Rescate en el tiempo (44 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Marek se lo impidió y se llevó un dedo a los labios.

Chris escuchó. Los susurros de unos hombres se fundían con el murmullo del viento. Aguzó el oído. Frente a ellos, en algún lugar, sonó una tos ahogada. Al cabo de un momento se oyó otra tos, más cerca, en el lado del camino donde ellos se hallaban.

Marek señaló a izquierda y derecha. Chris atisbó un apagado reflejo metálico —una armadura a la luz de las estrellas— entre los arbustos más allá del camino.

Y oyó un rumor más próximo.

Era una emboscada, hombres agazapados en ambas orillas del camino.

Marek señaló hacia atrás, y volvieron sigilosamente sobre sus pasos, alejándose del camino.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Chris con voz queda.

—Iremos por allí, en dirección este, hacia el río, evitando el camino —respondió Marek, y se pusieron en marcha.

Chris estaba en tensión, alerta al menor sonido. Pero el ruido de sus propios pasos no permitía oír nada más. Entendía ya por qué Marek se detenía tan a menudo. Era la única manera de asegurarse.

Retrocedieron entre la maleza y, a unos doscientos metros del camino, comenzaron a descender hacia el río. Avanzaron entre los campos de labranza, y pese a la casi total negrura de la noche, Chris se sintió al descubierto. Los campos estaban delimitados por muros bajos de piedra, que proporcionaban un mínimo resguardo. Aun así, Chris no podía vencer el nerviosismo, y exhaló un suspiro de alivio cuando se adentraron nuevamente en una zona de monte bajo, más oscura que los campos en la noche.

Aquel mundo negro y silencioso le era por completo ajeno, y sin embargo se adaptó enseguida a él. El peligro se escondía en los más insignificantes movimientos, pensó.

Chris avanzaba agachado, tenso, tanteando el terreno a cada paso antes de apoyar todo su peso, mirando continuamente a derecha e izquierda, a derecha e izquierda.

Se sentía como un animal, y recordó el modo en que Marek había mostrado los dientes antes del ataque en la cámara de la torre, como una especie de simio. Observó a Kate y vio que también ella avanzaba agachada y tensa.

Por alguna razón, acudió a su memoria el seminario de la primera planta del Museo Peabody, en Yale, con sus paredes de color crema y sus lustrosas molduras de madera, y también las discusiones que tenían lugar allí entre los estudiantes de postgrado, sentados en torno a la larga mesa: si la arqueología procesual era primordialmente histórica o primordialmente arqueológica, si los criterios formalistas prevalecían sobre los criterios objetivistas, si la doctrina derivacionista enmascaraba un planteamiento normativo.

No era extraño que discutieran. Los temas eran puras abstracciones, vacías de contenido. Sus hueros debates nunca llegaban a una conclusión; las preguntas quedaban siempre sin respuesta. Sin embargo, eran debates de una gran intensidad, un gran apasionamiento. ¿De dónde surgía aquel fervor? Pero ¿qué más daba? Ni siquiera recordaba por qué aquello, en su día, le parecía tan importante.

Tenía la impresión de que el mundo académico iba perdiéndose de vista a lo lejos, cada vez más indistinto y gris en su memoria, mientras él se abría paso hacia el río por aquel oscuro declive. Pese al miedo que sentía aquella noche, pese a la tensión y el palpable peligro de muerte, era una experiencia totalmente real y, por eso mismo, resultaba en cierto modo tranquilizadora, incluso estimulante, y…

Oyó romperse una rama, y se quedó paralizado.

Marek y Kate se detuvieron también.

Oyeron un movimiento en la maleza a la izquierda, y luego un gruñido. Permanecieron quietos como estatuas. Marek empuñó la espada.

Y ante ellos pasó, resoplando, la pequeña silueta oscura de un jabalí.

—Debería haberlo matado —masculló Marek—. Tengo hambre.

Se dispusieron a reanudar la marcha, pero de pronto Chris advirtió que no eran ellos quienes habían espantado al jabalí. Porque oyó el sonido inconfundible de numerosos pies que corrían entre los matorrales, agitándolos, pisándolos. Aproximándose.

Marek arrugó la frente.

La visibilidad era escasa pero suficiente para percibir de vez en cuando el brillo metálico de las armaduras. Debía de haber siete u ocho soldados, y avanzaban con rapidez en dirección este. De repente se detuvieron, ocultándose entre la maleza y guardando silencio.

¿Qué demonios pasaba?

Aquellos soldados estaban poco antes en el camino, aguardándolos. Y ahora esos mismos soldados se habían desplazado hacia el este, y de nuevo los aguardaban.

¿Cómo era posible?

Chris, también agachado, tocó a Marek en el hombro. Cuando Marek se volvió hacia él, Chris movió la cabeza en un gesto de negación y se señaló expresivamente la oreja.

Marek asintió y escuchó con atención. Al principio oyó sólo el viento. Desconcertado, miró a Chris, que hizo un claro ademán de tocarse la oreja.

Estaba indicándole que conectara su auricular.

Marek se dio un ligero golpe en la oreja con un dedo.

Tras una breve ráfaga de estática al establecerse la comunicación, no oyó nada. Miró a Chris y se encogió de hombros. Chris extendió las palmas de las manos, pidiéndole que esperase. Marek esperó. Después de escuchar en silencio por unos instantes, distinguió un sonido leve y acompasado: la respiración de un hombre.

Miró a Kate y se llevó un dedo a los labios. Ella asintió con la cabeza. Miró a Chris. Él asintió también. Los dos lo comprendieron: silencio absoluto.

Marek volvió a escuchar atentamente. Siguió oyendo el sonido regular de una respiración a través del auricular.

Pero no procedía de ninguno de ellos tres.

Era la respiración de otra persona.

—André —susurró Chris—, esto es demasiado peligroso. Mejor será que no crucemos el río esta noche.

—De acuerdo —respondió Marek—. Regresaremos a Castelgard y pasaremos la noche junto a la muralla.

—De acuerdo, buena idea.

—Vamos.

En la oscuridad, intercambiaron un gesto de asentimiento y, tocándose la oreja, desconectaron intencionadamente sus transmisores.

Y sin moverse de donde estaban, esperaron.

Al cabo de un momento, volvieron a oír los rápidos pasos de los soldados a través de la maleza. Esta vez se dirigían pendiente arriba, de regreso a Castelgard.

Chris, Marek y Kate aguardaron otros cinco o seis minutos, y luego reanudaron la marcha pendiente abajo, alejándose de Castelgard.

Fue Chris quien lo descubrió. Mientras descendían por la ladera en plena noche, se había rozado la oreja con la mano para espantar a un mosquito, y con ese movimiento había conectado el auricular sin darse cuenta. Poco después oyó un estornudo.

Y ninguno de ellos tres había estornudado.

Al cabo de un rato, cuando se tropezaron con el jabalí, Chris oyó respirar agitadamente a alguien a causa de un esfuerzo, y sin embargo Kate y Marek, agazapados en la oscuridad junto a él, ni siquiera se movían.

En ese instante supo con certeza que alguien más tenía un auricular, y parándose a pensar, llegó a la conclusión de que ese auricular sólo podía proceder de un sitio: Gómez. Alguien debía de haberlo extraído de la cabeza cortada de Gómez. El único problema de esa hipótesis era…

Marek interrumpió las cavilaciones de Chris con un codazo y señaló al frente.

Kate, sonriente, alzó el pulgar dándole la enhorabuena.

Caudaloso y uniforme, el río susurraba y gorgoteaba en la oscuridad. En aquel punto, el Dordogne era muy ancho. Apenas veían la otra orilla, una línea de árboles y espesa maleza. Mirando río arriba, Chris distinguió vagamente el perfil oscuro del puente del molino. Sabía que el molino estaría cerrado por la noche; los molineros sólo podían trabajar con luz natural, porque en el aire polvoriento incluso una vela representaba un grave riesgo de explosión.

Marek tocó a Chris en el brazo y señaló hacia la margen opuesta. Chris se encogió de hombros; no veía nada.

Marek señaló de nuevo.

Entornando los ojos, Chris avistó cuatro volutas de humo claro. Pero si indicaban la presencia de hogueras, ¿por qué no se veía el resplandor del fuego?

Bordeando el cauce, se encaminaron río arriba y finalmente encontraron una barca amarrada a la orilla. Movida por la corriente, golpeteaba contra las rocas. Marek miró hacia la margen contraria. Se hallaban a cierta distancia de las volutas de humo.

Señaló la barca. ¿Estaban dispuestos a arriesgarse?

La alternativa, como Chris bien sabía, era cruzar el río a nado. Era una noche fría, y Chris no tenía el menor deseo de mojarse. Señaló la barca y asintió con la cabeza.

Kate asintió también.

Subieron a bordo, y Marek empezó a remar en silencio a través del Dordogne.

Sentada junto a Chris, Kate recordó su conversación con él mientras cruzaban el río unos días atrás. ¿Cuántos días habían pasado? Debían de ser sólo dos, pensó Kate. Aunque a ella se le antojaban semanas.

Escudriñó la orilla opuesta, atenta a cualquier movimiento. La barca era una forma oscura, flotando en un río oscuro, al pie de un monte oscuro, pero visible de todos modos si alguien miraba con atención.

Pero al parecer no había vigilancia. Llegaron a la orilla, y la barca se deslizó con un susurro sobre la hierba y varó suavemente. Saltaron a tierra. Vieron un estrecho camino que discurría junto al cauce. Marek se llevó un dedo a los labios y enfiló el camino, en dirección al humo.

Kate y Chris lo siguieron con cautela.

Al cabo de unos minutos, desvelaron el misterio. Había cuatro hogueras, situadas a intervalos a lo largo de la orilla. Las llamas quedaban ocultas tras piezas rotas de armadura colocadas sobre montículos de tierra, de modo que sólo se veía el humo.

Pero no había soldados.

—Un viejo truco —susurró Marek—. Las hogueras muestran al enemigo una posición falsa.

Kate no estaba tan segura de que fuera ésa la verdadera finalidad del «viejo truco». Quizá con aquello se pretendiera hacer creer que existían mayores efectivos militares de los que había realmente. Con Marek a la cabeza, dejaron atrás las hogueras abandonadas y siguieron adelante, hacia otras dispuestas igualmente junto a la orilla. Caminaban muy cerca del agua, oyendo el continuo gorgoteo. Cuando se aproximaban a la última hoguera, Marek, de pronto, se dio media vuelta y se echó a tierra. Kate y Chris se agacharon también, y oyeron entonces unas voces que entonaban una repetitiva cantinela; la letra decía algo así: «La cerveza hace al hombre dormir junto al fuego; la cerveza hace al hombre revolcarse en el cieno…».

El sonsonete continuaba interminablemente. Escuchando la letra, Kate pensó: Están corriéndose una juerga. Y en efecto, cuando levantó la cabeza para mirar, vio a media docena de hombres vestidos de verde y negro sentados junto al fuego, bebiendo y cantando a pleno pulmón. Quizá tenían órdenes de organizar el mayor alboroto posible para justificar el número de hogueras.

Marek les indicó que retrocedieran, y cuando se hallaron a una distancia prudencial, los guió hacia la izquierda, lejos del río. Abandonando la arboleda de la orilla, salieron a un terreno desboscado. Kate no tardó en darse cuenta de que eran los mismos campos por los que había pasado esa mañana. Y como prueba de ello, pronto vio a la izquierda unas cuantas luces débiles y amarillentas en las ventanas superiores del monasterio, que debían de mantener encendidas los monjes que trabajaban hasta entrada la noche. Y justo enfrente los contornos oscuros de las chozas de los campesinos.

Chris señaló el monasterio. ¿Por qué no iban hacia allí?

Marek formó una almohada con las manos: Todos duermen.

Chris se encogió de hombros: ¿Y?

Marek, recurriendo a la mímica, hizo como si acabara de despertarse, alarmado, sobresaltado. Por lo visto, quería decir que causarían una conmoción si se presentaban allí en plena noche.

Chris volvió a encogerse de hombros: ¿Y?

Marek movió un dedo en un gesto de negación: No es buena idea. Con los labios, sin pronunciar las palabras, articuló: Por la mañana.

Chris suspiró.

Marek dejó atrás las chozas y siguió andando hasta una casa quemada: cuatro paredes y los restos ennegrecidos de los maderos que habían sostenido la techumbre de paja y juncos. Los condujo al interior a través de una puerta salpicada de rojo. En la oscuridad, Kate apenas distinguió la mancha.

Dentro, entre la hierba alta que cubría el suelo, había fragmentos de loza esparcidos. Marek buscó entre la hierba y encontró dos vasijas de arcilla desportilladas. A Kate le pareció que eran orinales. Marek las colocó cuidadosamente en el alféizar chamuscado de una ventana.

—¿Dónde dormimos? —preguntó Kate.

Marek apuntó al suelo con el dedo.

—¿Por qué no entramos en el monasterio? —susurró ella, señalando el cielo abierto sobre ellos. Hacía frío. Tenía hambre. Necesitaba la sensación de bienestar de un espacio cerrado.

—Es arriesgado —musitó Marek—. Dormiremos aquí.

Se tendió en el suelo y cerró los ojos.

—¿Por qué es arriesgado? —preguntó Kate.

—Porque alguien tiene un auricular. Y sabe adónde vamos.

—Quería hablaros de… —empezó a decir Chris.

—Ahora no —lo interrumpió Marek sin abrir los ojos—. Duérmete.

Kate se tumbó, y Chris se echó a su lado. Ella, dándole la espalda, se apretó contra él. Sólo buscaba el calor. Hacía mucho frío.

Oyó un trueno a lo lejos.

En algún momento después de medianoche comenzó a llover. Kate notó las gruesas gotas en las mejillas y se levantó. Miró alrededor y vio un cobertizo bajo de madera adosado a la casa, parcialmente quemado pero aún en pie. Se refugió debajo, quedándose sentada, y se acurrucó de nuevo contra Chris cuando éste acudió a resguardarse también del aguacero.

Marek los siguió, se tendió cerca de ellos, y volvió a dormirse de inmediato. Kate vio que la lluvia le salpicaba la cara, pero él roncaba.

26.12.01

Media docena de globos aerostáticos se elevaban sobre las mesetas bajo el sol de la mañana. Eran casi las once. Uno de los globos tenía un dibujo en zigzag que a Stern le recordó a las pinturas de arena de los indios navajos.

—Lo siento mucho —dijo Gordon—, pero la respuesta es no. No puede viajar al pasado en el prototipo, David. Es demasiado peligroso.

—¿Por qué? Creía haber entendido que todo era seguro. Más seguro que viajar en coche. ¿Dónde está el peligro?

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