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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (17 page)

La madre coloca el bote sobre las piedras, sobre las llamas rojas y rugientes y, casi de inmediato, se alza una voluta de vapor azulado por encima del agua agitada. Oye a Jabavu suspirar de nuevo. Ella mantiene la cabeza gacha, pensativa. Piensa que es como si algún animal hambriento viviera dentro de Jabavu, su hijo, mirara por sus ojos y hablara por su boca. Quiere a Jabavu. Lo considera valiente, cariñoso, listo, fuerte y respetuoso. Cree que es todo eso, que el animal feroz que ha instalado su guarida dentro de él no es su hijo. Y sin embargo su marido, los otros niños y, desde luego, todo el pueblo, lo llaman Jabavu el Bocazas, Jabavu el codicioso, el fanfarrón, el mal hijo, el que sin duda se escapará un día a la ciudad de los blancos y se convertirá en un matsotsi, un joven delincuente. Sí, eso dicen, y ella lo sabe. Incluso a veces ella misma lo dice también. Sin embargo... Hace quince años hubo un año de hambrunas. No era una hambruna como la de otros países, de los que esta mujer nunca ha oído hablar, como China, tal vez, o India. Fue una estación de sequía y murió gente y muchos pasaron hambre.

El año anterior a la sequía habían vendido su grano como siempre a la tienda africana y habían conservado lo suficiente para su propio consumo. Les pagaron un precio que era justo para ese año. El hombre blanco de la tienda, un griego, almacenó el grano, como era costumbre, para volvérselo a vender a los mismos nativos cuando se quedaban sin, como solía ocurrir: eran una pandilla de descuidados, siempre dispuestos a vender más de lo necesario para disfrutar del brillo de aquellos chelines que les permitían comprar gorras, pulseritas, telas. Y ese año cambiaron los precios en los grandes mercados de América y Europa. El griego vendió todo el maíz que tenía a las tiendas grandes de la ciudad y envió a sus hombres a los poblados de los nativos, a persuadirlos para que vendieran todo lo que tenían. Ofreció un poquito más de lo que estaban acostumbrados a cobrar. Compraba por la mitad de lo que le pagaban luego en la ciudad. Y todo habría salido bien si no llega a ser por la estación de sequía. Porque el maíz se marchitó en los campos y las mazorcas se esforzaban por madurar pero seguían pequeñas como puños. El pánico invadió los pueblos y la gente arrolló la tienda del griego y todas las otras tiendas africanas del país. El griego dijo que sí, que tenía maíz, él siempre tenía maíz, pero a un precio distinto, por supuesto, marcado por el gobierno. Y, también por supuesto, la gente no tenía suficiente dinero para comprar aquel maíz tan repentinamente caro.

Así que en los pueblos hubo un año de hambre. Durante esa época la hermana mayor de Jabavu, que tenía tres años, se acercaba juguetona a los pechos de su madre y se encontraba con que la apartaban a bofetadas, como si fuera un cachorro molesto. La madre estaba aún alimentando a Jabavu, que siempre había sido un crío hambriento y exigente, y ya tenía otro hijo de un mes. El invierno fue frío y polvoriento. Los hombres salían a cazar en busca de liebres y gacelas, las mujeres rebuscaban todo el día entre los matorrales para encontrar vegetales y raíces y apenas había grano para el porridge. El polvo cubría los pueblos, colgado en sombrías nubes del aire, se metía en las chozas y en las fosas nasales de la gente. La niña se murió; dijeron que había tragado demasiado polvo. Y los pechos de la madre colgaban vacíos y cuando Jabavu le tironeaba del vestido ella lo alejaba a bofetadas. Se moría de pena por la muerte de la cría, y también de miedo por su bebé. Porque ya escaseaban las liebres y las gacelas, perseguidas sin piedad, y no se puede vivir sólo de hierbas y raíces. Pero Jabavu no soltó los pechos de su madre tan fácilmente. Por la noche, cuando ella se tumbaba en su esterilla, con el nuevo bebé a su lado, Jabavu se abría camino a empujones para llegar a su leche y ella se despertaba, asustada, y decía:

–Eh, qué fuerte es este hijo mío.

Pese a que sólo tenía un año, ella necesitaba recurrir a todas sus fuerzas para apartarlo. En la oscuridad de la choza, su marido se despertaba, asía a Jabavu, que no dejaba de llorar y patalear, y lo alzaba para apartarlo de la madre y del bebé. El bebé murió, pero para entonces Jabavu ya se había amargado y luchaba como una cría de leopardo para hacerse con cualquier pedazo de comida. Era un pequeño esqueleto, con la piel marrón holgada y unos ojos enormes, desesperados, que escudriñaban la oscuridad en busca de algún copo maíz caído, o un resto de vegetal amargo.

En eso piensa la madre mientras se agacha y contempla las volutas de vapor que se alzan desde el agua. Para ella Jabavu es tres niños a la vez, aún lo quiere con toda la pasión desconsolada de aquel año terrible. Piensa: fue entonces, cuando era tan pequeño, cuando apareció el Bocazas. Sí, ya entonces la gente lo llamaba Bocazas. Sí, la culpa de que Jabavu sea como es la tiene la Larga Hambruna.

Pero por mucho que lo disculpe de ese modo, no puede evitar el recuerdo de cómo era de recién nacido. Las demás mujeres se reían cuando lo veían mamar. «Ese ha nacido con hambre –le decían–. Será grande de mayor.» Porque era un crío tan grande, y mamaba con tal ferocidad y siempre lloraba para pedir comida... Y de nuevo lo disculpa con cariño: si no llega a ser así, si no hubiera alimentado sus fuerzas desde que nació, habría muerto como los otros. Al pensar eso alza la mirada, llena de amor y de orgullo, pero en seguida la vuelve a bajar. Porque sabe que a un muchacho grande como Jabavu, que ya casi tiene diecisiete años, le molesta que su madre lo mire así, acordándose de cómo era de pequeño. Jabavu sólo sabe cómo es ahora, e incluso eso lo tiene muy confundido. Sigue apoyado en la pared de adobe. No mira a su padre, sino al agua que está calentando para él. En su interior hay toda una tormenta de rabia, amor, dolor y resentimiento: siente tantas cosas, y todas a la vez, como si se le hubiera metido por dentro un viento diabólico. Sabe de sobras que no se está portando bien, pero no puede portarse de otro modo; sabe que entre los suyos es como un toro negro en un rebaño de cabras, y sin embargo ha nacido de ellos; sólo quiere la ciudad de los blancos, pero no sabe nada de ella, aparte de lo que le cuentan los viajeros. Y de repente llega un pensamiento a su mente: si me voy a la ciudad de los blancos mi madre se morirá de pena.

Ahora mira a su madre. No la ve joven, vieja, hermosa o fea. Es su madre, que llegó a su padre con la debida dote, tras el debido pago de cierta cantidad de cabezas de ganado. Ha parido cinco hijos, tres de los cuales siguen vivos. Es buena cocinera y respetuosa con su marido. Es una madre como debe ser, según las viejas ideas. Jabavu no desprecia esas ideas: simplemente, no están hechas para él. No hace falta despreciar aquello de lo que ya te has liberado. La mujer de Jabavu no será como su madre: no sabe por qué, pero lo sabe.

De hecho, según sus propias ideas nuevas, su madre aún no tiene treinta y cinco años, es una mujer joven que todavía estaría guapa con un vestido como los que llevan las de la ciudad. En cambio ella lleva una tela de algodón azul, atada sobre el pecho para dejar libres los hombros, y una falda azul de algodón recogida para que el calor no le abrase las piernas. Ella nunca se ha visto a sí misma como vieja, joven, moderna o anticuada. Sin embargo, también ella sabe que la mujer de Jabavu será distinta y piensa en esa mujer desconocida con una curiosidad respetuosa pero temerosa al mismo tiempo. Piensa: quizá si este hijo mío encuentra una mujer como él dejará de portarse como un toro salvaje entre bueyes domesticados. Ese pensamiento la reconforta; deja que caiga suelta la falda, se aparta del calor abrasador y retira el depósito de las llamas.

–Ya puedes lavarte, hijo mío –le dice.

Jabavu agarra el depósito como si se le fuera a escapar y se lo lleva afuera. Luego se detiene y lo baja lentamente. Con amargura, como si le avergonzara este nuevo impulso, vuelve a entrar en la choza, coge la manta, que sigue donde la dejó, la pliega y la deja en el estante de barro. Luego enrolla su esterilla de junco, la deja junto a la pared y enrolla y recoge también la de su hermano. Echa un vistazo a su madre, que lo mira en silencio, ve sus ojos suaves y compasivos... pero no lo puede aguantar. Lo invade la rabia; sale.

Ella está pensando: ¿lo ves? Este es mi hijo. Con qué orden y rapidez recoge la estera y la deja junto a la pared. Qué poco le cuesta levantar el depósito de agua. Qué fuerte es, y qué amable. Sí, piensa en mí y vuelve para recoger la choza y se avergüenza de su rudeza.

Así va rumiando, diciéndose una y otra vez lo amable que es su Jabavu, aunque sabe que no es cierto, y que sobre todo no es amable consigo mismo; sabe que cuando se deja llevar por un impulso gentil como el que acaba de tener, Jabavu lo interpreta como si hubiera hecho una obra mala, en vez de buena. Sabe que si se lo agradece le contestará con un grito. Mira por la puerta abierta y ve a su hijo, fuerte y poderoso, su piel de bronce brillante de salud bajo el sol nuevo de la mañana. Pero su cara está tensa de rabia y rencor. Se da la vuelta para no verla.

Jabavu lleva el depósito de agua a la sombra de un árbol grande, se desnuda el torso y se empieza a lavar. La reconfortante agua caliente fluye por su cuerpo; le gusta el cosquilleo del jabón fuerte. Jabavu fue el primero de todo el pueblo en usar el jabón de los blancos. Piensa: «Yo, Jabavu, me lavo con agua limpia y caliente y con buen jabón. Ni siquiera mi padre se lava al despertarse...».

Ve pasar a unas mujeres y finge no haberlas visto. Sabe lo que están pensando, pero se dice: estúpidas aldeanas, no saben nada. Yo sé que Jabavu es como un blanco, que se lava nada más despertarse.

Las mujeres pasan despacio y llevan la pena en la cara. Miran hacia la choza donde se arrodilla su madre para cocinar y menean la cabeza y hablan de la compasión que les provoca esa pobre mujer, su amiga y hermana, que ha criado semejante hijo. Pero en sus voces hay otro rastro de emoción y Jabavu lo sabe, aunque no puede hablar con ellas. ¿Envidia? ¿Admiración? Nada de eso. Pero no es la primera vez que en un pueblo se cría un muchacho como Jabavu. Y esas mujeres saben de sobras que para entender su comportamiento basta con pensar en el mundo de los blancos. Los blancos han traído muchas cosas buenas y malas, cosas dignas de admiración y de temor, y es difícil distinguir unas de otras. Sin embargo, cuando un avión los sobrevuela como un escarabajo brillante por el aire, y cuando los grandes coches pasan por el sendero hacia el norte, también piensan en Jabavu y en los jóvenes como él.

Jabavu ha terminado de lavarse. Se queda bajo el árbol, de espaldas a las chozas del pueblo, casi desnudo, tapando con la palma de la mano lo que nadie debe ver. Las manchas amarillas del sol tiemblan y se balancean en su piel. Siente la calidez móvil y se pone a cantar de placer. Luego, un pensamiento desagradable interrumpe el canto: no tiene para ponerse más que el taparrabos propio de los aldeanos. Tiene unos viejos pantalones cortos que ya le quedaban pequeños hace años. Eran del hijo del griego de la tienda cuando tenía diez años.

Jabavu coge los pantalones de una rama del árbol e intenta subírselos hasta la cadera. No pasan. De pronto se rajan por detrás. Se da la vuelta con cuidado para ver si la raja es muy grande. Le asoma una nalga bajo la tela. Frunce el ceño, coge una aguja grande de las que se usan para coser los sacos de grano, lo cose con grandes puntadas de fibra arrancada de debajo de la corteza del árbol y va trazando una red de fibra por el trasero. Lo hace sin quitarse los pantalones: sigue de pie, retorcido, sosteniendo la aguja con una mano y los bordes de la tela rasgada con la otra. Al fin termina. Los pantalones le cubren con decencia. Son viejos, le aprietan tanto como la corteza de un árbol aprieta la madera blanca, pero al menos son pantalones, no un taparrabos.

Luego clava con cuidado la aguja en la corteza, enrolla el taparrabos en una rama y coge un peine que tiene atado a unas hojas. Se arrodilla ante un trozo minúsculo de espejo que encontró en un montón de desperdicios detrás de la tienda del griego y se peina la espesa cabellera. Pasa el peine hasta que se le cansa el brazo, pero al menos ha conseguido que se le vea la raya hasta el cuero cabelludo. Se encaja el peine con desenvoltura en el cogote, como si fuera la cresta de un buen gallo, y se mira con alegría al espejo. Ahora va peinado como si fuera blanco.

Levanta el depósito y deja caer el agua en un chorro fino y brillante sobre los matorrales, contemplándola gotear como una ducha reluciente. Una gallina vieja, que pretendía refugiarse del calor, echa a correr cacareando. Jabavu suelta una carcajada al ver a la gallina vieja aleteando. Luego tira el depósito a los matorrales. Es nuevo y brilla entre las hojas. Lo mira, mientras lo invade un impulso; ese mismo impulso que tanto le duele siempre, que lo deja aturdido y confundido. Está pensando que su madre, quien pagó un chelín por el depósito en la tienda del griego, no lo va a encontrar. Sigilosamente, como si hiciera una maldad, levanta el depósito, lo lleva hasta la puerta de la choza y, estirando la mano con cuidado hacia la apertura, lo deja dentro. Su madre, que está echando carne al agua para el porridge, no se da la vuelta. Sin embargo, Jabavu sabe que ella sabe lo que hace. Espera que se dé la vuelta: si lo hace y le da las gracias, le gritará; ya siente la rabia como un puño en la garganta. Y cuando su madre no se da la vuelta siente aún más rabia, una negrura ardiente le atraviesa los ojos. No puede soportar que nadie, ni siquiera su madre, entienda por qué se arrastra como un ladrón para hacer una buena obra. Regresa con aire arrogante a la sombra del árbol, murmurando: «Soy Jabavu, soy Jabavu». Como si con eso respondiera a cualquier mirada de tristeza, alguna palabra de reproche o un silencio comprensivo.

Se pone en cuclillas bajo el árbol, pero con mucho cuidado para que no se le desarme por completo el pantalón. Mira hacia el pueblo. Es un poblado de nativos, como los que se ven por todas partes en África, un informal arreglo de chozas redondas con tejados cónicos de hierba. Hay algunas cuadradas, influenciadas por las viviendas angulosas de los blancos. Jabavu piensa: «Esto es mi pueblo». De inmediato sus pensamientos lo abandonan y se van a la ciudad de los blancos. Jabavu lo sabe todo de esa ciudad, aunque nunca ha estado en ella. Cuando alguien vuelve de allí, o cuando pasa alguien por su pueblo, Jabavu corre para escuchar los cuentos de esa vida maravillosa, la aventura, la excitación. Tiene una imagen del lugar muy clara en su mente. Sabe que las casas de los blancos siempre son de ladrillos, no de barro. Ha visto casas así. El griego de la tienda tiene una casa de ladrillos, dos habitaciones bonitas con sillas y mesas y camas con patas para no tocar el suelo. Jabavu sabe que la ciudad de los blancos estará llena de casas así, muchas, muchas casas, tal vez tantas como para llegar desde donde está sentado hasta la carretera grande que va hacia el norte, a más de medio kilómetro. Se le ilumina la mente de asombro y excitación al imaginársela y luego mira al pueblo con impaciente insatisfacción. El pueblo es para los viejos, para ellos está bien. Y Jabavu no recuerda haber sentido en ningún momento algo distinto de lo que siente ahora; como si hubiera nacido con la conciencia de que ese pueblo pertenece a su pasado, no a su futuro. Además, nació con el anhelo por el momento en que podría abandonar el pueblo. Un hambre de ciudad lo corroe. ¿Qué es esa hambre? Jabavu no lo sabe. Es tan fuerte que le habla una voz al oído, quiero, quiero, como si sus dedos lo atenazaran al moverse. Queremos, como si cada fibra de su cuerpo cantara y gritara, quiero, quiero, quiero.

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