, entristecido—. Este asunto se convirtió en una locura sin parangón dentro de la Agencia.

Alex contempló apesadumbrado al gigante, visiblemente compungido al pronunciar el nombre de Jones. Dedujo que también debían de ser amigos. Estaba claro que en esa historia muchos habían perdido, pero lo que más le sorprendió fue el siguiente nombre que apareció en el relato de Smith, el de la persona que coordinó las operaciones de Beckenson sobre el terreno:

—¿¡Jules Beddings!? —exclamó, sin dar crédito a lo que acababa de oír

—El mismo —dijo Smith, con expresión adusta—. Beckenson lo reclutó nada más ser contratado por Baldur. Su misión sería la misma: localizar el origen de los chips, solo que para él. Acertó en su elección: Jules desatascó la investigación gracias a su idea de proporcionarte la pista que terminó siendo crucial. Además, él era el que estaba a cargo de los hombres de Beckenson, los que asesinaron a Skinner y a Jones.

—¿Jules dando órdenes a agentes de la CIA… para asesinar? —le había interrumpido Alex—. ¿Y por qué mataron a Skinner? ¿No se supone que la misión de Jules era encontrar la nave? No tiene sentido…

—Porque la verdadera intención de Beckenson no era encontrar la nave —le dijo el agente—, la misión de su sección era destruir cualquier prueba de la existencia de vida extraterrestre. Y cuando digo «cualquiera», lo hago en el sentido literal de la palabra… incluidas las personas.

—¿¡Qué!? —exclamó Alex—. ¿Por qué hacían eso?

Smith meditó unos instantes, antes de continuar:

—La finalidad de esa sección que oficialmente no existía era tapar cualquier evidencia de existencia de vida extraterrestre que pudiera caer en manos ajenas. Tú mismo has defendido lo peligroso que podía ser para el hombre contactar con una especie superior, y eso mismo pensaron unos burócratas en los años cincuenta. Solo que, como buenos políticos corruptos, pervirtieron la idea: aquello que cayera en suelo norteamericano y, por tanto, que se pudiera controlar, estudiar y ocultar, se admitía, pero cualquier indicio que apareciera en un país extranjero suponía un problema potencial tan grave que se estimó podía ser un desencadenante de una Tercera Guerra Mundial. Ten en cuenta que apenas habían terminado la segunda, así que esa idea sonó bastante convincente. Al ser una labor internacional la tarea se encomendó a la CIA, pero a una sección al margen del resto, que se escondía bajo un presupuesto errático y un nombre equívoco. Su filosofía residía en que había que eliminar cualquier indicio de vida extraterrestre que apareciera fuera de nuestro país… incluidas las personas. Jules recibió esas indicaciones, y a cambio se integraría en la sección de Beckenson.

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