Realidad aumentada (16 page)

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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Se dio cuenta de que estaba agotado. Anochecía, las primeras estrellas asomaron en un cielo que mezclaba intensos tonos azules con los naranjas del sol poniente. Le pareció extraño ver el espacio aéreo tan despejado, tan limpio. En las últimas dos semanas lo habitual había sido ver inmensas nubes negras, como resultado de las explosiones y las batallas que se habían librado. Tampoco era extraño ver las amenazantes moles metálicas y de color gris que, a varios kilómetros de altura, observaban la aniquilación de la Humanidad sin piedad alguna.

Mesándose la barba, que hacía muchos días que no se afeitaba, se preguntó por qué no estarían atacando. Fijó la vista en la gente, apretujándose en las largas filas, peleando, discutiendo por subir a unas barcazas que le recordaron a inmensos féretros flotantes. Y entonces se dio cuenta:
Están permitiendo que nos reagrupemos
, se dijo. Esos bastardos, pensó, estaban dejando que los humanos, sociales por naturaleza, volvieran a concentrarse, así sería mucho más fácil terminar su labor, concluyó. Frustrado, se dio cuenta de que tenía que hacer algo, y pronto. Sin embargo, era imposible detener el éxodo, probablemente le ejecutarían al tomarle por un traidor, algo que ya había sucedido en alguna ocasión. Esos transportes parecían el último recurso de cientos de miles de personas y no renunciarían a ellos tan fácilmente.

Apenas podía pensar, antes de tomar una decisión necesitaba descansar y aclarar las ideas. Estaba parado frente al que había sido uno de los hoteles más emblemáticos de la ciudad y pensó con tristeza que, probablemente, ya nunca volvería a alojar huéspedes. Se acercó a un coche de los muchos que había abandonados en la calle, abrió la puerta del vehículo sin impedimento alguno y se sentó en el asiento del copiloto. Ya era prácticamente noche cerrada, pensó, al apoyar la cabeza en al asiento y al alzar la vista. Entonces sintió un miedo atroz.

Vio que las estrellas que salpicaban el cielo estaban moviéndose en bloque, realizando un arco, desplazándose hacia abajo y a la derecha del campo visual de Alex, lentamente, en una imagen dantesca. Le recordó a esas animaciones que había visto en Internet, cuando se dejaba una cámara grabando el cielo por la noche, y al pasar la película a alta velocidad, daba la sensación de que las estrellas se movían, una ilusión fruto del movimiento de rotación de la Tierra. Entonces se dio cuenta de que, efectivamente, parecía que el planeta se estuviera desplazando, algo que sabía que resultaba imposible… hasta que oyó los primeros gritos de la gente y comenzaron las estampidas en masa.

Quiso gritar, pero ocurrió como en las pesadillas, sus músculos no respondieron. El cielo pareció acelerarse, y él comenzó a sentir oleadas de terror ascendiendo desde la boca de su estómago. Por fin pudo chillar, como un loco, cerrando los ojos: cuando volvió a abrirlos estaba sentado en el asiento trasero del vehículo. Tenía diez años, y vio delante a sus padres. Mirando al cielo, ahogó un nuevo grito. Las estrellas seguían desplazándose, más rápido, y el suelo pareció inclinarse.

—¡Papá!, ¡mamá! —dijo angustiado, con lágrimas en los ojos—. ¿Qué está pasando?, ¿por qué se mueve todo?, ¿por qué el planeta está moviéndose?

Su madre se volvió hacia él y lo miró con una insondable expresión de tristeza.

—Tranquilo, hijo mío, no pasa nada… —dijo, con la voz temblorosa—. Saldremos de esta, recuerda que siempre salimos de cualquier situación…

Él no pudo contener las lágrimas mientras se fijaba en que su padre tenía la vista fija en el cielo, que cada vez se movía más rápido. Lo tuvo claro: iban a morir. Algo helado le subió por la garganta, eran dos palabras:

—¡Tengo miedo! —balbuceó, desconsolado, llorando.

Oyó un crujido horripilante, que se transformó en un ensordecedor estruendo, y la Tierra pareció volcarse, literalmente, a cámara lenta. Lo último que vio fue a sus padres asustados, mirando cómo el cielo se precipitaba sobre ellos.

Lunes, 16 de marzo de 2009
06:50 horas

Alex abrió los ojos. ¡
Joder
!, pensó sintiendo un escalofrío. Había sido otra pesadilla, pero esta vez demasiado real. Se dio cuenta de que recordaba una abrumadora cantidad de detalles, algo impropio de los sueños.
Es absurdo…
, pensó, eran solo sueños y, aunque siempre se había sorprendido de su capacidad adivinatoria, estaba seguro de que no se iba a encontrar el cielo de su ciudad infestado de naves espaciales y de que la Tierra no iba a cambiar su rumbo.

Es absurdo
, se dijo, intentando centrar la mente en algo más práctico. Entonces, como un tren de mercancías, se le vino una imagen a la cabeza: la de Lia, del día anterior, con otro hombre. Otra vez se hizo esa pregunta que le acosaba desde que la vio:
¿Cómo pude encontrarla?

Lo había hecho de la misma forma que cuando usó el dispositivo, solo que esta vez, sorprendentemente, no lo llevaba. Lo había devuelto al laboratorio cuando Stephen les hizo regresar a toda prisa el día anterior. Allí acordó con Lee que ya revelarían su pequeño experimento en otro momento y almacenaron los registros de su prueba en unos archivos que Alex marcó como «no compartidos», tal y como le habían enseñado.

Era imposible que hubiera sido por el dispositivo, este ni siquiera estaba en su casa la noche antes. Había intentado encontrar alguna explicación, pero la única plausible era que el hallazgo hubiera ocurrido por casualidad. Al fin y al cabo era un domingo por la noche, en una ciudad pequeña, en la que no había muchos sitios adonde ir y sobre todo si en la mayoría de los locales de ocio estaban retransmitiendo un partido que tanto él como Lia esquivaron. Pero, aunque era posible, él no creía en esa posibilidad, iba en contra de su naturaleza y sus creencias: si por él fuera, la palabra «casualidad» no formaría parte de ninguna lengua conocida.

Otra posibilidad era que, de alguna manera, hubiera podido «intuir» que ella estaba allí. La explicación a esto sí era científica, y relativamente sencilla: él mismo relataba en uno de sus libros que el cerebro humano utilizaba tres tipos de pensamiento: intuitivo, lógico y profundo. El «intuitivo» era el que permitía a las personas reaccionar de forma rápida ante una situación gracias a respuestas cerebrales automáticas basadas en experiencias anteriores. Lo que la mayoría de la gente llamaba «intuición» era realmente el resultado de un aprendizaje. Venía a ser equivalente a coger una pieza de un puzle y saber, de forma casi inmediata, dónde correspondía ubicarla, gracias a haber resuelto varios puzles similares.

Una segunda forma de pensamiento era el denominado «lógico» o consciente, como él estaba teniendo en ese momento. En ese pensamiento, por ejemplo, se cogerían las piezas de un puzle y se tratarían de encajar buscando el hueco más parecido, comparando los colores y la forma de los bordes. Es lo que haría una persona no acostumbrada a resolver puzles: usar la lógica para resolverlo. Tardaría más que una entrenada, pero también, a base de utilizar la lógica y el método ensayo-error, estaría enseñando a su mente a «intuir» cuáles eran las piezas adecuadas para futuros puzles.

Había una tercera forma, bastante más interesante y desconocida, que muchas culturas y religiones también denominaban «meditación» o, simplemente, «pensamiento profundo». Este permitía a la mente divagar, bucear sin ataduras entre consciente y subconsciente, mezclando problemas e incluso sueños, y encontrando soluciones sorprendentes a situaciones complejas. Siguiendo con el símil de los puzles, que tanto le gustaba a Alex, consistía en dejar a la mente que jugara con piezas de puzles distintos, a ver qué ocurría. Los resultados solían ser sorprendentes, ya que a veces una sola pieza era la clave para resolver varios puzles de una sola vez.

Esta forma de pensamiento era a lo que muchas personas denominaban «consultar con la almohada». Lógicamente requería tiempo y tranquilidad. Según Alex, esa era la forma de pensamiento que habría permitido la mayoría de las grandes ideas de la Humanidad. Él mismo solía decir en sus conferencias: «¿Acaso no estaba Newton sentado en actitud contemplativa en su jardín, tal y como refiere William Stukeley, cuando la manzana cayó sobre su cabeza?»

Alex razonó (usando su pensamiento lógico) que lo más seguro era que encontrar a Lia hubiera sido una mezcla de pensamiento intuitivo —buscar un sitio tranquilo, al igual que Lia, y el deseo inconsciente de verla— y profundo, ya que durante el trayecto había dejado vagar su mente, como Newton en su jardín. Pero aun así, y por mucho que intentara hacerlo encajar todo, había una pieza que se resistía. Lo malo es que no sabía cuál era.

Cerró los ojos y respiró lentamente, intentando no pensar en nada. Le resultó imposible. Sin embargo, le servía para iniciar su habitual rutina de relajación mental, en un estado de semitrance cercano al sueño, en el que se mezclaban razonamientos lógicos con ideas completamente absurdas. Era el momento en que su mente trabajaba de «modo profundo», como él mismo lo llamaba.

La inteligencia intuitiva
—pensó, viendo a la vez imágenes que nada tenían que ver con esa idea—
analiza miles de datos de los que no somos conscientes, pero que nuestro cerebro sí procesa
—vio a Lia, besándole, en un recuerdo de hacía muchos años—
. Gracias a ella podemos tomar decisiones muy rápidas, basadas en experiencias anteriores sin necesitar el pensamiento lógico. Pero…
—se le apareció la imagen de uno de los extraterrestres de sus sueños, frío, amenazante—
puede que el subconsciente haya utilizado mi conocimiento sobre las preferencias de Lia junto con…

En ese momento abrió los ojos, esfumándose todos sus pensamientos menos uno:

—¿Las pautas de búsqueda que me ha enseñado el dispositivo? —dijo en voz alta.

¡Eso podía explicar que la hubiera encontrado dos veces!, pensó, con la boca abierta: la primera, se dijo, con la ayuda del dispositivo; la segunda, sin él, gracias a lo que su cerebro… ¡había aprendido el día anterior! ¿Era eso posible?, se preguntó, sintiendo una opresión en el pecho. ¿Había aprendido su cerebro pautas de forma inconsciente? Sintiendo que le faltaba el aire, se incorporó sobre la cama y buscó su móvil.

Con el corazón dando saltos en su pecho, no pudo evitar que los dedos le temblaran al manipular la pantalla táctil, a la caza de un nombre en la agenda del teléfono. Cuando al fin lo encontró, tembloroso, pulsó el icono de «llamar». Un escalofrío le recorrió la columna de arriba abajo cuando oyó la señal de llamada.

—Veamos si lo he entendido… —dijo Lia—, crees que el dispositivo puede interferir en el funcionamiento del cerebro de quienes lo usan.

Estaban en el despacho de la neuróloga, con la puerta cerrada y la persiana que daba al laboratorio completamente bajada. Ella sostenía una taza de café.

—Es una idea… —balbuceó Alex, consciente de que en boca de Lia el razonamiento no parecía tan consistente.

—Pero, ¿te has dado cuenta de lo que estás diciendo? —le interrumpió ella—. ¡Es completamente absurdo!

—Lia, yo…

—Alex, te conozco hace mucho tiempo —dijo ella, entrecerrando los ojos—, y sé que no eres precisamente un bromista, así que, una de dos: o te has vuelto loco, o no me estás contando toda la verdad…

Alex asintió, llevaba razón. Aún no le había explicado que la había localizado. Tenía que ofrecerle alguna explicación, pero no se atrevía a contarle la verdad, pues temía que pensara que la estaba siguiendo, que fuera un acosador o algo peor. Se dio cuenta de que no sabía qué decir.

—Es solo que… —dijo, buscando las palabras— creo que de alguna manera el dispositivo influye en quienes lo usan. Piensa en los sucesos —dijo, improvisando—, ¡todos han sucedido después de que apareciera el chip! Algo habrá influido en esas personas, ¿no crees? —Lia hizo un gesto de impaciencia—. El problema reside en que, para saber si esta teoría es cierta, deberíamos dejar de usarlo en las pruebas.

—¡Eso es impensable! —exclamó ella, irritada—. ¿Sabes el tiempo que perderíamos? Además, aunque llevaras razón, ¿quién te garantiza que no puedan aparecer nuevos sucesos como consecuencia de esos posibles efectos del chip? Vamos, que para comprobarlo tendríamos que cambiar también al personal.

Él suspiró profundamente. Si no le contaba la verdad, no le iba a creer nunca.

—Lia… —dijo, con un hilo de voz—, hay algo que debes saber para entender cómo he llegado a esa conclusión.

Lia sonrió, devolviéndole la complicidad.

—Alex, te conozco casi mejor que tú mismo… —dijo, dulcificando su mirada—. Sé que hay algo que no me has contado, pero no quiero forzarte. Si no confías en mí, es tu problema; yo estoy aquí, para cuando quieras hacerlo…

Él se quedó helado. Conocía perfectamente esa sonrisa y esa forma ambigua de hablar, Lia las había utilizado en incontables ocasiones, en una época anterior.
¿Está tonteando?,
pensó. Avanzó un paso hacia ella, y vio, con satisfacción, que ella no se movió ni un milímetro. Estaban a escasos centímetros.

—Me da mucha vergüenza lo que te voy a decir… —dijo, en voz baja.

Se fijó en sus ojos, y creyó encontrar en ellos una mezcla de ternura y pasión. Sabía lo que solía esconder esa mirada.

—No creo que me asustes… —dijo ella, con una sonrisa pícara.

Alex sintió su pulso desbocarse. Le habló muy cerca de su rostro:

—Anoche, por algún motivo, pensé en ti —vio cómo los ojos de ella brillaban—, pero al final decidí salir a comer algo yo solo, pensé que no querrías que te molestara. Así que anduve sin rumbo fijo, buscando un sitio. El problema fue que, conforme caminaba, me fui sintiendo cada vez más inquieto, hasta que llegué a un pub del centro. —Ella súbitamente abrió los ojos—. Cuando entré, te vi… —hizo una pausa, dudando si añadir las siguientes palabras— con alguien.

Ella, asombrada, abrió la boca, y de repente dio un paso atrás.

—¿¡Me seguiste, Alex!? ¡No te creía capaz de eso!

—¡Jamás haría algo así! —exclamó él, alzando el tono de voz—. ¡Pero, de alguna forma, llegué hasta ti! —su respiración se aceleraba—. Y lo peor de todo es que, ya antes de entrar en el pub, tenía la seguridad de que no me iba a gustar lo que iba a ver.

Le tembló la voz con las últimas palabras, y se frotó los ojos con la mano derecha, en un pueril intento de disimular lo que sentía. Con la vista parcialmente nublada por las lágrimas, Alex vio cómo ella se acercaba. También parecía tener los ojos humedecidos, pero no podía estar seguro. Sin esperarlo, notó los brazos de Lia rodeando su cuello, y dio un respingo sin querer. Lo siguiente que notó fue el contacto de sus labios sobre el rostro. El corazón pareció detenérsele y un suave susurro llegó hasta sus oídos:

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