Rescate en el tiempo (40 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

—¿Qué más da? —respondió Marek—. Tú sigue hablando para que nos oigan los de afuera.

Se volvieron hacia Kate, pero ella había salido ya por la ventana.

No es más que una escalada libre en solitario, se dijo Kate, aferrada al muro de la torre a veinte metros de altura.

El viento le agitaba la ropa. Se sujetaba a las pequeñas prominencias de argamasa con las yemas de los dedos. A veces la argamasa se desmenuzaba y tenía que buscar precipitadamente un nuevo punto de sujeción. Pero aquí y allá encontraba grietas en la argamasa que le permitían introducir las puntas de los dedos.

Había escalado paredes más impracticables que aquélla. Muchos edificios de Yale ofrecían mayores dificultades, aunque allí siempre tenía talco para las manos, calzado adecuado y amarre de seguridad. En ese momento, por el contrario, la seguridad era nula.

Es poca distancia, pensó.

Había salido por la ventana del lado oeste, porque estaba a espaldas del guardia, porque daba al pueblo y por tanto había menos probabilidades de que la vieran desde el patio, y porque era la que tenía más cerca la siguiente ventana, situada al final del pasillo que circundaba la cámara.

Es poca distancia, se repitió. Tres metros como mucho. Despacio. No hay prisa. Una mano, luego apoyo para el pie, otra mano…

Ya casi he llegado, pensó.

Casi.

Por fin tocó el alféizar de la ventana. Bien agarrada con una mano, se elevó y miró hacia el pasillo con cautela.

Los guardias no estaban.

En el pasillo no había nadie.

Usando las dos manos, se encaramó al alféizar y entró. En el pasillo, se acercó a la puerta cerrada. Susurrando, dijo:

—Lo he conseguido.

—¿No hay guardias? —preguntó Marek, sorprendido.

—No. Pero tampoco está la llave.

Kate inspeccionó la puerta, gruesa y maciza.

—¿Y los goznes? —sugirió Marek.

—Sí, son exteriores. —Eran de hierro forjado. Supo de inmediato en qué estaba pensando Marek—. Veo los pasadores. —Si lograba desprender los pasadores de los goznes, sería fácil desquiciar la puerta—. Pero necesito un martillo o algo. Aquí no hay nada que me sirva.

—Búscalo —musitó Marek.

Kate se echó a correr hacia la escalera.

—De Kere —dijo lord Oliver cuando el caballero de la cicatriz entró en el gran salón—. El maestro aconseja que nos traslademos a La Roque.

De Kere asintió con expresión pensativa.

—Correríamos un grave riesgo, mi señor.

—¿Y cuál es el riesgo de quedarnos aquí? —preguntó Oliver.

—Si el consejo del maestro es bueno y válido, sin segundas intenciones, ¿por qué sus ayudantes han ocultado su identidad al presentarse en esta corte? Ese encubrimiento delata poca rectitud, mi señor. Os recomendaría que exigierais explicaciones por esa conducta antes de depositar vuestra confianza en este nuevo maestro y sus consejos.

—Oigamos, pues, esas explicaciones —declaró Oliver—. Traed ahora mismo a los ayudantes, y los interrogaremos acerca de lo que os interesa saber.

—Mi señor —dijo De Kere, y con una reverencia, abandonó el salón.

Kate bajó por la escalera, salió de la torre y se confundió entre la multitud del patio. Suponía que podía valerle un juego de herramientas de carpintero, un martillo de herrero, o quizá incluso alguno de los utensilios que empleaban los herradores. A la izquierda, vio a los mozos de cuadra y los caballos y se encaminó hacia allí. En medio de aquel alegre bullicio, nadie se fijaba en ella. Se aproximó sin percance alguno a la muralla oriental, y pensaba ya en cómo distraer a los mozos de cuadra cuando advirtió que frente a ella se había detenido un caballero y la observaba.

Era Robert de Kere.

Sus miradas se cruzaron por un instante, y acto seguido Kate se dio media vuelta y rompió a correr. A sus espaldas, oyó pedir ayuda a De Kere y responder a gritos a los soldados que se hallaban alrededor. Se abrió paso a empujones entre la muchedumbre, que de pronto se había convertido en un obstáculo. Numerosas manos se extendían hacia ella y le tiraban de la ropa. Fue como una pesadilla. Para huir de la multitud, cruzó la puerta más cercana y la cerró.

Descubrió que estaba en la cocina.

Allí el calor era sofocante y había aún más gente que en el patio. En el enorme hogar pendían sobre el fuego varios calderos de hierro de gran tamaño. Una docena de capones giraba en una hilera de asadores, cuya manivela manejaba un niño. Kate se detuvo, indecisa, y entonces apareció De Kere en la puerta y, gruñendo, blandió su espada.

Kate se agachó y escapó entre las mesas cubiertas de comida a medio preparar. De Kere golpeó con la espada, y varias fuentes volaron por el aire. Gateando, Kate se escabulló por debajo de las mesas. Los cocineros prorrumpieron en alaridos de inquietud. Kate vio una descomunal maqueta del castillo, confeccionada con alguna clase de masa de repostería, y se dirigió hacia allí. De Kere le pisaba los talones.

—¡
Non
, sir Robert,
non
! —gritaban a coro los cocineros desde todas direcciones, y algunos de ellos, alarmados, corrieron hacia él para detenerlo.

De Kere descargó otro golpe. Kate lo esquivó, y la espada desmochó las almenas del castillo, levantando una nube de polvo blanco. Al verlo, los cocineros lanzaron un aullido colectivo de consternación y se abalanzaron sobre De Kere desde los cuatro costados, advirtiéndole a gritos que aquella pieza era la preferida de lord Oliver, que él mismo había dado ya su aprobación, y que no debía causar mayores daños. Robert de Kere rodó por el suelo, maldiciendo y tratando de sacudírselos de encima.

Aprovechando el tumulto, Kate salió nuevamente de la cocina a la luz de la tarde.

A la derecha vio la pared curva de la capilla, donde se llevaban a cabo obras de reforma. Había una escalera de mano apoyada contra la pared y un precario andamio en el tejado, donde en ese momento trabajaban unos techadores.

Kate deseaba a toda costa alejarse de la muchedumbre y los soldados. Sabía que en el lado opuesto de la capilla un estrecho pasaje conducía hasta la torre del homenaje. Si llegaba hasta allí, como mínimo eludiría a la multitud. Cuando corría hacia el pasaje, oyó a De Kere detrás de ella, dando instrucciones a los soldados. Por lo visto, había salido ya de la cocina. Apretó la marcha para cobrar ventaja. Al doblar la esquina de la capilla, miró atrás y vio a varios soldados rodear la capilla en dirección contraria con la intención de cortarle el paso en el otro extremo del pasaje.

Sir Robert bramó más órdenes a los soldados al llegar a la entrada del pasaje… y de repente se detuvo. Los soldados pararon en seco junto a él, cruzando murmullos de desconcierto.

Contemplaron boquiabiertos el pasaje de metro y medio de anchura entre la capilla y el castillo. Estaba desierto. En el extremo opuesto, frente a ellos, apareció otro grupo de soldados.

La mujer había desaparecido.

Kate se aferraba al muro exterior de la capilla a tres metros del suelo, oculta por el reborde ornamental de la ventana de la capilla y por el tupido follaje de la hiedra adherida a la piedra. Aun así, la habrían visto fácilmente si se hubieran aproximado y alzado la vista. Pero el pasaje estaba oscuro, y nadie entró. Kate oyó exclamar a De Kere:

—¡Id a por los otros ayudantes y ejecutadlos inmediatamente!

Los soldados vacilaron.

—Pero, sir Robert, sirven al maestro consejero de lord Oliver…

—Y el propio lord Oliver lo manda. ¡Matadlos!

Los soldados corrieron hacia la torre del homenaje.

De Kere profirió un juramento. Hablaba con el único soldado que permanecía junto a él, pero en voz tan baja que Kate no comprendía sus palabras, distorsionadas por la continua crepitación del auricular. En realidad, le sorprendía oírlos incluso tan débilmente. ¿Cómo era posible? Daba la impresión de que sir Robert estuviera demasiado lejos para oír sus susurros. Y sin embargo, aunque ininteligible, le llegaban con relativa claridad. Quizá la acústica del pasaje…

Mirando abajo, Kate vio que algunos soldados seguían allí, al parecer deambulando sin propósito. Eso significaba que no podía descender. Decidió trepar hasta el tejado y aguardar allí a que se calmara la situación. El sol bañaba aún el tejado de la capilla. Era un tejado simple a dos aguas, con pequeñas aberturas entre las tejas en los puntos que habían empezado a repararse. La vertiente era empinada. Kate se acurrucó sobre el canalón y dijo:

—André.

El auricular crepitó. Creyó oír la voz de Marek, pero el ruido de estática era intenso.

—André, van hacia allí para mataros.

No recibió respuesta, sólo una ráfaga de estática.

—¿André?

Nada.

Quizá los muros de alrededor causaban interferencias en la transmisión; probablemente la comunicación mejoraría en el vértice del tejado. Comenzó a ascender por la pronunciada pendiente, sorteando las zonas en reparación. En cada una de éstas, el techador había instalado una pequeña plataforma donde dejar la artesa de argamasa y una pila de tejas. Kate oyó unos trinos cercanos y se detuvo. Echó un vistazo a través de una de las aberturas del tejado y vio que en efecto un agujero traspasaba totalmente la cubierta de la capilla y…

Un crujido le hizo levantar la mirada. Un soldado asomó sobre el vértice del tejado y se quedó inmóvil, observándola.

Enseguida apareció un segundo soldado.

Así pues, a eso se debían los susurros de sir Robert de Kere: en realidad sí la había visto encaramada a la pared y había ordenado a sus hombres subir al tejado por la escalera de mano apoyada en el lado opuesto.

Kate miró abajo y vio más soldados en el pasaje, ahora con la vista fija en lo alto de la capilla.

El primer soldado se colocó a horcajadas sobre el caballete del tejado y empezó a descender por la vertiente hacia ella.

Kate tenía una única escapatoria. El orificio abierto por el techador era un cuadrado de unos treinta centímetros de lado. A través de él, veía la armadura de vigas del tejado y, unos tres metros más abajo, los arcos de piedra del techo de la capilla. Justo encima de los arcos había una especie de pasarela de madera.

Kate penetró por el orificio y se descolgó sobre el techo. Percibió el olor acre del polvo y los excrementos de los pájaros. Había nidos por todas partes, a lo largo de las vigas y en los rincones. Se agachó cuando varios gorriones, gorjeando, pasaron cerca de su cabeza. Y de pronto se vio envuelta por un remolino de pájaros estridentes y plumas sueltas. Anidaban allí centenares de pájaros, advirtió Kate, y los había alterado con su llegada. Por un momento tuvo que permanecer inmóvil, protegiéndose el rostro con los brazos. El ruido disminuyó.

Cuando Kate miró de nuevo alrededor, sólo unos cuantos pájaros volaban entre las vigas, Y los dos soldados se introducían por los orificios del tejado.

Sin pérdida de tiempo, se encaminó por la pasarela hacia una puerta lejana. Cuando se aproximaba, la puerta se abrió y entró un tercer soldado.

Tres contra una.

Kate retrocedió por la pasarela tendida sobre las bóvedas del techo. Pero los otros dos soldados avanzaban ya hacia ella, empuñando sus dagas. Kate no se hizo ilusiones en cuanto a sus propósitos.

Retrocedió.

Recordó que había estado suspendida bajo aquel mismo techo, examinando las numerosas reparaciones realizadas a lo largo de los siglos. Ahora se hallaba de pie sobre esa estructura. La pasarela era una prueba inequívoca de la debilidad de los arcos. Pero ¿serían demasiado endebles incluso para soportar su peso? Los soldados continuaban acercándose.

Kate apoyó el pie con cuidado en una de las bóvedas, tanteando. Luego descargó todo su peso.

La bóveda aguantó.

Los soldados iban en su busca, pero se movían despacio. De repente los pájaros se excitaron otra vez y, trinando ruidosamente, alzaron el vuelo y formaron una densa nube alrededor. Los soldados se cubrieron el rostro. Los gorriones volaban tan cerca que Kate notaba su aleteo en la cara. Volvió a retroceder, pisando la gruesa capa de excrementos acumulados.

Se encontraba ahora sobre una serie de bóvedas y concavidades con nervios de piedra más gruesos en el centro, donde confluían los arcos. Se dirigió hacia los nervios, porque sabía que poseían mayor resistencia estructural. Andando sobre ellos, se encaminó hacia el extremo opuesto de la capilla, donde veía una pequeña puerta. Probablemente daba al interior del templo, quizá a una escalera que descendía por detrás de un altar.

Para cortarle el paso, uno de los soldados, cuchillo en mano, corrió por la pasarela y se situó sobre el lomo de un arco.

Agachándose, Kate hizo amago de sortearlo, pero el soldado permaneció inmóvil. Un segundo soldado se colocó junto a él. El tercer soldado estaba detrás de Kate, también sobre las bóvedas.

Kate se desvió a la derecha, pero los dos hombres se dirigieron hacia ella. El tercero estrechaba el cerco por detrás.

Los dos hombres se hallaban sólo a unos metros de ella cuando oyó un sonoro crujido, como el estampido de un arma de fuego. Bajó la mirada y vio abrirse una grieta zigzagueante en la argamasa que unía las piedras. Los soldados recularon apresuradamente, pero la grieta se ensanchaba por momentos, bifurcándose como las ramas de un árbol. Los soldados contemplaron horrorizados cómo se propagaban las grietas bajo sus pies. Finalmente, el techo cedió bajo ellos, y se precipitaron al vacío con gritos de terror.

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