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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (18 page)

Lo quiere todo y no quiere nada. No se dice a sí mismo: quiero un coche, un avión, una casa. Jabavu es inteligente y sabe que los negros no poseen esas cosas. Pero quiere estar cerca de ellas, verlas, tocarlas, tal vez estar a su servicio. Cuando piensa en la ciudad de los blancos ve algo hermoso, de ricos colores, extraño. Para él la ciudad de los blancos es el arco iris, o una agradable y cálida mañana, o una clara noche de baile. Y esa vida excitante lo espera a él, a Jabavu, que nació para eso. Se imagina un lugar de luz, calidez y risas, gente que dice: «¡Eh! ¡Ahí va nuestro amigo Jabavu! ¡Ven, Jabavu, siéntate con nosotros!».

Eso es lo que quiere oír. No quiere oír más las voces apenadas de los ancianos: el Bocazas, mira al Bocazas, ya está el Bocazas otra vez con sus palabras.

Su deseo es tan fuerte que le duele el cuerpo de tanto anhelar. Empieza a soñar despierto. Ese es su sueño, y se le escapa, medio avergonzado, por la mente. Se ve a sí mismo caminando hacia la ciudad, entra en ella y un policía negro le dice:

–Hombre, Jabavu, ahí estas. Soy de tu pueblo, ¿te acuerdas de mí?

–Amigo –contesta Jabavu–, nuestros hermanos me hablaron de ti. Me han dicho que ahora eres hijo del gobierno.

–Si Jabavu, ahora trabajo para el gobierno. Mira, tengo un bonito uniforme, un lugar donde dormir y amigos. Tanto los blancos como los negros me respetan. Te puedo ayudar.

El hijo del gobierno se lleva a Jabavu a su habitación y le da de comer: tal vez pan, pan blanco, como el que comen los blancos, y té con leche. Jabavu ha oído hablar de esas cosas a los que vuelven al pueblo. Luego el hijo del gobierno lleva a Jabavu al hombre blanco para el que trabaja.

–Éste es Jabavu –le dice–, mi amigo del pueblo.

–Así que Jabavu –contesta el blanco–. He oído hablar de ti, hijo. Pero nadie me había dicho que fueras tan fuerte y tan listo. Tienes que ponerte este uniforme y convertirte en hijo del gobierno.

Jabavu ha visto a esos policías porque una vez al año pasan por los pueblos a recaudar impuestos. Hombres grandes, importantes, negros uniformados. Jabavu se ve a sí mismo con ese uniforme y el anhelo brilla en sus ojos. Se ve caminando por la ciudad de los blancos. Sí, baas; no, baas. Y es muy amable con su gente. Ellos dicen: «Sí, es nuestro Jabavu, el del pueblo, ¿te acuerdas? Es un buen hermano, nos ayuda...».

El sueño de Jabavu ha volado tan fuerte que se desploma, y al despertarse pestañea. Porque ha oído cosas de la ciudad que le dicen que su sueño es una tontería. No es tan fácil convertirse en policía e hijo del gobierno. Hay que ser listo de verdad. Jabavu se levanta y se acerca a una piedra grande y lisa, echando antes un vistazo alrededor por si alguien lo está mirando. Levanta la piedra, saca de debajo un rollo de papel, la suelta y se sienta encima. Ha guardado ese papel de algunos paquetes de compras de la tienda del griego. Algunos están impresos, otros tienen imágenes pequeñas de colores, muchas juntas, como para contar una historia. Las hojas grandes con fotos son lo que más le gusta.

A Jabavu le han enseñado a leer. Estira las hojas en el suelo y se inclina hacia ellas, formando las palabras con los labios. La primera imagen es de un gran hombre blanco montado en un gran caballo negro con un arma grande que escupe fuego rojo. «Bang», rezan las letras que hay encima. «Bang –pronuncia Jabavu lentamente–. B-a-n-g.» Es la primera palabra que aprendió. En la segunda imagen se ve a una hermosa chica blanca con el vestido caído en un hombro y la boca abierta: «¡Socorro!», dicen las letras. «Socorro –dice Jabavu–. Socorro, socorro.» Pasa a la siguiente. Ahora el gran hombre blanco ha cogido a la chica por la cintura y la levanta hacia el caballo. Algunos blancos malvados con grandes sombreros negros apuntan con sus armas a la chica y al blanco bueno. «Abrázame, cariño», dicen las letras. Jabavu repite esas palabras. Avanza lentamente hacia el pie de la página. Se sabe de memoria la historia y le encanta. En cambio, la de la página siguiente no es tan fácil. Trata de unos hombres amarillos con caras pequeñas y retorcidas. Son malos. Hay otro hombre blanco que es bueno y lleva un látigo. Lo que inquieta a Jabavu es el látigo, porque lo conoce; una vez el griego de la tienda le soltó un latigazo por descarado. Las letras dicen: «Grrr, chinos, así aprenderéis». El blanco ataca a los hombrecitos amarillos con el látigo y Jabavu no siente más que confusión y desánimo. Porque en la primera historia él es el hombre blanco que rescata a la chica guapa de los malos. Pero en la segunda no puede ser el blanco por culpa del látigo. Jabavu ha pasado muchas, muchas horas dándole vueltas a esa historia, y sobre todo a las palabras que dicen: «Sois como serpientes amarillas...». La cola del látigo traza una curva en el dibujo y durante mucho tiempo Jabavu creyó que la palabra «serpiente» se refería a eso. Luego se dio cuenta de que las serpientes eran los hombres amarillos... Al final, como ha hecho tantas otras veces, pasa la página, renuncia a esa historia tan difícil y empieza otra.

Jabavu no sólo recuerda las historias de los dibujos, sino también algún texto simple. En el montón de desperdicios que hay fuera de la tienda del griego, una vez encontró un alfabeto de un niño o, mejor dicho, medio alfabeto. Le costó mucho tiempo entender que sólo era medio. Solía sentarse y pasar hora tras hora encajando las letras de su alfabeto en palabras como «¡Bang!». Y luego en otras palabras inglesas que ya conocía por las penosas y admiradas historias que se contaban de los blancos. Negro, blanco, color, nativo, kaffir, maíz, olor, malo, sucio, estúpido, trabajo. Esas eran algunas de las palabras que había aprendido a pronunciar antes de poder leerlas. Al cabo de mucho tiempo completó él solo el alfabeto. Mucho tiempo: le llevó más de un año de sentarse bajo aquel árbol a pensar y pensar mientras la gente del pueblo se reía y lo llamaba perezoso. Aún más adelante intentó leer el texto sin los dibujos. Le costaba tanto que era como si no hubiera aprendido nada. Pasaron los meses. Despacio, muy despacio, la hoja de letras negras adquirió significado. Jabavu no olvidará mientras viva el día en que completó una frase por primera vez. Era la siguiente: «El africano debe comer también legumbres y verduras además de carne y frutos secos para mantener la salud». Cuando entendió esa frase larga y difícil rodó por el suelo orgulloso, se rió y dijo: «Los blancos dicen que hemos de comer siempre eso. Es lo que comeré yo cuando me vaya a la ciudad de los blancos».

Hay algunas palabras que no consigue entender por mucho que se esfuerce. «Cualquier persona que contravenga algunas de las provisiones de la normativa (que contiene cincuenta cláusulas) será multada con 25 libras o con tres meses de prisión». Jabavu ha dedicado muchas horas a esa frase y sigue sin significar nada para él. Una vez caminó ocho kilómetros hasta el pueblo más cercano para preguntarle lo que significaba a un sabio que sabía inglés. El tampoco la entendió. Pero enseñó mucho inglés a Jabavu. Ahora lo habla bastante bien. Y ha señalado todas las palabras difíciles del periódico con un trozo de carboncillo y cuando conozca a alguien capaz de explicarle lo que significan se lo preguntará. ¿Tal vez cuando regrese algún viajero de visitar la ciudad? Pero no esperan a nadie. Uno de los jóvenes, el hijo del hermano del padre de Jabavu, tenía que haber vuelto ya, pero se fue a Johannesburgo. Hace un año que no saben nada de él. En total, hay siete jóvenes del pueblo que trabajan en la ciudad, y otros dos en las minas de Johannesburgo. Cualquiera de ellos podría regresar la semana que viene, o tal vez el año que viene... El hambre de Jabavu se agranda y murmura: «¿Cuándo iré? ¿Cuándo, cuándo, cuándo? Tengo dieciséis años, soy un hombre. Sé hablar inglés. Puedo leer el periódico. Puedo entender las imágenes...». Pero en ese momento se acuerda de que no entiende todas las imágenes. Vuelve la página con paciencia y busca la historia de los hombrecitos amarillos. ¿Qué habrán hecho para que les den con el látigo? ¿Por qué unos son amarillos, otros blancos, unos negros y otros broncíneos como él? ¿Por qué hay guerra en el país de los hombrecitos amarillos? ¿Por qué los llaman serpientes y chinos? ¿Por qué, por qué, por qué? Pero Jabavu no consigue concretar las preguntas que requieren respuesta y la frustración alimenta su hambre. Tengo que ir a la ciudad de los blancos, allí me enteraré, allí aprenderé.

Sin demasiado convencimiento, piensa: «¿Y si me fuera solo?». Pero la idea le asusta, no tiene suficiente valor. Se sienta bajo el árbol, apático y desgarbado, trazando con la mano rastros en la tierra mientras piensa: «A lo mejor viene alguien de la ciudad y me puedo ir con él. O tal vez pueda convencer a Pavu para que venga conmigo». Pero sólo de pensarlo le da un vuelco el corazón: sin duda, su madre y su padre se morirían de pena si se fueran los dos hijos a la vez. Porque su hermana se fue hace tres años para trabajar de niñera en una granja a treinta kilómetros de distancia, o sea que sólo la ven dos o tres veces al año, y apenas por un día.

Pero el hambre crece hasta el punto de consumir la pena por sus padres, y entonces piensa: «Hablaré con Pavu. Lo convenceré para que venga conmigo».

Jabavu está sentado pensando debajo del árbol cuando vuelven los hombres del campo, su padre y su hermano entre ellos. Al verlos se levanta de golpe y se va a la choza. Ahora tiene hambre de comida, o más bien se trata de que quiere llegar antes para que le sirvan el primero.

Su madre está echando algo de porridge blanco en cada plato. Los platos son de barro, los ha hecho ella misma y los ha decorado con figuras negras sobre el rojo del barro. Son bonitos, pero Jabavu quiere platos metálicos, como los que ha visto en la tienda del griego. Las cucharas son de latón y le da gusto tocarlas.

Después de echar porridge en los platos, la madre alisa con mimo la superficie con el reverso de la cuchara, para que quede bonito y brillante. Ha hecho un guiso de raíces y hojas del monte, y echa un poco por encima de cada montón. Deja los platos en el suelo, sobre una esterilla. Jabavu empieza a comer. Ella lo mira. Quisiera preguntarle: «¿Por qué no esperas a que empiece tu padre, como debe ser?». No lo dice. Al entrar, el padre y el hermano dejan las azadas y la lanza apoyadas en la pared. Luego el padre mira a Jabavu, que come en un silencio desagradable, con la mirada baja, y le dice:

–El que está demasiado cansado para trabajar está demasiado cansado para comer.

Jabavu no contesta. Casi se ha terminado el porridge. Está pensando que queda suficiente para comerse otro plato lleno. Le consume el ansia de comer y comer hasta que le pese el estómago. Se traga a toda prisa los dos últimos bocados y empuja el plato hacia su madre. Ella no se lo rellena de inmediato y a Jabavu le renace la rabia, pero sin darle tiempo a que salgan las palabras burbujeando por su boca; su padre, que se ha dado cuenta, empieza a hablar. Jabavu deja caer las manos y se sienta a escuchar.

El viejo está cansado y habla despacio. Ya le ha dicho todo eso antes. La familia escucha, pero no escucha. Lo que dice ya existe, como las palabras sobre un papel que se puede leer o no, escuchar o no.

–¿Qué le pasa a nuestra gente? –pregunta, apenado–. Antes, en nuestros poblados había paz, había orden. Cada uno sabía lo que debía hacer y cómo debía hacerlo. El sol salía y se ponía, la luna cambiaba, llegaba la estación seca, luego las lluvias, nacía un hombre, vivía y se moría. Entonces sabíamos lo que estaba bien y lo que estaba mal.

Su esposa, la madre, piensa: «Anhela tanto los viejos tiempos, en los que lo entendía todo, que ha olvidado cómo se acosaban las tribus, ha olvidado que en esta parte del país vivíamos aterrados por culpa de las tribus del sur. Hemos pasado media vida como los conejos de las colinas y a las mujeres nos llevaban como si fuéramos ganado para convertirnos en esposas de los hombres de otras tribus». No dice nada de lo que piensa. Sólo:

–Sí, sí, marido mío, eso es verdad.

Saca más porridge de la olla y se lo pone en el plato, aunque él apenas ha tocado la comida. Jabavu lo ve; tensa los músculos y en su mirada, fija en la madre, hay hambre y resentimiento.

El viejo sigue hablando:

–Y ahora es como si hubiera caído una gran tormenta entre los nuestros. Los hombres se van a las ciudades, a las minas y a las granjas, aprenden cosas malas y cuando vuelven son extraños, no respetan a los ancianos. Las jóvenes se vuelven prostitutas en las ciudades, se visten como las blancas, aceptan a cualquier hombre como marido sin tener en cuenta las leyes de las relaciones. Y el blanco nos usa de sirvientes, y no hay límite para este tiempo de castigos.

Pavu se ha terminado el porridge. Mira a su madre. Ella le sirve un poco más en el plato y le echa por encima la guarnición de verduras. Entonces, después de servir a los hombres que trabajan, sirve al que no trabaja. Le da a Jabavu lo que queda, que no es mucho, y rasca el resto de guarnición. No lo mira. Conoce el dolor, el dolor infantil que lo abrasa por que le ha servido el último. Y Jabavu no se lo come precisamente por eso. Su estómago no lo quiere. Se queda sentado, amargado, y escucha a su padre. Lo que dice el anciano es cierto, pero también hay muchas cosas que no dice, que no puede decir jamás porque es viejo y pertenece al pasado. Jabavu mira a su hermano, ve su cara prieta y concentrada y sabe que está pensando lo mismo que él.

–¿Qué será de nosotros? Cuando miro al futuro es como si viera una noche sin fin. Cuando oigo lo que cuentan de las ciudades de los blancos mi corazón se oscurece como un valle en plena tormenta. Cuando oigo cómo corrompen los blancos a nuestros hijos es como si se me llenara la cabeza de agua enlodazada, no puedo pensar en eso, es demasiado difícil.

Jabavu mira a su hermano y mueve un poco la cabeza. Pavu se disculpa educadamente ante su padre y su madre, y esa educación deberá bastar por los dos, pues Jabavu no dice nada.

El hombre se tumba al sol en su estera para descansar media hora antes de volver al campo. La madre recoge la olla y los platos para lavarlos. Los jóvenes se van al árbol grande.

–Hemos tenido que trabajar mucho sin ti, hermano –son las palabras de reproche que oye Jabavu.

Ya se las esperaba, pero frunce el ceño y dice:

–Estaba pensando.

Quiere que su hermano le pregunte con interés acerca de sus maravillosos e importantes pensamientos, pero Pavu sigue con lo suyo:

–Aún falta medio campo y lo justo es que esta tarde vengas a trabajar con nosotros.

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