Rescate en el tiempo (59 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

—Y yo creo —replicó Oliver— que sabéis muy bien dónde se encuentran. En este mismo momento trabajan los dos al servicio de Arnaut. Así es como ha llegado a su poder esa arcana piedra.

Marek escuchó aquella acusación con creciente alarma. Oliver nunca había aparentado una gran estabilidad mental. Ahora, ante la inminencia del ataque —e instigado sin duda por De Kere—, rayaba en la paranoia. Oliver parecía imprevisible… y peligroso.

—Mi señor… —empezó a decir Johnston.

—Y además me reafirmo en mis iniciales sospechas. Sois un títere de Arnaut, pues pasasteis tres días en Sainte-Mère, y el abad es el títere de Arnaut.

—Mi señor, si tuvierais a bien escucharme…

—¡No lo tengo a bien! Escuchadme vos. Estoy convencido de que actuáis contra mis intereses, de que vos, o vuestros ayudantes, conocen la entrada secreta a mi castillo, por más que lo neguéis, y de que planeáis escapar cuanto antes, quizá incluso esta noche, aprovechando la confusión provocada por el ataque de Arnaut.

Deliberadamente, Marek permaneció, inexpresivo. Eso era, en efecto, lo que planeaban si Kate llegaba a encontrar el pasadizo.

—¡Ajá! —exclamó Oliver, señalando a Marek—. ¿Lo veis? Aprieta los dientes. Sabe que lo que digo es verdad.

Marek se dispuso a contestar, pero Johnston le apoyó una mano en el brazo para contenerlo. Por su parte, el profesor no dijo nada, limitándose a negar con la cabeza.

—¿Qué? ¿Le impediréis admitir vuestra culpabilidad?

—No, mi señor, porque vuestras suposiciones son erróneas.

Oliver lo miró airado y comenzó a pasearse de nuevo.

—En tal caso, traedme las armas que os he encargado antes.

—Mi señor, aún no están listas.

—Ja! —Otro gesto de asentimiento en dirección a De Kere.

—Mi señor, triturar la pólvora requiere muchas horas.

—Si tantas horas son, llegará demasiado tarde.

—Mi señor, estará preparada a tiempo.

—¡Mentís, mentís, mentís! —Oliver se volvió, dio una patada al suelo y contempló las máquinas de asalto—. Mirad al llano. Fijaos cómo se aprestan. Y ahora contestad, maestro: ¿Dónde está?

Se produjo un breve silencio.

—¿Quién, mi señor?

—¡Arnaut! ¿Dónde está Arnaut? Sus tropas se concentran para el ataque. Él siempre las capitanea. Hoy, en cambio, no está ahí. ¿Dónde está?

—Mi señor, no puedo saberlo…

—Ahí está esa arpía de Eltham. Miradla: de pie junto a las máquinas. ¿La veis? Nos observa. ¡Esa condenada mujer!

Marek se volvió a mirar de inmediato. En efecto, Claire estaba entre los soldados, paseando al lado de sir Daniel. Sólo de verla, Marek notó que se le aceleraba el corazón, pero no se explicaba qué hacía tan cerca de las líneas de asedio. Escrutaba las murallas. Y de pronto se detuvo. Y Marek pensó, con una curiosa certidumbre, que lo había visto a él. Sintió el impulso casi irresistible de saludarla con la mano, pero naturalmente se contuvo. No hubiera sido muy aconsejable con Oliver resoplando y bufando junto a él. No obstante, pensó: Voy a echarla de menos cuando vuelva al presente.

—Lady Claire es una espía de Arnaut —afirmó Oliver—. Lo ha sido desde el principio. Fue ella quien dejó entrar en Castelgard a los hombres de Arnaut. Todo tramado sin duda con ese abad intrigante. Pero ¿dónde está el villano de Arnaut? ¿Dónde está ese cerdo? A la vista no, desde luego.

Siguió un incómodo silencio. Oliver esbozó una tétrica sonrisa.

—Mi señor —empezó a decir Johnston—, comprendo vuestra preocu…

—¡No comprendéis nada! —Dio otra patada al suelo y los miró con ira—. Los dos, venid conmigo.

El agua tenía la superficie negra y aceitosa, y el hedor que despedía era perceptible incluso desde arriba, a diez metros de altura. Se hallaban al borde de un pozo circular, situado en lo más hondo del castillo. Alrededor, a la débil luz de antorchas parpadeantes, las paredes se veían oscuras y húmedas.

A una señal de Oliver, un soldado empezó a hacer girar la manivela de un cabrestante. Chirriando, una gruesa cadena ascendió desde las profundidades del pozo.

—A esto lo llaman el «baño de milady» —explicó Oliver—. Lo concibió François le Gros, que era aficionado a estas cosas. Según dicen, Henri de Renaud pasó aquí diez años antes de morir. Le echaban ratas vivas, que él mataba y se comía crudas. Durante diez años.

Se formaron ondas en el agua, y una pesada jaula de metal asomó a la superficie y, chorreando, se elevó en el aire. La inmundicia cubría los barrotes. El hedor era insoportable.

Viéndola ascender, Oliver dijo:

—En Castelgard os prometí, maestro, que si me engañabais, os mataría. Os bañaréis en el baño de milady. —Los miró fijamente con ojos desorbitados—. Confesad.

—Mi señor, no hay nada que confesar.

—En tal caso, no tenéis nada que temer. Pero oíd bien esto, maestro: si descubro que vos, o vuestros ayudantes, conocen la entrada a este castillo, os encerraré en este lugar, del cual no escaparéis mientras viváis, y os dejaré aquí, a oscuras, hasta que os muráis de hambre.

Sosteniendo una antorcha en el rincón, Robert de Kere se permitió una sonrisa.

02.22.13

La empinada escalera descendía en la oscuridad. Kate iba delante, sosteniendo la antorcha. Chris la seguía. Recorrieron un estrecho pasadizo, casi un túnel, que parecía excavado por medios artificiales, y salieron a una cámara mucho más amplia. Aquello era una cueva natural. A la izquierda, en lo alto, vieron un tenue resplandor de luz natural; debía de haber allí una entrada a la cueva.

El terreno bajaba en suave pendiente. Más adelante, Kate vio una charca de agua negra y oyó el murmullo de un arroyo. Se percibía un olor agridulce, como de orina. Kate saltó sobre las rocas hasta llegar a la charca. Una franja de arena se extendía junto al agua.

Y en la arena vio una huella.

Varias huellas.

—No son recientes —dijo Chris.

—¿Dónde está el camino? —preguntó ella, y las paredes de la cueva le devolvieron el eco.

Por fin vio el camino, a la izquierda: un saliente de roca rebajado artificialmente, de modo que quedaba en él una especie de hendidura que permitía rodear la charca.

Kate reanudó la marcha.

Las cuevas no le producían la menor inquietud. En Colorado y Nuevo México, había penetrado en varias con sus amigos alpinistas. Kate siguió el camino, viendo pisadas de vez en cuando, y marcas en la roca que podían deberse al roce de las armas.

—Esta cueva no puede ser tan larga si la han usado para llevar agua al castillo durante un sitio —comentó Kate.

—Pero nunca se ha utilizado para eso —corrigió Chris—. El castillo tiene otra fuente de abastecimiento de agua. Quizá por aquí entraban comida u otras provisiones.

—Aun así, ¿qué longitud puede tener?

—En el siglo
XIV
, un campesino podía caminar treinta kilómetros en un día como si tal cosa, y a veces más. Incluso los peregrinos recorrían quince o veinte kilómetros diariamente, y esos grupos incluían a mujeres y ancianos.

—Ah —dijo Kate.

—Este pasadizo podría tener quince kilómetros —prosiguió Chris—. Pero confío en que sean menos.

Una vez rebasado el saliente de roca, vieron un túnel que partía de la charca. Tenía un metro de anchura y metro y medio de altura. Pero en la charca había una barca de madera amarrada a la orilla. Una barca pequeña, como un bote de remos. Golpeaba suavemente contra las rocas.

Kate se volvió hacia Chris.

—¿Qué opinas? ¿A pie, o en barca?

—Cojamos la barca —respondió Chris.

Subieron a la barca. Estaba provista de remos. Kate sostuvo la antorcha y Chris remó, y avanzaron a una velocidad asombrosa porque los impulsaba la corriente. Se hallaban en un río subterráneo.

Kate estaba preocupada por el tiempo. Calculaba que les quedaban unas dos horas. Eso significaba que, en menos de dos horas, debían llegar al castillo, reunirse con el profesor y Marek, y encontrar un espacio abierto lo bastante amplio para llamar a la máquina.

Agradeció el impulso de la corriente, la velocidad con que se adentraban en la caverna. La antorcha siseaba y crepitaba. De pronto oyeron una especie de chacoloteo, semejante al ruido del papel agitado por el viento. El sonido aumentó de volumen. Oyeron unos chillidos, como de ratones.

Los sonidos procedían de las profundidades de la cueva.

Kate miró a Chris con expresión interrogante.

—Es casi de noche —dijo Chris.

Y entonces Kate empezó a verlos, primero sólo unos pocos, luego un enjambre, una riada marrón de murciélagos que volaban hacia la salida de la cueva. Notó moverse el aire con el batir de centenares de alas.

El tumulto de murciélagos se prolongó durante unos minutos, y luego volvió el silencio, salvo por el crepitar de la antorcha.

Continuaron deslizándose por el río oscuro.

La antorcha chisporroteó y comenzó a extinguirse. Kate se apresuró a encender una de las otras que Chris se había llevado de la ermita. Habían cogido cuatro, y ahora les quedaban tres. ¿Bastarían tres antorchas para alumbrarlos hasta el final del pasadizo? ¿Qué harían si se apagaba la última antorcha y les faltaba aún un trecho por recorrer, quizá kilómetros? ¿Avanzarían a rastras en la oscuridad, buscando a tientas el camino, quizá durante días? ¿Conseguirían alcanzar el otro extremo, o morirían allí?

—Déjalo ya —dijo Chris.

—Que deje ¿qué?

—Deja de pensar en eso.

—¿En qué?

Chris le sonrió.

—Por ahora todo va bien. Lo lograremos.

Kate no le preguntó por qué estaba tan seguro de eso. Aun así, sus palabras le proporcionaron consuelo, pese a que eran pura presunción.

El paso estrecho y sinuoso fue a dar a una enorme cavidad, una auténtica cueva, con enormes estalactitas, algunas de las cuales llegaban incluso hasta el agua. Allí donde miraban, el trémulo resplandor de la antorcha se desvanecía en la oscuridad. Sin embargo, Kate vio un camino a lo largo de la orilla. Al parecer, el camino discurría de principio a fin de la caverna.

El río se estrechó y aceleró, fluyendo entre las estalactitas. A Kate le recordó a un pantano de Luisiana, salvo que aquí todo era subterráneo. En cualquier caso, avanzaban deprisa, y empezó a sentirse más confiada. A ese ritmo, podían cubrir incluso quince kilómetros en cuestión de minutos. Quizá las dos horas fueran tiempo suficiente, después de todo.

El accidente se produjo de manera tan repentina que Kate apenas se dio cuenta de qué ocurría.

—¡Kate! —advirtió Chris.

Ella se volvió justo a tiempo de ver una estalactita junto a su oreja, y al instante le golpeó en la cabeza. Con la sacudida, la tela en llamas de la antorcha se desprendió del extremo, y en una especie de fantasmagórica cámara lenta, Kate la vio caer al agua, uniéndose a su propio reflejo. Chisporroteó, siseó y se apagó.

Se hallaban en la más absoluta oscuridad.

Kate ahogó un grito.

Nunca antes había estado en un lugar tan oscuro. No había el menor asomo de luz. Oía el goteo del agua, sentía la fría brisa y el enorme espacio que la rodeaba. La barca seguía moviéndose. Una y otra vez chocaban contra las estalactitas. Oyó un gruñido, la barca se balanceó bruscamente, y oyó un ruidoso chapoteo en la parte de la popa.

—¿Chris?

Trató de controlar el pánico.

—¿Chris? —repitió—. Chris, ¿qué hacemos ahora? Su voz resonó en la cueva.

01.33.00

Ya anochecía. En el cielo, el azul daba paso al negro y empezaban a verse las estrellas. Lord Oliver, dejando a un lado por el momento sus amenazas y fanfarronadas, se había ido con De Kere al gran salón para cenar. En el salón se oía un gran jolgorio: los caballeros de Oliver bebían antes de la batalla.

Marek regresó con Johnston al arsenal. Consultó el temporizador. Marcaba: 01.32.14. El profesor no le preguntó cuánto tiempo faltaba, y Marek prefirió no decírselo. Fue entonces cuando oyeron un sonoro zumbido. En el adarve, los soldados gritaron a la vez que una enorme masa ardiente trazaba un arco sobre la muralla y caía hacia ellos en el patio interior.

—Ya ha empezado —dijo el profesor con serenidad.

A veinte metros de ellos, la bola de fuego se estrelló contra el suelo. Marek vio que era un caballo muerto, las patas rígidas asomando entre las llamas. Percibió el olor de la carne y el pelo quemados. La grasa crepitaba y chisporroteaba.

—Dios santo —susurró Marek.

—Llevaba muerto mucho tiempo —observó Johnston, señalando las patas rígidas—. Les gusta lanzar animales muertos por encima de las murallas. Veremos cosas peores antes de que acabe la noche.

Un grupo de soldados con calderos de agua corrió a apagar el fuego. Johnston volvió al arsenal. Los cincuenta hombres seguían allí, machacando la pólvora. Uno de ellos mezclaba resina y cal viva en un recipiente grande y ancho, produciendo una considerable cantidad de la viscosa sustancia marrón.

Marek los observó trabajar, y oyó otro zumbido en el exterior.

Algo pesado aterrizó sobre el tejado del arsenal; las velas temblaron en las ventanas. Oyó las voces de los hombres mientras subían apresuradamente al tejado.

El profesor dejó escapar un suspiro.

—Han dado en el blanco al segundo intento —comentó—. Esto era precisamente lo que temía.

—¿Qué?

—Arnaut sabe que hay un arsenal en la fortaleza, y sabe aproximadamente dónde se encuentra; se ve si uno sube a lo alto del monte. Arnaut sabe que esta sala estará llena de pólvora. Sabe que si consigue atinar con un proyectil incendiario, causará daños considerables.

—Explotará —dijo Marek, mirando las bolsas de pólvora apiladas alrededor. Aunque, por lo general, la pólvora medieval no explotaba, ya habían demostrado que la pólvora de Oliver hacía detonar un cañón.

—Sí, explotará —confirmó Johnston—. Y morirá mucha gente dentro del castillo; provocará momentos de confusión, y se producirá un gran incendio en el centro del patio. Eso significa que los hombres tendrán que abandonar las murallas para combatir el fuego. Y si se retira a los hombres de las murallas durante un asalto…

—Los soldados de Arnaut escalarán.

—Inmediatamente, sí.

—Pero ¿podrá Arnaut alcanzar esta sala con un proyectil incendiario? Los muros del edificio deben de tener un espesor de más de medio metro.

—No tirará a las paredes; intentará traspasar el techo.

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