Rescate en el tiempo (42 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Hasta ese momento, en el que la realidad reclamaba ineludiblemente su atención.

La llave giró en la cerradura.

Junto a la puerta, en el lado opuesto, Marek tenía el rostro contraído en un mudo gruñido, con los labios separados, enseñando los dientes. Parecía un animal, pensó Chris. Marek, con el cuerpo en tensión, empuñaba la espada, dispuesto a usarla. Dispuesto a matar.

La puerta se abrió bruscamente, tapándole a Chris la visión. Tuvo tiempo sin embargo de ver alzar la espada a Marek. Al instante se oyó un alarido, un chorro de sangre regó el suelo, y un cuerpo se desplomó.

La puerta se abrió de par en par, atrapando a Chris contra la pared. Al otro lado, un hombre chocó contra ella y ahogó un grito al tiempo que una espada astillaba la madera. Chris trató de salir de detrás de la puerta, pero otro cuerpo cayó ante él, impidiéndole el paso.

Pasó sobre el cuerpo, y de inmediato la puerta topó contra la pared, impulsada por un tercer soldado que, herido por la espada de Marek, saltó hacia atrás, se tambaleó y cayó a los pies de Chris. El soldado tenía el torso empapado por la sangre que manaba de su pecho como el agua de un surtidor. Chris se agachó a coger la espada del soldado, todavía en su mano. Cuando tiró de ella, el hombre la agarró con fuerza y miró a Chris con una mueca de rabia. De pronto, el soldado se debilitó y soltó la espada, y Chris se precipitó hacia atrás y fue a dar de espaldas contra la pared.

Desde el suelo, el soldado mantuvo la mirada fija en Chris, con un visaje de ira, que al cabo de unos segundos se heló en su rostro.

Dios santo, está muerto, pensó Chris.

De repente, a su derecha, entró otro soldado en la cámara, luchando con Marek de espaldas a Chris. Sus espadas se encontraban en el aire con un ruido ensordecedor. Peleaban enconadamente. Pero el soldado no había advertido la presencia de Chris, y éste levantó la espada, que encontró pesada y difícil de manejar. Chris se preguntó si conseguiría blandirla, si realmente podría matar al hombre que se hallaba de espaldas ante él. Alzó la espada, ladeó el brazo como si se dispusiera a batear —«¡Batear!», pensó—, y estaba ya preparado para descargar el golpe cuando Marek le rebanó el brazo al soldado a ras del hombro.

El brazo amputado rodó por el suelo y se detuvo al topar contra la pared, bajo la ventana. El hombre quedó estupefacto durante el breve instante que Marek tardó en levantar de nuevo la espada y cortarle la cabeza de un tajo. La cabeza voló por los aires, se estrelló contra la puerta y cayó, boca abajo, sobre los zapatos de Chris.

De inmediato, Chris se apartó de un salto. La cabeza se dio la vuelta, y Chris vio parpadear los ojos y moverse la boca, como si formara palabras. Chris se apartó aún más.

Contempló el cuerpo desplomado en el suelo, sangrando aún a borbotones por el muñón del cuello. La sangre fluía por el suelo. Litros y litros…, o ésa era la impresión de Chris. Miró a Marek, ahora sentado en la cama, con la respiración entrecortada, el rostro y el jubón salpicados de sangre.

Marek alzó la vista.

—¿Estás bien? —preguntó.

Chris no pudo contestar.

Era incapaz de articular palabra.

Y en ese momento empezó a repicar la campana de la iglesia del pueblo.

Por la ventana, Chris vio llamas en dos de las casas de labranza situadas a la entrada del pueblo, dentro del recinto amurallado. Los hombres corrían por las calles hacia allí.

—Un incendio —dijo Chris.

—Lo dudo —respondió Marek, aún sentado en la cama.

—Sí, allí —insistió Chris—. Mira.

Jinetes al galope recorrían el pueblo. Vestían como mercaderes, pero montaban como guerreros.

—Eso es un típico divertimiento estratégico previo a un ataque —explicó Marek.

—¿Un ataque?

—El Arcipreste se dispone a atacar Castelgard.

—¿Tan pronto?

—Eso es sólo una avanzadilla, quizá unos cien soldados. Intentarán crear confusión, alboroto. Probablemente el grueso de las tropas está aún al otro lado del río. Pero el ataque ha empezado.

Al parecer, otros eran de la misma opinión. En el patio, los cortesanos salían en tropel del gran salón camino del puente levadizo para abandonar el castillo. La fiesta había tenido un repentino final. Una columna de caballeros galopó hacia la salida, dispersando a los cortesanos, cruzó el puente levadizo y descendió por las calles del pueblo.

Kate, jadeando, asomó la cabeza por la puerta.

—¿Chicos? En marcha. Tenemos que encontrar al profesor antes de que sea demasiado tarde.

28.57.32

En el gran salón cundió el caos. Los músicos huyeron; los invitados se precipitaron hacia las puertas; los perros empezaron a ladrar, y las fuentes de comida cayeron al suelo. Los caballeros, dando órdenes a sus escuderos, corrieron a prepararse para la batalla. Lord Oliver se apresuró a abandonar la mesa principal, agarró del brazo al profesor y dijo a sir Guy:

—Nos vamos a La Roque. Ocupaos de lady Claire. Y traed a los ayudantes del maestro.

En ese instante Robert de Kere, sin aliento, irrumpió en el salón y anunció:

—Mi señor, los ayudantes han muerto. Los hemos matado cuando intentaban escapar.

—¿Escapar? ¿Intentaban escapar? ¿Aun poniendo así en peligro la vida de su mentor? Acompañadme, maestro —dijo lord Oliver con tono lúgubre, y llevó a Johnston a una puerta lateral que daba directamente al patio.

Kate descendió rápidamente por la escalera de caracol, seguida de cerca por Marek y Chris. En el primer piso, tuvo que detenerse al advertir que un grupo de gente bajaba por el siguiente tramo de la escalera. Asomándose, atisbó a varias damas y, delante de ellas, a un anciano envuelto en un manto rojo que caminaba con paso inseguro.

—¿Qué pasa? —preguntó Chris desde atrás.

Kate levantó la mano en un gesto de advertencia. Transcurrió al menos un minuto antes de que pudieran salir al patio.

Allí reinaba la mayor confusión. Caballeros montados azotaban con las fustas a la turba aterrorizada para abrirse paso. Kate oyó los chillidos de la muchedumbre, los relinchos de los caballos, los gritos de los soldados en el adarve.

—Por aquí —dijo Kate, y guió a Marek y Chris a lo largo de la muralla, luego en torno a la capilla y por último hasta el patio exterior, que estaba también atestado.

Vieron a Oliver a caballo, y con él al profesor y una escolta de caballeros. Oliver dio una orden, y todos avanzaron hacia el puente levadizo.

Kate se adelantó para seguir a Oliver y su séquito. Los perdió de vista por un momento y volvió a verlos justo al otro lado del puente, donde doblaron a la izquierda, en dirección contraria al pueblo. Unos guardias les abrieron una puerta en la muralla oriental, y Oliver y sus hombres la cruzaron bajo el sol vespertino. La puerta se cerró de inmediato en cuanto salieron.

Marek alcanzó a Kate en el puente.

—¿Por dónde se han ido? —preguntó.

Kate señaló hacia la puerta. Treinta caballeros la vigilaban y había otros muchos apostados en el adarve, justo encima.

—Por ahí es imposible salir —dijo Marek. Detrás de ellos, unos cuantos soldados se despojaron de sus mantos marrones, revelando los sobrevestes de colores verde y negro que llevaban debajo, y empuñaron sus espadas dispuestos a penetrar en el castillo. Las cadenas del puente levadizo comenzaron a chirriar—. Vamos.

Corrieron por el puente, oyendo los crujidos de la madera y notando que empezaba a levantarse. El puente se encontraba ya a un metro de altura cuando llegaron al extremo y saltaron a la explanada.

—¿Y ahora qué? —preguntó Chris al levantarse. Llevaba aún la espada en la mano.

—Por aquí —dijo Marek, y se echó a correr hacia el centro del pueblo.

Se encaminaron hacia la iglesia, evitando la estrecha calle principal, donde se había iniciado ya un encarnizado combate entre los soldados de Oliver, de marrón y gris, y los hombres de Arnaut, de verde y negro. Marek los condujo hacia la izquierda a través del mercado, ahora vacío, sin mercancías ni mercaderes. Tuvieron que apartarse apresuradamente para dejar paso a un destacamento de caballeros de Arnaut que galopaba hacia el castillo. Al pasar, uno de ellos gritó algo y trató de herir con la espada a Marek. Éste los observó alejarse y luego siguió adelante.

Chris buscó indicios de mujeres asesinadas y niños destripados, y al no encontrarlos, no supo si sentir decepción o alivio. De hecho, no vio mujeres ni niños por ninguna parte.

—Todos han escapado o se han escondido —dijo Marek—. Aquí hay guerra desde hace mucho tiempo, y la gente ya sabe cómo protegerse en estos casos.

—¿Y ahora por dónde? —preguntó Kate, que volvía a encabezar la marcha.

—A la izquierda, hacia la puerta principal.

Torcieron a la izquierda por una calle más estrecha, y de pronto oyeron voces a sus espaldas. Miraron atrás y vieron correr a unos soldados en dirección a ellos. Era imposible saber si los perseguían o simplemente iban por el mismo camino. Pero no tenía sentido quedarse a averiguarlo.

Marek apretó a correr, y Chris y Kate lo siguieron. Poco después Chris volvió la cabeza y, con una extraña sensación de orgullo, advirtió que los soldados se rezagaban.

Sin embargo, Marek prefirió no arriesgarse. De improviso, dobló por una calle adyacente en la que flotaba un olor intenso y desagradable. Los talleres estaban cerrados, pero entre ellos mediaban angostos callejones. Marek entró en uno de los callejones, que los condujo a un patio cercado en la parte posterior de un taller. En el patio había enormes cubas y, bajo un cobertizo, una hilera de colgadores de madera. Allí el hedor resultaba casi insoportable: una mezcla de heces y carne putrefacta.

Estaban en una tenería.

—Deprisa —apremió Marek.

Saltaron la cerca y, agachados, se ocultaron tras las pestilentes cubas.

—¡Uf! —protestó Kate, tapándose la nariz—. ¿Qué es ese olor?

—Maceran las pieles en gallinaza —susurró Chris—. El nitrógeno de los excrementos ablanda el cuero.

—Fantástico —dijo Kate.

—Y también en excrementos de perro.

—Fantástico —repitió Kate.

Mirando atrás, Chris vio más cubas y pieles tendidas a secar en los colgadores. Repartidos por el patio, había fétidos montones de una sustancia amarillenta y viscosa; era la grasa raspada de la cara interna de las pieles.

—Me escuecen los ojos —musitó Kate.

Chris señaló la costra blanca que recubría las cubas de alrededor. Aquéllas eran cubas de pelambre, una solución alcalina usada para eliminar el pelo y los restos de carne después del raspado. Y eran las acres emanaciones del pelambre la causa del escozor de ojos.

De pronto se oyeron en el callejón unos pasos rápidos y el traqueteo de las armaduras. A través de la cerca, Chris vio a Robert de Kere con siete soldados. Mientras avanzaban, los soldados escudriñaban en todas direcciones, buscándolos.

¿Por qué?, se preguntó Chris, asomándose por detrás de la cuba. ¿Por qué los perseguían con esa insistencia? ¿Por qué De Kere les otorgaba tanta importancia como para perseverar en su empeño de matarlos pese al ataque enemigo?

Por lo visto, el olor de la tenería no les resultaba más grato que a Chris, pues De Kere no tardó en ordenar a sus hombres que retrocedieran de regreso a la calle.

—¿A qué viene esto? —susurró Chris.

Marek movió la cabeza en un gesto de incomprensión.

Y de pronto los soldados, dando voces, volvieron a entrar precipitadamente en el callejón. Chris frunció el entrecejo. ¿Cómo podían haberlos oído? Miró a Marek, también preocupado. Fuera del patio, De Kere exclamó:


Ici! Ici!

Quizá De Kere había dejado a un hombre rezagado. Sí, eso debía de ser, pensó Chris. Porque él no había levantado tanto la voz como para que lo oyeran desde la calle. Marek hizo ademán de salirles al paso, pero vaciló. De Kere y los suyos se encaramaban ya a la cerca: ocho hombres en total. Eran demasiados para enfrentarse contra ellos.

—André —dijo Chris, señalando la cuba—. Esto es una especie de lejía.

Marek sonrió.

—Pues vamos allá —respondió, y se apoyó contra la madera.

Empujando los tres a una con los hombros, lograron volcar la cuba. La espumosa solución alcalina se derramó ruidosamente y fluyó por la tierra hacia los soldados. El olor era penetrante. Los soldados reconocieron de inmediato el líquido —al menor contacto, producía quemaduras en la piel— y recularon atropelladamente, subiendo de nuevo a la cerca para no tocar el suelo con los pies. Con el peso de todos ellos, la cerca se balanceó, y los hombres, vociferando, saltaron de nuevo al callejón.

—Ahora —dijo Marek.

Se adentraron en el patio de la tenería, treparon al cobertizo y huyeron por otro callejón.

Era ya media tarde y empezaba a oscurecer. Más adelante, vieron las casas de labranza en llamas, que proyectaban sombras trémulas sobre la tierra. Tras algún intento inicial, se había abandonado todo esfuerzo por sofocar los incendios; las techumbres ardían libremente, crepitando y despidiendo briznas incandescentes de paja.

Descendieron por un estrecho camino entre pocilgas. Los cerdos gruñían y chillaban, nerviosos por la proximidad del fuego.

Sorteando las casas incendiadas, Marek se dirigió hacia la puerta sur, por donde habían entrado. Pero incluso a lo lejos se veía que la puerta era escenario de una violenta refriega. Los caballos muertos obstruían el paso, y los soldados de Arnaut tenían que trepar sobre sus cuerpos para llegar a los defensores, que repelían denodadamente el ataque con hachas y espadas.

Marek se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Chris.

—No estoy seguro —respondió Marek, observando la muralla que rodeaba el pueblo. Por el adarve, corrían soldados hacia la puerta sur para unirse a la lucha—. Quiero subir a la muralla.

—¿Subir a la muralla?

—Por allí —dijo Marek, señalando un hueco oscuro en la muralla donde unos peldaños daban acceso al adarve.

Llegaron a la escalera y ascendieron hasta el adarve. Desde allí vieron que el fuego se propagaba por el pueblo, acercándose ya a la zona de talleres y tiendas. Pronto todo Castelgard estaría envuelto en llamas. Marek observó los campos que se extendían al otro lado de la muralla. Se hallaban a seis metros del suelo, y abajo crecían algunos arbustos dispersos de metro y medio de altura que quizá amortiguaran la caída. Pero oscurecía y la visibilidad era ya escasa.

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