Relatos africanos (19 page)

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Authors: Doris Lessing

Jabavu siente que un rencor extraordinario le va creciendo por dentro, pero consigue acallarlo. Entiende que no es razonable esperar que su hermano comprenda la importancia de los dibujos del papel, y de las palabras impresas:

–He estado pensando en la ciudad de los hombres blancos –dice.

Mira a su hermano con aires de importancia, pero Pavu se limita a contestar:

–Sí, ya sabemos que pronto te llegará la hora de abandonarnos.

A Jabavu le indigna que se hable de sus secretos con esa naturalidad.

–Nadie ha dicho que me tenga que ir. Nuestro padre y nuestra madre hablan todo el rato hasta que les duelen las mandíbulas de tanto decir que los buenos hijos se quedan en el pueblo.

Entre risas y con amabilidad, Pavu contesta:

–Sí, hablan como ancianos, pero saben que a los dos nos llegará el momento de irnos.

Primero, Jabavu frunce el ceño y mira a su hermano fijamente; luego, exclama:

–¡Vendrás conmigo!

Pero Pavu baja la cabeza.

–¿Cómo quieres que vaya contigo? –dice, para ganar tiempo–. Tú eres mayor, está bien que te vayas. Pero nuestro padre no puede trabajar solo en el campo. Tal vez yo vaya más adelante.

–Hay otros padres que tienen hijos. Nuestro padre habla de las costumbres, pero si una costumbre es algo que pasa siempre resulta que ahora la costumbre es que los jóvenes abandonemos el pueblo y nos vayamos a la ciudad.

Pavu duda. Tiene la cara arrugada de sufrimiento. Quiere ir a la ciudad, pero le da miedo. Sabe que Jabavu se irá pronto y si pudiera viajar con ese hermano, grande, fuerte y listo, no tendría miedo.

Jabavu lo ve todo en su cara y de pronto se pone nervioso, como si hubiera un ladrón por ahí. Se pregunta si su hermano soñará y hará planes para ir a la ciudad de los blancos como él; al pensarlo, estira los brazos en un gesto que sugiere que se está guardando algo. Siente que su deseo es tan fuerte que no le basta nada menos que toda la ciudad del hombre blanco para él, ni siquiera un resto para su hermano. Pero luego suelta los brazos y dice con astucia:

–Nos iremos juntos. Nos ayudaremos mutuamente. No vamos a estar solos en un sitio donde, según los viajeros, a los extraños les pueden robar, o incluso matar. –Mira a Pavu, que parece como si escuchara la voz de una amante–. Es bueno que los hermanos estén juntos. Un hombre que viaja solo es como un hombre que va solo a cazar a una tierra peligrosa. Y cuando nos vayamos nuestro padre no necesitará cultivar tanta comida, porque ya no tendrá que llenar nuestras tripas. Y cuando se case nuestra hermana tendrá su ganado y el dinero de la dote...

Habla y habla, intentando mantener la voz suave y convincente, aunque se le eleva sola en las olas del apasionado deseo que siente por todas esas cosas buenas de la ciudad. Intenta hablar como hablan los hombres sensatos de las cosas serias, pero le tiemblan las manos y no consigue dejar quietas las piernas.

Cuando el padre sale de la choza y mira hacia ellos, él sigue pronunciando palabras y Pavu sigue escuchando. Los dos se levantan y lo siguen hasta el campo. Jabavu va porque quiere ganarse a Pavu, no por ninguna otra razón, y sigue hablándole con suavidad mientras caminan entre los árboles.

En el monte hay dos terrenos agrestes. Allí crecen los cereales y, entre ellos, las calabazas. Son plantas desgreñadas, dan pocas calabazas. No hace mucho vino un hombre blanco en un coche de la ciudad y se enfadó al ver esos campos. Dijo que los cultivaban como ignorantes y que en otras partes del país los negros seguían los consejos de los blancos y en consecuencia sus cosechas eran abundantes y provechosas. Dijo que el suelo era pobre porque había demasiadas cabezas de ganado; pero no quisieron oírlo. En los pueblos sabían de sobras que cuando los blancos les aconsejaban reducir el ganado sólo era porque querían quedárselo ellos. El ganado significaba riqueza y poder; había que ser de fuera para pensar que es mejor tener una vaca buena que diez malas. Debido a ese malentendido acerca del ganado la gente de aquel pueblo sospechaba de cualquier cosa que dijeran los hijos del gobierno, ya fueran blancos o negros. La suspicacia es una carga terrible, como una nube instalada en sus vidas. Y la llegada de cualquier viajero de la ciudad incrementa esa suspicacia. Corren murmullos y rumores sobre nuevos líderes, nuevos pensamientos, rabia nueva. La gente joven, como Jabavu, o incluso Pavu a su manera, lo oyen como si no fuera tan terrible, pero a los mayores les da miedo.

Cuando llegan los tres al campo que han de arar, el anciano se burla del consejo que les dio el hombre de la ciudad; Pavu se ríe con educación, Jabavu no dice nada. El hecho de que su padre insista en las viejas formas de cultivar el campo forma parte de su impaciencia con la vida del pueblo. Ha visto los nuevos modos en el pueblo que queda a ocho kilómetros. Sabe que el hombre blanco tiene razón.

Trabaja junto a Pavu y murmura:

–Nuestro padre es estúpido. Este campo produciría el doble si hiciéramos lo que nos dicen los hijos del gobierno.

Pavu contesta con amabilidad:

–Calla, que te va a oír. Déjalo que haga lo que sabe. La vaca vieja sigue el sendero que aprendió cuando era ternera.

–Bah, cállate –murmura Jabavu, y acelera el trabajo para estar solo.

¿Para que sirve llevarse un crío así a la ciudad?, se pregunta, enfadado. Y sin embargo, debe hacerlo, porque tiene miedo. Y se esfuerza por compensarlo, por llamar la atención de Pavu para que puedan trabajar juntos. Pavu finge que no se da cuenta y trabaja en silencio junto a su padre.

Jabavu pasa el azadón como si tuviera un diablo dentro. Cuando se pone el sol, ha recorrido un tercio más de terreno que los otros. En tono de aprobación, su padre le dice:

–Cuando te da por trabajar, hijo mío, lo haces como si sólo comieras carne.

Pavu guarda silencio. Está enfadado con Jabavu, pero también espera, con cierta ansiedad y cierto miedo al mismo tiempo, el momento en que se reanude esa conversación, dulce y peligrosa a la vez. Después de cenar los hermanos salen a la oscuridad y se pasean entre los fuegos de los guisos mientras Jabavu habla sin cesar. Así siguen las cosas durante mucho tiempo, pasan las semanas, luego un mes. Jabavu pierde la paciencia y Pavu se amarga. Luego Jabavu vuelve con palabras amables y tranquilas. A veces Pavu dice que sí. Luego vuelve a decir: «No, ¿cómo vamos a abandonar los dos a nuestro padre?». Y Jabavu, el Bocazas, sigue hablando, con la mirada inquieta y brillante, el cuerpo tenso de tanto anhelo. En esa época los hermanos pasan más tiempo juntos que en los últimos años. Se los ve de noche bajo el árbol, caminando entre las chozas, sentados ante su puerta. Mucha gente dice que Jabavu está convenciendo a su hermano para que se vaya con él.

Sin embargo, Jabavu no sabe que los demás se dan cuenta de lo que está haciendo; sólo se ve a sí mismo y a Pavu.

Llega el día en que Pavu accede, pero sólo si antes se lo dicen a sus padres; quiere que el suceso desagradable se suavice al menos por el respeto a la obediencia. Jabavu no quiere ni oír hablar de eso. ¿Por qué? Él no lo sabe, pero le parece que su huida a la vida nueva no será feliz si no es robada. Además, le da miedo que la pena de su padre debilite las intenciones de Pavu. Discute; Pavu también. Luego se pelean. Durante una semana entera se interpone entre ellos un feo silencio, roto tan sólo por intervalos de palabras violentas. Y todo el pueblo dice: «Mira: Pavu, el hijo bueno, se resiste al sermón de Jabavu, el Bocazas». La única persona que no lo sabe es el padre, y tal vez se deba a que no quiera enterarse de algo tan terrible.

Al séptimo día Jabavu se acerca a Pavu al atardecer y le enseña un fardo que ha preparado. Dentro está su peine, sus trozos de papeles con palabras e imágenes, un jabón.

–Me voy esta noche –le dice a Pavu.

–No me lo creo –contesta éste.

Sin embargo, se lo cree a medias. Jabavu es muy atrevido y, si se va solo, tal vez Pavu no vuelva a tener otra oportunidad. Pavu se sienta a la entrada de la choza y en su rostro se nota la agonía de la duda. Jabavu se sienta a su lado y le dice:

–Ahora, hermano, tienes que decidirte ya porque no puedo esperar más.

Entonces sale la madre y les dice:

–Bueno, hijos míos, ¿os vais a la ciudad?

Habla con tristeza y al oír el tono de su voz el hermano menor sólo desea asegurarle que jamás se le ha pasado por la mente la idea de abandonar la aldea. Pero Jabavu, enfadado, grita:

–Sí, sí, nos vamos. No podemos seguir viviendo en esta aldea donde sólo hay niños, mujeres y viejos.

La madre mira hacia otra choza, donde el padre está sentado junto al fuego con unos amigos. Sus sombras oscuras contrastan con el fuego rojizo y las llamas se desparraman por la oscuridad. Es una noche negra, buena para huir. La madre dice:

–Lo más seguro es que vuestro padre se muera.

Piensa: «No se morirá, igual que los demás padres cuyos hijos se van a la ciudad».

Jabavu grita:

–Así que nos hemos de quedar nosotros en esta aldea hasta que nos muramos, por la estupidez de un hombre incapaz de ver en la vida de los blancos nada que no sea malo.

Ella contesta en voz baja:

–No puedo evitar que os vayáis, hijos míos. Pero si lo vais a hacer, idos ahora, porque ya no soporto veros peleando y enfadados día sí, día también.

Y luego, como el dolor le atenaza la garganta, coge a toda prisa una olla y se va con ella, fingiendo que necesita agua para cocinar. Pero no llega más allá de la primera sombra espesa bajo el árbol grande. Se queda allí de pie, mirando hacia las luces difusas y temblorosas de los muchos fuegos y hacia las chozas, que desde allí se ven negras y contrastadas, y hacia el brillo lejano de las estrellas. Está pensando en su hija. Cuando se fue, la madre lloró tanto que creyó que iba a morir. Y en cambio ahora está encantada de que se fuera. Trabaja para una señora blanca muy amable que le da vestidos, y ella tiene la esperanza de que termine casándose con el cocinero, que se gana bien la vida. La hija ha ido mucho más allá que la madre y ésta sabe que si fuera más joven también se iría a la ciudad. Sin embargo, tiene ganas de llorar de pura tristeza y soledad. No llora. Le duele la garganta por las lágrimas que encierra.

Mira a sus dos hijos, que hablan rápido y en voz baja, con las cabezas juntas. Jabavu dice:

–Venga, vamos. Si no nos vamos, nuestra madre se lo dirá a nuestro padre y él nos lo impedirá.

Pavu se pone en pie lentamente. Dice:

–Ah, Jabavu, mi corazón está débil por este asunto.

Jabavu sabe que es el momento de la decisión final. Dice:

–Piénsatelo, nuestra madre sabe que nos vamos y no está enfadada, y le podremos enviar dinero desde la ciudad para que la vejez de nuestros padres sea más llevadera.

Pavu entra en la choza, descuelga del techo su arpa de boca y saca su hachuela del estante de barro. Está listo. Se quedan de pie en la choza, mirándose con miedo; Jabavu lleva sus pantalones rotos, desnudo de cintura para arriba; Pavu va con taparrabos y una camiseta agujereada. Están pensando que cuando lleguen a la ciudad serán objeto de burla. Todos las historias que han oído sobre los matsotsi, que roban y matan, los cuentos de hombres reclinados para las minas, las historias de las mujeres de la ciudad, que no se parecen a ninguna mujer que hayan conocido... Todo eso se les acumula en la mente y no se pueden mover. Entonces, Jabavu dice con desenvoltura:

–Venga, hermano. Así nunca emprenderemos el camino.

No miran hacia el árbol donde está su madre. Pasan delante de los hombres balanceando los brazos al caminar. Entonces oyen unos pasos rápidos. Su madre corre hacia ellos y les dice:

–Esperad, hijos míos. –Notan que les busca las manos y les deposita en ellas algo duro y frío. Les ha dado un chelín a cada uno–. Es para el viaje. Esperad...

Ahora les pone un paquete en las manos y ellos saben que ha preparado algo de comida para el viaje y lo ha conservado hasta ese momento.

El hermano menor vuelve el rostro, lleno de vergüenza y pena. Luego abraza a su madre y echa a andar deprisa. Jabavu siente gratitud primero y después resentimiento; una vez más, su madre lo ha entendido demasiado bien y eso le molesta. Está clavado al suelo. Sabe que si dice una sola palabra se echará a llorar como un crío. Con voz suave en medio de la oscuridad su madre dice:

–No dejes que le pase nada a tu hermano. Eres terco y valiente y podrías meterte en problemas que él evitaría.

Jabavu grita:

–Mi hermano es mi hermano, pero también es un hombre.

Ella le lanza una mirada tierna desde la oscuridad, y luego unas palabras de súplica:

–Y tu padre se morirá si no sabe nada de vosotros. No tenéis que hacer como muchos otros hijos. Enviadnos algún mensaje con el Comisario para los Nativos, así sabremos qué se ha hecho de vosotros.

Y Jabavu grita:

–El Comisario para los Nativos es cosa de babuinos e ignorantes. Yo sé escribir, así que recibirás cartas mías dos..., no, tres veces por semana.

Al oír esa exageración la madre suspira y Jabavu, aunque no pretendía hacerlo, le coge una mano, la aprieta y luego la aparta de un empujoncito, como si el deseo de estrecharla hubiera sido de la madre, y no suyo. Después se aleja silbando entre las sombras de los árboles.

La madre se queda mirando hasta que ve a sus hijos caminar juntos, luego espera un poco más, al fin se vuelve hacia la luz de los fuegos gimiendo primero en voz baja y después, a medida que se fortalece la pena, a gritos. Llora porque sus hijos han abandonado la aldea en busca de la perversidad de la ciudad. Es por su marido, con quien pasará un duelo amargo de muchos días. «Los vio de espaldas cuando se fugaban con sus fardos», dirán los demás. A ella se le llenará la voz de ansiedad y de amargos reproches. Porque además de esposa es madre y una mujer puede sentir algo como madre y lo contrario como esposa y, sin embargo, ambos sentimientos pueden ser verdaderos y honestos.

Jabavu y Pavu, mientras tanto, caminan en silencio asustados por la oscuridad del monte hasta que, al llegar a las afueras de la aldea, ven una choza abandonada. No les gusta caminar de noche; tenían la intención de salir al amanecer; así que ahora se meten en esa choza y se tumban, insomnes, hasta que llegue la primera luz del día, gris primero y luego amarilla.

Ante ellos se extiende el camino, unos ochenta kilómetros para llegar a la ciudad. Pretenden llegar esa noche, pero el frío acorta sus pasos. Caminan con los riñones y los hombros encogidos contra el frío y aprietan los dientes para que no se note el castañeteo. La hierba que los rodea es alta y amarilla, sembrada de una multitud de diamantes resplandecientes que se van apagando poco a poco y al final desaparecen, y de pronto el sol les calienta los cuerpos. Caminan más tiesos y la piel de los hombros se relaja y respira. Ahora andan con más soltura, pero en silencio. Pavu vuelve su carita cautelosa a uno y otro lado en busca de nuevas vistas, sonidos nuevos. Está reuniendo valor para enfrentarse a ellos, pues teme que su pensamiento ha regresado al pueblo para encontrar consuelo: «Ahora mi padre estará caminando solo hacia el campo, muy despacio, por el peso de la pena en sus piernas; ahora mi madre estará calentando el agua al fuego para el porridge...».

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