Relatos africanos (6 page)

Read Relatos africanos Online

Authors: Doris Lessing

–¿Eres la pequeña nkosikaas de la granja del baas Jordan?

–Eso es –contesté.

–Tal vez tu padre no lo recuerde –dijo el intérprete del anciano–, pero hubo un asunto con unas cabras. Recuerdo que te vi cuando eras...

El joven señaló con una mano a la altura de las rodillas y sonrió.

Sonreímos todos.

–¿Cómo se llama? –pregunté.

–Es el jefe Mshlanga –contestó el joven.

–Le diré a mi padre que nos hemos encontrado –dijo.

El anciano respondió:

–Saluda de mi parte a tu padre, pequeña nkosikaas.

–Buenos días –contesté con educación, aunque me resultó difícil por falta de costumbre.

–Buenos días, pequeña nkosikaas –dijo el anciano, al tiempo que se echaba a un lado para dejarme pasar.

Seguí andando, con el arma incómodamente colgada del brazo, mientras los perros resoplaban y ladraban, decepcionados por haber perdido la oportunidad de perseguir a los nativos como si fueran animales, su juego favorito.

No mucho tiempo después, leí en un viejo libro de exploradores la expresión «tierra del jefe Mshlanga». Decía algo así: «Nos dirigíamos a la tierra del jefe Mshlanga, al norte del río; deseábamos pedirle permiso para buscar oro en su territorio».

La expresión «pedirle permiso» resultaba tan extraordinaria para una niña blanca, acostumbrada a considerar a todos los nativos como objetos de uso, que resucitó las preguntas que no había logrado suprimir: fermentaban poco a poco en mi mente.

En otra ocasión, uno de aquellos viejos prospectores que aún recorren África en busca de vetas mineras abandonadas, con sus martillos y sus tiendas de campaña, sus cedazos para tamizar el oro de la piedra aplastada, vino a la granja y, al hablar de los viejos tiempos, volvió a usar aquella expresión: «Esto eran las tierras del viejo jefe –dijo–. Iban desde aquellas montañas de allí hasta el río, un territorio de cientos de kilómetros». Así llamaba a nuestro distrito: «La tierra del viejo jefe». No lo llamaba como nosotros, con un nombre nuevo que no implicaba rastros del robo de propiedad.

Al leer más libros sobre la época en que se había explorado aquella parte de África, poco más de cincuenta años antes, descubrí que el viejo jefe Mshlanga había sido un hombre famoso, conocido por todos los exploradores y buscadores de oro. Pero entonces debía de ser muy joven; o tal vez se tratara de su padre, o de un tío suyo. Nunca lo averigüé.

Aquel año me lo encontré varias veces en la parte de la granja que solían cruzar los nativos que recorrían el país. Aprendí que el sendero que discurría junto al gran campo rojizo, donde cantaban los árboles, era el camino de paso de los emigrantes. Quizás incluso lo aceché con la esperanza de encontrarme con él: recibir su saludo, intercambiar cortesías con él, parecía una buena respuesta a las preguntas que me inquietaban.

Pronto empecé a llevar el arma con otro ánimo: la usaba para cazar, no para sentirme más segura. Y los perros aprendieron mejores modales. Cuando veía acercarse a un nativo, intercambiábamos saludos; poco a poco, aquel otro paisaje de mi mente se desvaneció y mis pies caminaron directamente sobre el suelo africano y vi con claridad las formas de los árboles y las colinas y la gente negra volvió a salir de mi vida. Era como echarse a un lado para contemplar una danza lenta e íntima, una danza muy antigua cuyos pasos no podía aprender.

Sin embargo, pensé: esto también es mi herencia; yo me crié aquí; es mi país, tanto como lo es de los negros; y hay suficiente espacio para todos, sin necesidad de echarnos de los caminos y de las carreteras a codazos.

Parecía que sólo hacía falta liberar aquel respeto que había sentido al hablar con el jefe Mshlanga, permitir que tanto los blancos como los negros se encontraran con amabilidad, con tolerancia por sus diferencias; parecía bastante fácil.

Entonces, un día, ocurrió algo nuevo. En casa siempre trabajaban como sirvientes los mismos nativos: un cocinero, un mayordomo, un jardinero. Cambiaban igual que iban cambiando los nativos de la granja: se quedaban unos meses y luego se iban en busca de otro trabajo, o regresaban a sus aldeas. Se dividían en buenos o malos nativos, según los siguientes juicios: ¿qué tal se portaban como sirvientes? ¿Eran perezosos, eficientes, obedientes, irrespetuosos? Si la familia estaba de buen humor, la frase solía ser: «qué vas a esperar de estos salvajes negros sin educar». Si estábamos enfadados, decíamos: «Viviríamos mucho mejor sin estos malditos negros».

Un día, un policía blanco que estaba de ronda por el distrito, dijo entre risas:

–¿Sabían que tienen un hombre importante en su cocina?

–¡Qué! –exclamó mi madre bruscamente–. ¿Qué quiere decir?

–El hijo de un Jefe. –El policía parecía divertirse–. Será el jefe de la tribu cuando muera su padre.

–Pues conmigo será mejor que no se las dé de hijo de ningún jefe –contestó mi madre.

Cuando se fue el policía, miramos con ojos distintos al cocinero: era un buen trabajador, aunque bebía demasiado los fines de semana. Por eso lo reconocíamos.

Era un joven alto, con la piel muy negra, como el metal negro pulido, el cabello oscuro y prieto peinado con raya a un lado como los blancos, con un peine de metal encajado como una peineta: muy educado, muy distante, muy rápido cuando se trataba de obedecer una orden. Ahora que ya lo sabíamos, solíamos decir: «Por supuesto, se nota. La sangre siempre se nota».

Mi madre se volvió estricta con él desde que supo de su origen y destino. A veces, cuando perdía los nervios, le decía:

–Todavía no eres el jefe, ¿sabes?

Y él contestaba en voz muy queda, sin levantar la mirada del suelo:

–Sí, nkosikaas.

Una tarde pidió tomarse un día libre entero, en vez de la media jornada habitual, para ir a su casa el siguiente domingo.

–¿Cómo puedes ir hasta tu casa en un solo día?

–En bicicleta sólo me costará media hora –explicó.

Miré qué dirección tomaba y al día siguiente salí en busca de su aldea. Entendí que debía de tratarse del hijo del jefe Mshlanga; no había ninguna otra aldea que quedara tan cerca en nuestra granja.

El territorio que se extendía más allá de nuestros límites por ese lado me resultaba desconocido. Seguí senderos extraños, pasé junto a colinas que hasta entonces apenas formaban parte del horizonte recortado, perdido en la bruma de la distancia. Eran tierras del gobierno, jamás cultivadas por el hombre blanco; al principio no lograba entender cómo podía ser que aparentemente, tan sólo por cruzar las lindes, hubiera entrado en un paisaje completamente nuevo. Era un valle amplio y verde por el que discurría un riachuelo, y en el que los vividos pájaros acuáticos se lanzaban hacia los torrentes. La hierba era espesa y me acariciaba suavemente las pantorrillas, y los árboles crecían altos y robustos.

Yo estaba acostumbrada a nuestra granja, en cuyas hectáreas de tierra dura y erosionada brotaban árboles que jamás habían sido talados para alimentar los hornos de las minas y por eso crecían flacos y retorcidos, una tierra en la que el ganado había aplastado la hierba, dejando incontables huellas cruzadas que cada año se hundían más en los barrancos, bajo el arrastre de las lluvias.

Aquella tierra permanecía intacta, salvo por los buscadores de oro cuyos picos habían arrancado alguna centella de la superficie de las rocas al pasar; y por los nativos que migraban, cuyo paso tal vez dejara un rastro chamuscado en el hueco del tronco de algún árbol que hubiera albergado sus fogatas nocturnas.

Era muy silencioso: una mañana calurosa en la que los pichones graznaban con voz ronca, las sombras del medio día se alargaban, gruesas y espesas, separadas por espacios claros de luz amarilla, y en todo aquel amplio valle verde, que parecía un parque, no se veía un alma aparte de mí.

Estaba escuchando el tableteo regular y rápido de un pájaro carpintero cuando un escalofrío pareció crecer desde mi nuca hacia los hombros en un espasmo constreñido, como un escalofrío, al tiempo que me nacía un cosquilleo en la raíz del pelo y se me derramaba por la superficie de la carne, dejándome la piel de gallina y helada, pese a que estaba empapada de sudor. ¿Fiebre?, pensé. Luego, incómoda, me di la vuelta para mirar hacia atrás; de pronto me di cuenta de que era miedo. Era extraordinario, incluso humillante. Un miedo nuevo. Durante todos los años en que me había paseado a solas por aquellas tierras, nunca había experimentado ni un momento de incomodidad; al principio porque me apoyaban el arma y los perros; luego, porque había aprendido a adoptar un cómodo tono amistoso con los africanos que pudiera encontrarme.

Había leído cosas sobre aquella sensación, sobre el modo en que la grandeza del silencio en África, bajo el sol antiguo, se vuelve más densa y gana cuerpo en la mente, hasta que incluso la llamada de los pájaros parece una amenaza y un espíritu letal emana de los árboles y las rocas. Te mueves con cautela, como si tu mero paso molestara a algo antiguo y malvado, algo oscuro y grande e irritado que de pronto podría atacarte por la espalda. Miras las arboledas de troncos entrelazados e imaginas los animales que podrían acecharte; ves discurrir lentamente el río, cayendo de un nivel al siguiente por el valle y derramándose en charcas a las que acude de noche el ciervo para beber y el cocodrilo salta y lo arrastra por el tierno hocico hasta las cuevas subterráneas. El miedo se apoderó de mí. Me di cuenta de que estaba dando vueltas y vueltas por culpa de aquella amenaza informe que podía saltar y agarrarme; no hacía más que mirar hacia las cadenas de colinas que, vistas desde aquel ángulo distinto, parecían cambiar a cada paso de tal modo que incluso los rasgos más reconocibles del paisaje, como una montaña grande que había vigilado mi mundo desde mi primera conciencia del mismo, exhibía un extraño valle iluminado por el sol entre sus colinas. No sabía dónde estaba. Me había perdido. Me invadió el pánico. Me di cuenta de que estaba dando vueltas y vueltas, mirando con ansiedad un árbol y luego otro, alzando la vista al sol, que parecía iluminar ahora desde un sesgo más oriental, mostrando la triste luz amarillenta del ocaso. ¡Debían de haber pasado horas! Miré el reloj y descubrí que aquel estado de terror sin sentido había durado a lo sumo diez minutos.

El asunto era que no tenía ningún sentido. Ni siquiera estaba a quince kilómetros de casa: no tenía más que recorrer el valle hacia atrás para llegar a la vieja de casa; a lo lejos, entre las estribaciones de las colinas, brillaba el tejado de la casa de nuestros vecinos y bastaban un par de horas para alcanzarla. Era esa clase de miedo que contrae los músculos de un perro por la noche y lo obliga a aullar bajo la luna llena. No tenía nada que ver con lo que yo hiciera o pensara; y más que la propia sensación física me inquietaba el hecho de que yo misma pudiera ser su víctima; seguí caminando en silencio con la mente dividida, pendiente de mis propios nervios hirsutos, lanzando aprensivas miradas a uno y otro lado, disgustada y divertida al mismo tiempo. Me puse a pensar con deliberación en el pueblo que estaba buscando, y en lo que haría cuando llegara a él; suponiendo que lo encontrara, lo cual no estaba claro, pues caminaba sin dirección concreta y el pueblo podía estar en cualquier lugar de los cientos de hectáreas que me rodeaban. Al pensar en el pueblo, una nueva sensación se sumó al miedo: la soledad. Ahora me invadía tal terror al aislamiento que apenas podía caminar; si no llega a ser porque en ese momento me asomé a la cresta de una pequeña cuesta y vi una aldea por debajo, me habría dado la vuelta para irme a casa. Era un racimo de cabañas con techo de paja en un claro entre los árboles. Había unos recuadros claros de maíz, calabazas y mijo, y algo de ganado pastando a lo lejos, bajo unos árboles. Las aves picoteaban entre las chozas, los perros dormían sobre la hierba y las cabras se silueteaban contra una colina que sobresalía tras un afluente del riachuelo, que rodeaba la aldea como un brazo.

Al acercarme vi que las chozas tenían unos adornos preciosos pintados con fango amarillo, rojo y ocre en los muros; y el techado estaba sujeto por trenzas de paja.

No tenía nada que ver con los barracones de nuestra granja, un lugar sucio y abandonado, un hogar temporal para los emigrantes que no llegaban a echar raíces en él.

Ahora, no sabía que hacer. Llamé a un chiquillo negro que estaba sentado en un tronco y tocaba un instrumento hecho con cuerdas y una calabaza, desnudo por completo salvo por el collar de cuentas azules que llevaba al cuello, y le dije:

–Dile al jefe que estoy aquí.

El niño se metió un pulgar en la boca y fijó en mí su mirada tímida.

Pasé unos minutos moviéndome por el límite de lo que parecía una aldea desierta, hasta que el niño se escabulló y luego llegaron unas mujeres. Llevaban ropas vistosas y metales brillantes en las orejas y en los brazos. También se me quedaron mirando fijamente y en silencio; luego se dieron la vuelta y empezaron a parlotear entre ellas.

Volví a preguntar:

–¿Puedo ver al jefe Mshlanga?

Vi que captaban el nombre; no entendían lo que quería. Ni yo misma me entendía.

Al fin caminé entre ellas, pasé ante las chozas y vi un claro bajo la gran sombra de un árbol, donde había una docena de hombres sentados en el suelo con las piernas cruzadas, hablando. El jefe Mshlanga tenía la espalda apoyada en un árbol y sostenía una calabaza en la mano, de la que acababa de beber. Al verme, no movió un solo músculo de la cara y me di cuenta de que no le hacía ninguna gracia: tal vez le afectara mi propia timidez, que se debía a mi incapacidad de dar con la fórmula de cortesía adecuada para la ocasión. Una cosa era encontrarse conmigo en nuestra granja; pero se suponía que yo no debía estar allí. ¿Qué esperaba? No podía mantener una reunión social con ellos; hubiera sido algo inaudito. Bastante malo era que yo, una chica blanca, caminara sola por el valle, cosa que sí podría haber hecho un hombre blanco; por aquella parte del monte sólo podían pasearse los oficiales del gobierno.

De nuevo me quedé quieta con mi sonrisa estúpida, mientras a mis espaldas se formaban grupos de mujeres de ropas brillantes que parloteaban sin cesar, con las caras despiertas de curiosidad e interés, y ante mí seguían sentados los ancianos con sus viejas caras arrugadas, las miradas reservadas, huidizas. Era un pueblo de ancianos, mujeres y niños. Incluso los dos jóvenes arrodillados junto al jefe no eran los mismos que había visto con él en ocasiones anteriores; los jóvenes siempre estaban trabajando en las granjas y en las minas de los blancos y el jefe reclutaba forzosamente su séquito entre los parientes que estuvieran de vacaciones.

Other books

Missing Believed Dead by Chris Longmuir
Cervantes Street by Jaime Manrique
Devil's Lair by David Wisehart
The Rightful Heir by Angel Moore
The Woman Who Walked in Sunshine by Alexander McCall Smith
The Fist of God by Frederick Forsyth