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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (4 page)

–No –le dijo Willie–. ¿Para qué quiere una bicicleta un negrito como tú? Las bicicletas son para los hombres mayores.

Al día siguiente, la bicicleta de su hijo mayor desapareció de la casa y la encontraron en los barracones, apoyada en la pared de la cabaña de Tembi. Ni siquiera se había preocupado de disimular su robo; y cuando lo llamaron para interrogarlo, guardó silencio. Al final, dijo:

–No sé por qué la robé. No lo sé.

Y echó a correr llorando hacia los árboles.

–Se tiene que ir –dijo Willie al fin, perplejo y molesto.

–Pero su padre, su madre y toda la familia viven en nuestro complejo –protestó Jane.

–No pienso mantener a un ladrón en mis tierras –dijo Willie.

Sin embargo, deshacerse de Tembi era más complicado que despedir a un ladrón; significaba desterrar un problema que los McCluster no estaban preparados para manejar. De pronto, Jane entendió que no ver más la mirada ardiente y suplicante de Tembi sería un alivio. Sin embargo, animada por la culpa, afirmó:

–Bueno, supongo que encontrará trabajo en alguna granja cercana.

Tembi no se dejó expulsar tan fácilmente. Cuando se lo dijo Willie, rompió a llorar con un llanto apasionado, como un niño muy pequeño. Luego echó a correr alrededor de la casa y golpeó la puerta de la cocina hasta que salió Jane:

–Señorita, señorita, no permita que el baas me eche.

–Pero si lo dice el jefe te tienes que ir, Tembi.

–Yo trabajo para usted, señorita, déjeme quedar. Trabajaré para usted en el jardín y no pediré más dinero.

–Lo siento, Tembi –dijo Jane.

Tembi la miró y en su rostro se abrió una expresión de incrédulo dolor; nunca había creído que ella pudiera no estar de su parte. En aquel momento, su hermanito apareció rodeando la casa, cargado con el hijo menor de Jane, y Tembi se acercó de un salto y se aferró a ellos con tal fuerza que el chiquillo se tambaleó y tuvo dificultades para sostener al niño. Jane acudió deprisa para rescatar a su hijo y luego apartó a Tembi de su hermano, que tenía mordiscos y rasguños en la cara y en los brazos.

–Hasta aquí hemos llegado –dijo con frialdad–. Si no has abandonado la granja dentro de una hora, vendrá la policía a echarte.

Al cabo de un tiempo le preguntaron al padre de Tembi si el niño había encontrado trabajo. La respuesta fue que hacía de jardinero en una granja cercana. Cuando los McCluster veían a sus vecinos les preguntaban por Tembi, pero la respuesta era vaga; en aquella otra granja, Tembi era un trabajador más, sin una historia particular.

Más adelante, el padre de Tembi les contó que había tenido «problemas» y se había mudado a otra granja, a muchos kilómetros de distancia. Luego, nadie parecía saber dónde estaba; se decía que se había sumado a una cuadrilla que se dirigía hacia el sur, a Johannesburgo, para trabajar en las minas de oro.

Los McCluster se olvidaron de Tembi. Les encantó poder olvidarse de él. Se tenían por buenos amos; tenían un buen nombre entre los trabajadores por su bondad y por la nobleza de su trato; en cambio, el asunto de Tembi les había dejado un rastro duro e imposible de asimilar, como un grano de arena en un bocado de comida. El nombre «Tembi» acarreaba consigo emociones desagradables; y, según su idea del bien y del mal, no tenía por qué ser así. De modo que al fin se olvidaron de preguntar al padre de Tembi qué se había hecho de él: se había convertido en uno más de aquellos nativos que desaparecían de su vida tras haber formado parte de ella de un modo tan íntimo.

Habrían pasado unos cuatro años cuando de nuevo empezaron a producirse robos. La primera casa asaltada fue la de los McCluster. Alguien entró una noche y se llevó los siguientes objetos: el abrigo grueso de invierno de Willie, su bastón, dos vestidos viejos de Jane, unas cuantas ropas de los niños y un triciclo viejo y destrozado. El dinero que había en un cajón permaneció intacto. A los McCluster les asombró que se llevaran cosas tan raras, pues ninguno de aquellos objetos tenía el menor valor, salvo el abrigo de Willie. Denunciaron el robo a la policía y el complejo recibió la correspondiente visita rutinaria. Se concluyó que el ladrón tenía que conocer la casa porque los perros no habían ladrado, y que no se trataba de un experto, pues en ese caso se habría llevado el dinero y las joyas.

Por esa razón nadie conectó el primer robo con el segundo, que ocurrió en una granja vecina. Allí si que desapareció dinero, relojes y un arma. Y hubo otros robos parecidos en el distrito. La policía decidió que debía de ser una banda de ladrones, y no un ratero ordinario, porque los robos eran tan inteligentes que parecían planificados por más de una persona. Envenenaban a los perros guardianes; escogían momentos en que los sirvientes no estaban en las casas; en dos ocasiones alguien se había colado por rejas tan estrechas que sólo un niño podía abrirse paso entre ellas.

Corrían los rumores sobre los robos en el distrito; por esa razón, la rabia aletargada entre blancos y negros, siempre a punto de inflamarse, se ahondó de mala manera. Cuando los amos se dirigían a sus sirvientes había odio en sus voces, una rabia inútil, pues, suponiendo que fuera cierto que aquellos sirvientes personales daban información a los ladrones, nada podía hacerse al respecto. Incluso el sirviente más fiable podía resultar un ladrón. Durante los meses en que aquella banda desconocida aterrorizó el distrito, ocurrieron cosas desagradables: hubo más multas por pegar a los nativos; aumentó la cantidad de trabajadores que huían a las fronteras con las colonias portuguesas; la rabia, peligrosa e hirviente, crecía en el aire como el calor. Incluso Jane se sorprendió a sí misma un día al decir: «¿Por qué hacemos esto? Mira cuánto tiempo dedico a cuidar de estos nativos y ayudarlos. ¿Cómo me dan las gracias? No agradecen nada de lo que hacemos por ellos».

La cuestión de la gratitud ocupó la mente de todos los blancos durante todo ese tiempo.

Como los robos continuaban, Willie puso rejas en todas las ventanas de la casa y compró dos perros grandes y feroces. Eso molestó a Jane, pues la hacía sentirse prisionera y encerrada en su propia casa.

Contemplar las hermosas montañas y el bosque verdoso en la umbría entre rejas arruina la alegría de la vista; y recorrer el camino entre la casa y los almacenes saludada por los ladridos de aquellos perros hostiles que trataban a todos, blancos o negros, como enemigos, resultaba cada día más exasperante. Mordían a cualquiera que se acercara a la casa y Jane temía por sus hijos. De todos modos, no habían pasado más de tres semanas desde que los compraran cuando aparecieron tumbados al suelo, casi muertos, echando espuma por la boca y con las miradas petrificadas. Los habían envenenado.

–Parece que se acerca otra visita –dijo Willie, malhumorado, pues ahora el asunto ya lo impacientaba–. De todos modos –añadió, impaciente–, cuando uno escoge vivir en un país maldito como éste, tiene que aceptar las consecuencias.

Era una exclamación que no significaba nada, que nadie podía tomar en serio. Sin embargo, durante esa época, muchos de los granjeros que vivían felices y estables en aquella tierra, hablaban con irritable malestar sobre el «maldito país». En pocas palabras, tenían los nervios a flor de piel.

Poco después de que envenenaran a los perros, Willie tuvo que viajar a la ciudad, a unos cincuenta kilómetros. Jane no quería ir; le disgustaban los largos, calurosos y apresurados días de las calles de la ciudad. Así que Willie se fue solo.

Por la mañana, Jane fue al huerto con sus hijos menores. Los niños estuvieron solos, jugando junto al depósito de agua, mientras ella marcaba un nuevo lecho con estacas; su mente deambulaba, vacía, sus manos trabajaban deprisa con estacas y cordones. Sin embargo, de repente sintió la necesidad de darse la vuelta de golpe y se oyó decir:

–¡Tembi!

Miró a su alrededor, alocada; más adelante le pareció que había oído a Tembi pronunciar su nombre. Creía que iba a ver a un chiquillo negro larguirucho, de rostro serio, arrodillado tras ella entre los surcos de vegetales, concentrado en un libro ilustrado. El tiempo pasaba y se estancaba a la vez. Jane estaba confusa; sólo tras mirar decididamente a sus dos hijos recuperó la conciencia del largo tiempo transcurrido desde la época en que Tembi la seguía por el huerto.

De vuelta en la casa, se quedó a coser en el porche. Abandonó un momento la silla para ir a buscar un vaso de agua y al volver se encontró que había desaparecido la cesta de la costura. Al principio no quiso creerlo. Desconfió de sus sentidos, y registró el lugar en busca de la cesta, aunque sabía que apenas un instante antes estaba en el porche. Eso significaba que había algún nativo merodeando por el monte, acaso a un par de cientos de metros, vigilando sus movimientos. No era una idea agradable. Le recorrió una vieja incomodidad; de nuevo el nombre de Tembi acudió a su mente. Se fue a la cocina y dijo al pinche:

–¿Has sabido algo de Tembi últimamente?

Sin embargo, al parecer, no había noticias suyas. Estaba «en las minas de oro». Sus padres llevaban años sin saber de él.

«¿Una cesta de costura? –murmuraba Jane, incrédula–. ¿Por qué arriesgarse por tan poco? Es una locura.»

Esa misma tarde, mientras los niños jugaban en el huerto y Jane dormía en la cama, alguien entró sigilosamente en el dormitorio y se llevó el sombrero grande que se ponía para ir a cosechar, su delantal y el vestido que había llevado esa mañana. Cuando Jane se despertó y lo descubrió, se echó a temblar, en una reacción provocada a medias por la rabia y por el miedo. Estaba sola en la casa y tenía la aguda sensación de ser vigilada. Mientras iba de una habitación a otra, no hacía más que mirar hacia atrás, hacia el rincón entre el armario y el anaquel, imaginando que allí aparecerían los grandes ojos implorantes de Tembi, tan desagradables como los ojos de un muerto, siguiéndola.

Se encontró mirando el camino, en espera de que regresara Willie. Si hubiera estado allí, le habría traspasado la responsabilidad y se habría sentido a salvo: Jane era una mujer que dependía mucho de ese apoyo invisible que proporciona el marido. Hasta esa tarde no había sido consciente de lo mucho que dependía de él; y esa conciencia –que el ladrón parecía compartir– le hacía sentirse desgraciada e inquieta. Sentía que debería ser capaz de ocuparse a solas del asunto, en vez de esperar a su marido como una inútil. «Tengo que hacer algo, tengo que hacer algo», repetía sin cesar.

Fue una tarde larga, calurosa y soleada. Jane, con los nervios a flor de piel, esperó en el porche, con una mano a modo de visera para poder reconocer el coche de Willie en el camino. La espera se apoderó de ella. Era incapaz de impedir que su mirada volviese una y otra vez hacia el monte que quedaba justo frente a la casa y que se extendía a lo largo de kilómetro y medio; una vegetación de poca altura, maleza de verde oscuro, más oscuro aún por las crecientes sombras del atardecer, ya cercano. Respondió al impulso de ponerse en pie y cruzó el jardín para acercarse al monte. Al llegar al borde se detuvo, miró por todas partes con sus ojos oscuros y angustiados y llamó:

–¡Tembi, Tembi! –No se oída nada–. No te voy a castigar, Tembi –imploró–. Ven conmigo. –Esperó, escuchando con atención para distinguir el menor movimiento de una rama, o de un guijarro rebotado. Pero el monte permanecía en silencio bajo el sol; hasta los pájaros parecían drogados por el calor y las hojas pendían sin temblar–. ¡Tembi! –llamó de nuevo, primero en tono imperioso y luego ya con un temblor en la voz. Sabía de sobra que estaba ahí, agazapado tras un árbol o un zarzal, esperando que ella dijera la palabra adecuada, que encontrara lo que debía decir, para fiarse de ella. Jane enloquecía al pensar que estaba tan cerca y sin embargo tenía tan pocas posibilidades de atraparlo como si fuera una sombra. Bajando la voz para hacerla más persuasiva, dijo–: Tembi, sé que estás ahí. Sal y habla conmigo. No se lo diré a la policía. ¿Puedes fiarte de mí, Tembi?

Ni un sonido, ni un susurro de respuesta. Intentó calmar y vaciar la mente para que aparecieran en ella las palabras necesarias, listas para el uso. La hierba empezaba a temblar bajo la brisilla del atardecer y las hojas de los árboles se agitaron una o dos veces; el cálido desvanecimiento de la luz implicaba que pronto el sol se hundiría en el horizonte; el follaje reflejaba un brillo rojizo y la luz ardía en el cielo. Jane temblaba tanto que no podía controlar sus extremidades; era un temblor profundo e interno que se hinchaba en sus entrañas, como una herida invisible que sangrara. Trató de recuperar la calma. Dijo: «Es absurdo, no puede ser que tenga miedo del pequeño Tembi. Cómo voy a tenerlo.»

Se esforzó por hablar en voz alta y firme y dijo:

–Tembi, te estás portando muy mal. ¿De qué sirve robar cosas como un niño tonto? Te las puedes dar de listo y robar durante un tiempo, pero antes o después te pillará la policía e irás a la cárcel. No es lo que quieres, ¿verdad? Escúchame. Sal ahora mismo y déjame verte; y cuando venga el jefe se lo explicaré, le dirás que lo sientes mucho y podrás volver a trabajar para mí en el huerto. No me gusta pensar que eres un ladrón, Tembi. Los ladrones son mala gente. –Se calló. El silencio la rodeó. Sentía aquel silencio como una corriente de frío, como cuando una nube pasa por encima. Vio que las sombras que la rodeaban eran espesas y las hojas ya no reflejaban la luz; tenían un aspecto gris y frío. Sabía que Tembi no se iba a mostrar. No había encontrado las palabras adecuadas–. Eres un niñato tonto –anunció al monte, que seguía a la escucha–. Me haces enfadar mucho, Tembi.

Caminó muy lentamente de vuelta a la casa, tratando de aparentar calma y dignidad, sabiendo que Tembi la miraba con intenciones que ella no podía adivinar.

Cuando Willie regresó de la ciudad, cansado e irritable como siempre tras un día de tráfico, de entrevistar gente e ir de compras, Jane le contó lo que había ocurrido con cuidado, escogiendo las palabras. Cuando le explicó que había llamado a Tembi desde el borde del monte, Willie la miró con amabilidad y le dijo:

–Cariño, ¿crees que eso sirve para algo?

–Willie, pero es que era tan horrible...

Sus labios empezaron a temblar exageradamente y se permitió romper a llorar cómodamente en su hombro.

–No sabes si es Tembi –dijo Willie.

–Claro que es Tembi. ¿Quién más podría ser? El niñito tonto. Mi pequeño Tembi, tontorrón...

No pudo comer nada. Al terminar la cena, de pronto, dijo:

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