Rescate en el tiempo (55 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Se estremeció y estimuló a su montura. Algo más adelante, notó que la hierba había sido pisoteada recientemente…, por otro caballo que iba en la misma dirección que ella. Mientras examinaba el rastro, vio que los tallos de hierba se erguían lentamente, volviendo a su posición original.

Alguien había pasado por allí poco antes. Quizá sólo unos minutos antes. Con cautela, se dirigió hacia el fondo del claro.

La oscuridad la envolvió de nuevo en cuanto penetró en el bosque. El sendero estaba allí embarrado, y Kate vio claramente las huellas de unos cascos.

De vez en cuando, se detenía y escuchaba con atención. Pero no oyó nada. O el jinete se hallaba lejos, o era muy sigiloso. En una o dos ocasiones le pareció oír el sonido de un caballo, pero no estaba segura.

Probablemente era fruto de su imaginación.

Siguió avanzando hacia la ermita verde, hacia lo que en los mapas aparecía como
la chapelle verte morte
. La ermita de la muerte verde.

En la oscuridad del bosque, más adelante, entrevió una figura apoyada contra un árbol caído. Era un anciano arrugado, con una capucha en la cabeza y un hacha de leñador. Cuando pasó ante él, lo oyó decir con voz débil y ronca:

—Por caridad, señor, por caridad, dadme algo de comer, pues soy pobre y no tengo nada que llevarme a la boca.

En un primer momento, Kate pensó que no tenía nada que ofrecerle, pero de pronto recordó que el caballero le había entregado un pequeño hato, que colgaba del arzón trasero de la silla. Lo cogió y dentro encontró un mendrugo de pan y un trozo de cecina. No parecía muy apetitoso, sobre todo porque despedía ya un intenso olor a sudor de caballo. Tendió la comida al anciano.

Con manifiesta avidez, el anciano se acercó, alargó la mano huesuda hacia la comida, pero, en lugar de cogerla, agarró a Kate por la muñeca con sorprendente fuerza y tiró de ella para derribarla del caballo. El hombre soltó una carcajada de satisfacción, un sonido horrendo. En el forcejeo, se le deslizó hacia atrás la capucha, y Kate vio que era más joven de lo que había pensado. Otros tres hombres salieron de las sombras a ambos lados del sendero, y Kate comprendió que eran
godins
, los campesinos bandidos. Kate se mantenía en la silla, pero era evidente que no por mucho tiempo. Espoleó al caballo, pero estaba cansado y no respondió. El hombre de mayor edad continuaba tirándole del brazo a la vez que mascullaba:

—¡Muchacho estúpido! ¡Muchacho necio!

Sin saber qué hacer, pidió auxilio a pleno pulmón, y eso pareció sobresaltar a los bandidos, que se quedaron inmóviles por un instante y reanudaron luego el ataque. Pero de repente oyeron el galope de un caballo acercarse en dirección a ellos y un estentóreo grito de guerra, y los godins se miraron y decidieron dispersarse. Todos salvo el hombre arrugado, que se resistió a soltar a Kate y la amenazó con el hacha, que empuñaba con la otra mano.

Pero en ese momento una aparición, un caballero teñido de sangre al galope, irrumpió sendero abajo, su caballo resoplando y salpicando barro, y el propio caballero tan feroz y ensangrentado que el último hombre corrió a refugiarse en la oscuridad del bosque para salvar su vida.

Chris tiró de las riendas y dio una vuelta alrededor de Kate. Ella sintió un profundo alivio. Chris sonreía, visiblemente satisfecho de sí mismo.

—¿Estáis bien, señora?

—¿Eres

? —preguntó Kate con incredulidad.

Chris estaba literalmente bañado en sangre, ya seca, y cuando sonreía, la sangre se agrietaba en las comisuras de sus labios, revelando debajo la piel clara. Daba la impresión de que hubiera caído en una cuba de tinte rojo.

—Estoy perfectamente —dijo Chris—. Alguien ha herido a un caballo a mi lado, cortándole una arteria o algo así. He quedado empapado en un segundo. La sangre es caliente, ¿lo sabías?

Kate seguía contemplándolo atónita, asombrada de que alguien con semejante aspecto fuera capaz de bromear. A continuación, Chris cogió las riendas del caballo de Kate y la alejó rápidamente de allí.

—No conviene esperar a que se reagrupen —advirtió Chris—. ¿Nunca te dijo tu madre que no hablaras con desconocidos, especialmente cuando te los encuentras en el bosque?

—En realidad, pensaba que uno debía darles comida e intentar ayudarlos.

—Eso sólo es así en los cuentos de hadas —repuso Chris—. En el mundo real, si paras a ayudar a un pobre en el bosque, él y sus amigos te roban el caballo y te matan. Por eso nadie lo hace.

Chris aún sonreía, tranquilo y seguro de sí mismo, y Kate tuvo la sensación de que nunca antes se había dado cuenta de que era un hombre muy atractivo, de que poseía un verdadero encanto. Pero acababa de salvarle la vida, pensó Kate, y esa impresión tenía mucho que ver, naturalmente, con la gratitud.

—Por cierto, ¿qué hacías aquí? —preguntó.

Chris se echó a reír.

—Intentaba alcanzarte. Creía que ibas por delante de mí.

El sendero se bifurcaba. Aparentemente el camino principal seguía a la derecha, iniciando un suave descenso. Una vereda mucho más estrecha se desviaba a la izquierda, en terreno llano. Pero parecía mucho menos transitada.

—¿Qué opinas? —dijo Kate.

—Tomemos por el camino principal —contestó Chris, y encabezó la marcha.

Kate lo siguió de buen grado. El bosque era cada vez más exuberante, y unos helechos de dos metros de altura, como enormes orejas de elefante, impedían ver al frente. Kate oyó un lejano rumor de agua. El declive empezó a hacerse más pronunciado, y no se veía el suelo a causa de los helechos. Desmontaron y amarraron los caballos a un árbol para continuar a pie.

La pendiente era ya muy escarpada y el sendero se había convertido en un barrizal. Chris resbaló y comenzó a deslizarse por el barro, intentando agarrarse a ramas y arbustos para frenarse. Kate lo vio alejarse y desaparecer finalmente lanzando un grito.

Kate esperó por un momento.

—¿Chris?

No hubo respuesta.

Se tocó la oreja con un dedo para conectar el auricular.

—¿Chris?

Nada.

Kate, indecisa, no sabía si continuar adelante o volver atrás. Decidió seguir a Chris, pero con cautela después de ver lo resbaladizo que era el terreno y lo que le había ocurrido a él. Sin embargo, tras unos cuidadosos pasos, perdió el equilibrio y se deslizó vertiginosamente por el barro, golpeándose contra los troncos de los árboles.

La inclinación del terreno aumentaba por momentos. Kate cayó de espaldas en el barro y continuó deslizándose, tratando de parar con los pies el impacto contra los árboles. Las ramas le arañaban la cara, le cortaban las manos cuando intentaba agarrarse a ellas. Era incapaz de frenar el precipitado descenso.

Y la pendiente era cada vez más abrupta. Más adelante el bosque era menos espeso, y Kate veía ya la luz entre los troncos de los árboles, y oía el murmullo del agua. Se deslizaba por un sendero paralelo a un pequeño torrente. Los árboles crecían más dispersos, y Kate advirtió que el bosque terminaba bruscamente unos veinte metros más adelante. El ruido del agua cobraba intensidad.

Y de pronto comprendió por qué terminaba el bosque.

Era el borde de un precipicio.

Y más allá había una cascada. Justo enfrente.

Aterrorizada, Kate se volvió boca abajo, hundió los dedos en el barro, pero de nada le sirvió. Siguió deslizándose. No podía detenerse. Se volvió nuevamente de espaldas, bajando aún por aquel tobogán de barro, sin más opción que ver acercarse el precipicio, y de pronto salió disparada del bosque y voló por el aire, sin atreverse a mirar abajo.

Casi de inmediato, cayó entre un denso follaje, se aferró y consiguió sostenerse, meciéndose entre las hojas. Yacía de espaldas sobre las ramas de un árbol enorme, que crecía inclinado en la pared misma del precipicio. La cascada se hallaba justo debajo de ella. No era tan grande como había supuesto. Quizá tenía unos tres o cuatro metros de altura. Vertía sus aguas en una laguna, pero era imposible adivinar su profundidad.

Kate intentó retroceder de espaldas por las ramas del árbol, pero le resbalaban las manos a causa del barro. Sin poder evitarlo, notó que se deslizaba hacia un lado. Contorsionándose, quedó por fin colgada de una rama, aferrándose a ella con los brazos y las piernas, como un perezoso, y trató de desplazarse hacia el tronco. Al cabo de un metro y medio, comprendió que no lo conseguiría.

Cayó.

Se golpeó con otra rama, un metro más abajo. Quedó suspendida de ella por un momento, sujetándose con las manos embarradas y resbaladizas. Volvió a caer y se golpeó con otra rama inferior. Se encontraba ya muy cerca de la cascada, donde el torrente se curvaba sobre un reborde del precipicio. Allí, las ramas del árbol estaban mojadas debido al agua pulverizada que ascendía de la cascada. Observó la pequeña laguna arremolinada. No vio el fondo; desde allí, no podía calcular su profundidad.

Colgada precariamente de la rama, pensó: ¿Dónde demonios está Chris? Pero al cabo de unos segundos le resbalaron las manos y se precipitó al vacío.

El agua estaba helada y bullía impetuosamente en torno a ella. Girando, desorientada, intentó impulsarse hacia la superficie, y chocó contra las rocas del fondo. Finalmente, logró asomar la cabeza, justo debajo de la cascada, y el agua le golpeó con increíble fuerza. Volvió a sumergirse, nadó bajo la superficie y emergió de nuevo unos metros más adelante. Allí el agua estaba más quieta, pero igualmente fría.

Trepó a la orilla y se sentó en una roca. Vio que el remolino de agua le había limpiado por completo el barro del cuerpo y la ropa. Por alguna razón, se sintió renovada, y contenta de estar viva.

Mientras recobraba el aliento, miró alrededor.

Se hallaba en un valle estrecho, y la neblina de la cascada empañaba la luz del sol. La vegetación era exuberante. La hierba estaba mojada y las rocas cubiertas de musgo. Justo enfrente, un camino de piedra conducía a una pequeña ermita.

La ermita se veía húmeda, sus superficies revestidas de una especie de moho que veteaba las paredes y colgaba del borde del tejado. El moho era de un vivo color verde.

La ermita verde.

Vio también armaduras rotas amontonadas en desorden junto a la puerta de la ermita, viejos petos herrumbrosos y yelmos abollados, así como espadas y hachas tiradas alrededor de cualquier manera.

Kate buscó a Chris con la mirada, pero no lo vio. Era evidente que no había resbalado hasta el borde del precipicio. Probablemente había vuelto atrás y se dirigía hacia allí por el otro camino. Decidió esperarlo. Antes se había alegrado de verlo, y ahora lo echaba de menos. Pero no lo veía por ninguna parte. Y salvo por el ruido de la cascada, no se oía nada en aquel pequeño valle, ni siquiera el canto de los pájaros. Reinaba un silencio inquietante. Y sin embargo Kate no se sentía sola. Tenía la clara impresión de que había allí alguien más, una
presencia
en el valle.

De pronto oyó una especie de bramido procedente del interior de la ermita: un sonido gutural, feroz.

Se levantó y, con cautela, se dirigió por el camino de piedra hacia las armas. Cogió una espada y la empuñó con las dos manos, pese a que se sentía ridícula; la espada pesaba mucho, y Kate era consciente de que no tenía la fuerza ni la destreza necesarias para manejarla. Se encontraba ya cerca de la puerta de la ermita, y de dentro salía un intenso olor a putrefacción. Volvió a oír el bramido.

Y de repente apareció en el umbral un caballero con armadura. Era un hombre de gran estatura, más de dos metros, y tenía la armadura manchada de moho verde. Un pesado yelmo le cubría la cabeza, ocultándole por completo el rostro. Llevaba un hacha enorme, de doble filo, como la de un verdugo.

El hacha osciló en su mano cuando avanzó hacia Kate.

Kate retrocedió instintivamente, sin apartar la mirada del hacha. Su primer impulso fue echarse a correr, pero el caballero se movía con gran agilidad, y Kate sospechó que era capaz de alcanzarla. Además, no quería volverle la espalda. Pero tampoco podía atacarlo; parecía doblarle el tamaño. El caballero no hablaba. Kate oía sólo un gruñido dentro del yelmo, un sonido animal, propio de un demente. Debe de estar loco, pensó.

El caballero se acercaba rápidamente, obligándola a actuar. Haciendo acopio de fuerza, Kate arremetió con la espada, y él paró el golpe con el hacha. La espada vibró de tal modo que estuvo a punto de caérsele de las manos. Asestó otro golpe, esta vez bajo, apuntando a las piernas, pero él volvió a pararlo sin dificultad, y con un rápido giro del hacha, hizo volar de sus manos la espada, que fue a caer en la hierba detrás de él.

Kate se dio media vuelta y se echó a correr. Gruñendo, el caballero la persiguió y la agarró del pelo. A rastras, la llevó a un lado de la ermita. A Kate le ardía el cuero cabelludo. Más adelante, vio un bloque curvo de madera en la tierra, marcado con profundos cortes. Sabía qué era: un tajo de decapitación.

No tenía medio alguno de resistirse. El caballero la empujó, forzándola a poner el cuello en el tajo, y apoyó un pie sobre su espalda para mantenerla en posición. Kate agitaba inútilmente los brazos.

Vio deslizarse una sombra por la hierba cuando él alzó el hacha.

06.40.27

El teléfono sonó con insistencia. David Stern bostezó, encendió la lámpara de la mesilla y descolgó el auricular.

—Sí —dijo con la voz empañada.

—David, soy John Gordon. Mejor será que venga a la sala de tránsito.

Stern buscó a tientas las gafas, se las puso y miró el reloj. Eran las 6.20. Había dormido tres horas.

—Es necesario tomar una decisión —explicó Gordon—. Pasaré a recogerlo por la habitación dentro de cinco minutos.

—De acuerdo —respondió Stern, y colgó.

Se levantó de la cama y subió la persiana. El sol inundó la habitación, tan luminoso que lo obligó a cerrar los ojos. Se dirigió hacia el cuarto de baño para darse una ducha.

Ocupaba una de las tres habitaciones que la ITC había habilitado en el laboratorio para los investigadores que debían quedarse a trabajar de noche. Estaba equipada como la habitación de un hotel, incluidos los pequeños frascos de champú y crema hidratante junto al lavabo. Stern se afeitó y se vistió. Luego salió al pasillo. No vio a Gordon, pero oyó voces al fondo del pasillo y se dirigió hacia allí, mirando a través de las puertas de cristal de los sucesivos laboratorios. A esa hora, estaban todos vacíos.

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