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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (3 page)

–Si sigues con esta tontería, le diré a tu padre que te dé una lección donde más duele.

Los ojos de Tembi brillaban de rabia y trató de discutir, pero Willie lo despidió de inmediato y se volvió hacia el siguiente trabajador.

Al cabo de unos pocos minutos el cocinero avisó a Jane para que fuese a la puerta trasera y allí se encontró a Tembi, que, avergonzado, cambiaba cada dos por tres la pierna de apoyo, pero sonreía con afán para ella.

–Vaya, Tembi... –dijo Jane, vagamente.

Acababa de dar de comer a sus hijos y tenía la mente ocupada con la necesidad de bañarlos y acostarlos, pensamientos muy alejados de Tembi. Además, había tenido que mirarlo dos veces para reconocerlo, porque siempre llevaba en mente la imagen de aquel dulce bebé negro y regordete que, para ella, correspondía al nombre de Tembi. Sólo los ojos eran iguales: grandes ojos relucientes, que ahora fijaban en ella su mirada implorante.

–Dígale le al jefe que me dé más dinero –suplicó.

Jane se rió con amabilidad.

–Tembi, ¿cómo quieres que haga eso? Yo no tengo nada que ver con la granja. Ya lo sabes.

–Dígaselo, señorita. Dígaselo, señorita –suplicó de nuevo.

Jane empezó a molestarse, pero escogió reírse otra vez y dijo:

–Espera un momento, Tembi.

Entró en la casa y, de la mesa donde habían comido sus hijos, cogió unos pedazos de pastel, los envolvió en un papel y se los puso en la mano a Tembi. Le conmovió ver la sonrisa resplandeciente que brotaba en el rostro del niño: se había olvidado ya de la paga, pues el pastel tenía el mismo valor, o aún más.

–Gracias, gracias –dijo.

Se dio la vuelta y echó a correr hacia los árboles.

Jane ya no tenía ocasión de olvidarse de Tembi. Cada domingo se acercaba a la casa con curiosos juguetes de barro para los niños, o con alguna pluma brillante de ave que encontraba en el monte; incluso con algún ramo de flores silvestres atadas con cintas de hierba. Jane siempre le daba la bienvenida, hablaba con él y lo premiaba con regalitos. Luego tuvo otro hijo y volvió a estar muy ocupada. A veces lo estaba tanto que no podía acudir en persona a la puerta trasera. Enviaba a su sirviente con una manzana, o unos cuantos caramelos.

Poco tiempo después, Tembi apareció en la clínica una mañana con un dedo del pie vendado. Tras retirar el pedacito de tela sucia, Jane vio un corte diminuto, la clase de herida a la que ningún nativo, ya fuera niño o adulto, prestaría normalmente la menor atención. Pero se lo vendó bien e incluso se dirigió a él con buenas palabras cuando volvió a aparecer al cabo de pocos días. Luego, apenas una semana más tarde, llegó con un corte en un dedo. Impaciente, Jane le dijo:

–Mira, Tembi, yo no tengo una clínica para esta clase de tonterías.

El niño alzó los ojos y la miró fijamente, clavándole aquellos ojos suyos tan oscuros con tal intensidad que Jane se sintió incómoda y se dirigió al ayudante para que le tradujera su explicación al dialecto local, por si acaso Tembi no lo había entendido.

Él contestó con un tartamudeo:

–Señorita, mi señorita, sólo vengo para verla.

Pero Jane se rió y lo despidió. No fue muy lejos. Más tarde, cuando se habían ido ya todos los pacientes, lo vio plantado a poca distancia, mirándola con esperanzas.

–¿Qué te pasa? –le preguntó con cierto enfado, pues el llanto de su hijo menor reclamaba su atención dentro de la casa.

–Quiero trabajar para usted –dijo Tembi.

–Pero, Tembi, no necesito más ayuda. Además, eres demasiado pequeño para trabajar en casa. Quizá cuando seas mayor.

–Déjeme cuidar a los niños.

Jane no sonrió, porque era bastante usual emplear a los negritos para que cuidaran de niños no mucho menores que ellos. Incluso podía habérselo pensado, pero contestó:

–Tembi, acabo de contratar a una niñera para que venga a ayudarme. Tal vez más adelante. Me acordaré de ti y si necesito a alguien que ayude a la niñera, te haré llamar. Primero tienes que aprender a trabajar bien. Has de trabajar bien con los becerros y no permitir que se escapen. Así sabremos que eres buen chico y podrás venir a casa a ayudarme con los niños.

Esa vez Tembi se fue arrastrando los pies y algún tiempo después Jane, al mirar por la ventana, lo vio plantado en el límite del bosque, mirando fijamente hacia la casa. Envió al ayudante para que lo echara de allí y le dijera que no quería tenerlo por ahí sin hacer nada.

Ahora la propia Jane tenía la sensación de que lo había malcriado, de que el niño ya no sabía quién era.

Y entonces no pasó nada durante bastante tiempo.

Luego Jane perdió su anillo de alianza, de diamantes. Solía quitárselo para hacer las tareas de la casa, de modo que al principio no se preocupó. Lo buscó rigurosamente durante varios días, pero no hubo manera de encontrarlo. Poco después desapareció un broche de perlas. También hubo otras pérdidas menores: una cucharilla que usaba para alimentar al bebé, unas tijeras, una jarrita de cristianar de plata. Enfadada, Jane le dijo a Willie que debía de tratarse de un fenómeno sobrenatural.

–Lo tenía en la mano y cuando me he dado la vuelta ya no estaba. Es una tontería. Las cosas no se desvanecen así como así.

–Tal vez sea magia negra –contestó Willie–. ¿Has pensado en el cocinero?

–No seas ridículo –contestó Jane, tal vez demasiado rápido–. Todos los chicos que trabajan en la casa llevan con nosotros desde que vinimos a la granja.

Pero la suspicacia ya se había sembrado en ella. Existía la máxima común de que nadie debía fiarse de ningún nativo, por muy amistoso que fuera; si rascabas un poco, bajo la superficie de cualquier de ellos encontrarías un ladrón. Entonces miró a Willie, entendió que sentía lo mismo que ella y que se avergonzaba tanto como ella por sentirlo. Los chicos que trabajaban en la casa eran casi amigos personales.

–Tonterías –dijo con firmeza–. No me creo ni una palabra.

Pero no apareció ninguna solución y siguieron desapareciendo cosas.

Un día el padre de Tembi pidió permiso para hablar con el jefe. Desanudó un pedazo de tela, lo estiró en el suelo y... allí estaba todo lo que había desaparecido.

–Pero seguro que no ha sido Tembi –protestó Jane.

El padre del muchacho, incómodo por la vergüenza, explicó que había pasado por casualidad por los arroyos del ganado y se había fijado en que el niño estaba sentado en un hormiguero, jugando con aquellos tesoros.

–Seguro que no tenía ni idea de su valor –lo defendió Jane–. Sólo era porque brillan y relucen tanto...

Efectivamente, allí mismo, al ver cómo la plata y los diamantes destellaban bajo la luz de la lámpara, era fácil entender que un niño quedara fascinado.

–Bueno, ¿y qué vamos a hacer? –preguntó Willie, en tono pragmático.

Jane no contestó de inmediato. Llena de impotencia, exclamó:

–¿Te das cuenta de que esa criatura debe de haber pasado semanas enteras vigilándome mientras hacía las cosas de la casa, para colarse en cuanto me diera la vuelta? ¡Ha de ser rápido como una serpiente!

–Sí, pero ¿qué vamos a hacer?

–Échale un buen sermón –contestó Jane, sin saber por qué se sentía tan desanimada y perdida.

Estaba enfadada, pero sobre todo preocupada: no soportaba asociar la fealdad, la persistencia de aquel robo alevoso y deliberado, con el pequeño Tembi, cuya vida había salvado.

–Un sermón no servirá de nada –respondió Willie.

Tembi fue azotado de nuevo; esta vez se hizo de verdad, sin agitar la vara en el aire por puro efectismo. Le hicieron exponer el culo al aire sobre las rodillas de su padre y, cuando se levantó, Willie afirmó con satisfacción:

–Durante una semana no le será muy cómodo sentarse.

–Pero está sangrando, Willie –dijo Jane.

Ciertamente, mientras Tembi se alejaba caminando con las piernas bien abiertas por el dolor y frotándose los ojos llorosos con los puños cerrados, unas manchas rojizas se iban extendiendo en la tela de sus pantalones. Molesto, Willie contestó:

–Bueno, ¿qué esperabas? ¿Qué le hiciera un regalo y lo premiara por ser tan listo?

–Ya, Willie, pero... ¿sangre?

–No sabía que le daba tan fuerte –admitió Willie. Examinó la vara larga y flexible que aún sostenía en la mano antes de tirarla, como si le sorprendiera su eficacia–. Le habrá dolido mucho –dijo, con una duda en la voz–. De todas formas, se lo merecía. Y ahora, deja de llorar, Jane. Ya no lo volverá a hacer.

Pero Jane no dejó de llorar. No soportaba pensar en los azotes; el propio Willie, dijera lo que dijese, no se sentía muy cómodo cuando lo recordaba. Les hubiera complacido que Willie abandonara sus mentes por un tiempo y volviera a aparecer más adelante, cuando la amabilidad hubiese tenido tiempo de crecerles por dentro de nuevo.

Pero no había pasado ni una semana cuando exigió que lo contrataran como niñero: afirmó que ya había crecido lo suficiente y que Jane se lo había prometido. Ésta estaba tan asombrada que no pudo ni hablar con él. Se metió en la casa y le cerró la puerta; y cuando supo que seguía esperándola para hablar con ella envió al muchacho para que le dijera que no tenía sentido contratar como niñero de sus hijos a un ladrón.

Unas pocas semanas después volvió a pedirlo; de nuevo, ella se negó. Entonces le dio por abordarla cada día, a veces en más de una ocasión:

–Señorita, señorita, déjeme trabajar a su lado. Déjeme trabajar a su lado.

Ella se negaba siempre, cada vez más enfadada.

Al final, la venció la mera persistencia.

–No te voy a contratar como niñero, pero puedes ayudarme en el huerto –le dijo.

Tembi se quedó huraño, pero al día siguiente se presentó en el huerto; no en el que había junto a la casa, sino en la tierra vallada que quedaba cerca de los barracones, donde se cultivaban vegetales para los nativos. Jane empleaba a un muchacho para controlarlo, le decía cuándo debía sembrar y le explicaba cómo funcionaba el abono y cuál era el tratamiento más idóneo para la tierra. Tembi tenía que ayudarle.

Ella no acudía al jardín con frecuencia; funcionaba solo. A veces, al pasar, veía que los surcos repletos de vegetales se estaban desperdiciando: eso significaba que había llegado al complejo una hornada nueva de africanos, nativos a los que había que enseñar de nuevo lo que les convenía comer. Sin embargo, ahora que ya había tenido a su último hijo y contaba con la ayuda de dos niñeras, se tomaba la libertad de pasar más tiempo en la clínica y en el huerto. Allí, se esforzaba por ser amable con Tembi. No era una persona proclive al rencor, aunque la sensación de que Tembi no era de fiar le impidiera contratarlo como niñero. Le contaba cosas de sus hijos, de cómo crecían, le explicaba que pronto irían a la escuela de la ciudad. Le hablaba de la importancia de mantenerse limpio y de comer adecuadamente; le explicaba que debía ganarse bien la vida para poder comprarse zapatos y no pisar la tierra, llena de gérmenes; que debía ser honrado, decir siempre la verdad y obedecer a los blancos. Mientras ella estaba en el huerto, él la seguía por todas partes, con la azada olvidada en la mano y la mirada fija en ella:

–Sí, señorita; sí, señorita –repetía continuamente.

Y cuando Jane se iba, él imploraba:

–¿Cuándo volverá? Vuelva pronto, señorita.

Ella tomó la costumbre de llevarle los libros de sus hijos cuando ya estaban demasiado gastados para pasarlos a la guardería.

–Tienes que aprender a leer, Tembi –le decía–. Así, cuando tengas que buscar trabajos, podrás ganar más si dices: «Sí, señorita, sé leer y escribir». Podrás tomar recados telefónicos y escribir pedidos para no olvidarte.

–Sí, señorita –contestaba Tembi, aceptando sus libros con actitud reverencial.

Cuando Jane se iba del huerto solía mirar hacia atrás, siempre con una cierta incomodidad por la intensa devoción de Tembi, y lo veía arrodillado en el fértil suelo, rodeado de vegetales de reluciente verdor, concentrando la mirada en aquellos raros dibujos de colores y en las extrañas letras negras.

Eso duró unos dos años. Jane le dijo a Willie:

–Parece que Tembi ya se ha olvidado de sus cosas raras. La verdad es que es muy útil en el huerto. No tengo que decirle cuándo ha de sembrar, lo sabe tan bien como yo. Y recorre los barracones con los vegetales y convence a los nativos para que se los coman.

–Seguro que se saca un pellizco –contestó Willie, riéndose.

–Ah, no, Willie, estoy segura de que no es así.

De hecho, no era así. Tembi se veía a sí mismo como un apóstol del modo de vida de los blancos. Mostraba las cestas de vegetales cuidadosamente dispuestos a las nativas y les decía con mucha seriedad:

–La Señorita de Buen Corazón dice que es bueno comer todo esto. Dice que esta comida nos salvará de la enfermedad.

Tembi obtuvo mayores logros de los que consiguió Jane en años de propaganda.

Tenía casi once años cuando empezó a dar problemas de nuevo. Jane envió a sus dos hijos mayores al internado, despidió a las niñeras y decidió contratar a un negrito para que la ayudara con la colada de los niños. No pensó en Tembi; en cambio, contrató a su hermano menor.

Tembi se presentó en la puerta trasera, como antaño, con una mirada fulminante, el cuerpo tenso y rígido, para protestar:

–Señorita, señorita, me prometió que trabajaría para usted.

–Bueno, Tembi, ya trabajas para mí con los vegetales.

–Señorita, señorita, dijo que si contrataba a un negrito para la casa, sería yo.

Pero Jane no cedió. Todavía tenía la sensación de que Tembi estaba en libertad condicional. Y aquella impaciencia del niño, su exigencia e insistencia, no le parecía una virtud para trabajar al lado de sus hijos. Además, le gustaba el hermano menor de Tembi, que era cómo él pero más dulce, sonriente, regordete, y jugaba de buen humor con los niños en el jardín cuando terminaba de lavar y planchar la ropa. No veía razón alguna para cambiar, y así lo dijo.

Tembi se enfurruñó. Ya no iba de puerta en puerta por los barracones con sus cestas de vegetales. Y trabajaba lo mínimo necesario para que no se pudiera decir que abandonaba sus tareas. Había perdido el ánimo.

–¿Sabes una cosa? –dijo Jane a Willie, medio indignada, medio divertida–. Tembi se comporta muy si le debiéramos algo.

Al poco, Tembi se acercó a Willie y le pidió permiso para comprarse una bicicleta. Entonces ganaba diez chelines al mes y según la norma ningún nativo que ganara menos de quince podía comprarse una bicicleta. Un nativo que ganara quince conservaba cinco chelines de su paga, daba los otros diez a Willie y se comprometía a permanecer en la granja hasta que hubiera pagado su deuda. Podía tardar dos años, o incluso más.

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