Rescate en el tiempo (62 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Kate lo observó acercarse y retrocedió. Estaba dejándole espacio suficiente para que rodeara la viga vertical. Trató de aparentar pánico —no le fue muy difícil—, y se encogió, la daga temblando en su mano.

La clave está en elegir el momento oportuno, se dijo.

Sir Guy se detuvo ante la viga vertical, lanzando a Kate una mirada escrutadora. Finalmente se agachó y comenzó a pasar bajo la riostra. Se sujetó a la viga con la mano, quedando la espada momentáneamente entre su palma y la madera.

Kate se abalanzó hacia él y le hundió la daga en la mano, dejándosela clavada a la madera. A continuación, se colocó en el lado opuesto de la viga vertical y, a patadas, le desplazó los pies hasta sacárselos de la viga central. Guy, sin apoyo, quedó suspendido en el aire de la mano clavada a la viga. Apretó los dientes, pero no emitió sonido alguno.

Agarrando aún la espada, trató de encontrar apoyo nuevamente en la viga central. Pero para entonces Kate había vuelto ya a su posición original, al otro lado de la viga vertical. Sus miradas se cruzaron.

Guy adivinó las intenciones de Kate.

—Púdrete en el infierno —gruñó.

—Tú primero.

Kate retiró la daga, y Guy cayó en silencio hacia el suelo. A medio descenso, tropezó con el asta de un estandarte, y su cuerpo quedó prendido en la punta de hierro, sosteniéndose allí por un momento. Al cabo de unos segundos, el asta se partió, y Guy se precipitó sobre una mesa en medio de una lluvia de loza rota. Los invitados se apartaron de un salto. Guy yació inmóvil entre los fragmentos de loza.

Oliver señalaba a Kate y gritaba:

—¡Matadle! ¡Matadle!

En el salón, otros repitieron su orden, y los arqueros corrieron a por sus armas.

Oliver no esperó; furioso, abandonó el salón, acompañado por varios soldados.

Kate oía gritar a coro a las damas, los niños, todos:

—¡Matadle! ¡Matadle!

Se echó a correr por la viga central hacia el extremo opuesto del gran salón. Las flechas zumbaron cerca de ella, se clavaron en la madera. Pero llegaban demasiado tarde. Kate vio una segunda puerta en aquella pared, idéntica a la primera. La embistió con fuerza, y se abrió.

Accedió a un espacio oscuro y muy reducido. Se golpeó la cabeza contra el techo y cayó en la cuenta de que se hallaba en la fachada norte del gran salón, que no lindaba con los muros del castillo. Por lo tanto…

Empujó el techo hacia arriba. Una sección cedió de inmediato. Se encaramó al tejado y desde allí trepó fácilmente a la muralla interior de la fortaleza.

Desde ese punto, vio que el asalto había comenzado. Cerradas descargas de flechas trazaban un suave arco y caían en el patio. Los arqueros apostados en las almenas disparaban a su vez. Los cañones dispuestos en el adarve eran cargados con flechas metálicas, y detrás de ellos De Kere iba de un lado a otro dando instrucciones. De Kere no la veía.

Kate se volvió, conectó el auricular y dijo:

—¿Chris?

De Kere giró sobre sus talones y se llevó la mano al oído. Repentinamente empezó a buscar en todas direcciones, recorriendo el adarve con la mirada y escudriñando el patio.

Era De Kere, pensó Kate.

Y en ese momento De Kere la vio. La reconoció de inmediato.

Kate echó a correr.

—¿Kate? Estoy aquí abajo —respondió Chris.

En el patio llovían flechas incendiarias. Chris le hizo señas con las manos, pero dudó de que ella lo viera en la oscuridad.

—Es… —dijo Kate.

Pero la estática le impidió oír el resto. En ese momento Chris desvió la mirada para observar a Oliver y cuatro soldados, que cruzaron el patio y entraron en el edificio cuadrado donde Chris suponía que estaba el arsenal.

Chris se disponía a seguirlos cuando una bola en llamas cayó a sus pies, rebotó y rodó hasta detenerse. A través del fuego, vio que era una cabeza humana, con los ojos abiertos y los labios contraídos. La carne ardía, la grasa crepitaba. Un soldado, al pasar, le dio un puntapié como si se tratara de una pelota de fútbol.

Una de las innumerables flechas le rozó el hombro, dejándole una estela de llamas en la manga. Percibió el olor de la brea y notó el calor en el brazo y la cara. Chris se revolcó por tierra, pero no consiguió apagar el fuego. Se puso en pie y, usando la daga, cortó la manga del jubón. Le ardían aún pequeñas llamas en el dorso de la mano, salpicado por diminutas gotas de brea. La frotó en el polvo del patio.

Por fin consiguió sofocarlas.

Aún agachado, dijo:

—¿André? Voy hacia allí.

Pero no recibió respuesta.

Alarmado, se irguió de un salto, justo a tiempo de ver a Oliver salir del arsenal, seguido del profesor y Marek, y dirigirse hacia una puerta maciza en el muro del castillo. Los soldados los obligaban a andar a punta de espada. A Chris aquello le dio mala espina. Tuvo el inquietante presentimiento de que Oliver iba a matarlos.

—Kate.

—Sí, Chris.

—Los veo.

—¿Dónde?

—En el patio, camino de aquella puerta de la esquina.

Chris empezó a seguirlos, pero se dio cuenta de que necesitaba un arma. A unos pasos de él, una flecha en llamas traspasó la espalda de un soldado, que cayó de bruces a tierra. Chris se agachó, cogió la espada del hombre y continuó adelante.

—Chris.

Una voz de hombre, por el auricular. Una voz desconocida. Chris miró alrededor, pero vio sólo soldados que corrían de un lado a otro y flechas incendiarias que silbaban en el aire.

—Chris —susurró la voz—. Por aquí.

Entre las llamas, vio una figura oscura e inmóvil como una estatua que lo observaba desde el otro extremo del patio. Aquella figura permanecía ajena a la lucha que tenía lugar alrededor. Miraba fijamente a Chris. Era Robert de Kere.

—Chris, ¿sabes lo que quiero? —preguntó De Kere.

Chris no contestó. Nervioso, alzó la espada, notando su peso. De Kere siguió observándolo. Chasqueó con la lengua y dijo:

—¿Vas a pelear conmigo, Chris?

Y entonces De Kere se encaminó hacia él.

Chris respiró hondo, dudando entre quedarse y echarse a correr. Y de pronto una puerta de la parte posterior del gran salón se abrió bruscamente y salió un caballero con armadura completa, excepto el yelmo, bramando:

—¡Por Dios y por Arnaut el Arcipreste!

Chris lo reconoció: era el apuesto caballero, Raimondo. Docenas de soldados con los colores verde y negro irrumpían en el patio, entablando combate con los hombres de Oliver.

De Kere avanzaba hacia Chris, pero en ese instante se detuvo, quedándose indeciso ante ese nuevo giro en los acontecimientos. De repente Arnaut agarró a Chris por la garganta, alzando a la vez la espada. Arnaut lo atrajo hacia sí y, a voz en grito, preguntó:

—¿Oliver? ¿Dónde está Oliver?

Chris señaló hacia la puerta de la esquina.

—¡Guiadme!

Acompañado de Arnaut, Chris atravesó el patio, cruzó la puerta, y descendió por una escalera de caracol que conducía a una serie de cámaras subterráneas. Eran espaciosas y lóbregas, de techos abovedados.

Arnaut, jadeante, rojo de ira, lo obligó a seguir de un empujón. Entraron en la segunda cámara, vacía como la primera. Pero ahora Chris oía voces más adelante, y una de ellas parecía la del profesor.

00.36.02

En los monitores de la sala de control, el campo ondulante generado por el ordenador había empezado a reflejar pronunciados picos. Mordiéndose el labio, Kramer observó crecer los picos en altura y anchura. Tamborileó con los dedos en la mesa. Finalmente dijo:

—De acuerdo. Llenad al menos los tanques. Veamos cómo se comportan.

—Bien —respondió Gordon con manifiesto alivio. Cogió su radio y empezó a transmitir órdenes a los técnicos de la sala de tránsito.

En las enormes pantallas, Stern vio cómo arrastraban pesadas mangueras hacia el primero de los contenedores vacíos. Los hombres, subidos a escalerillas, acoplaron las bocas de las mangueras.

—Creo que esto es lo mejor —comentó Gordon—. Al menos…

Stern se puso en pie de un brinco.

—No —dijo—. Retire la orden.

—¿Cómo?

—No llenen los contenedores.

Kramer lo miró con asombro.

—¿Por qué? ¿Qué…?

—No lo hagan —insistió Stern, hablando a gritos en la pequeña sala de control. En la pantalla, los técnicos sostenían las mangueras sobre los orificios de llenado—. ¡Dígales que se detengan! ¡Que no echen ni una sola gota de agua en los blindajes!

Gordon anuló la orden por la radio. Los técnicos alzaron la vista, sorprendidos, pero interrumpieron su trabajo y dejaron las mangueras en el suelo.

—David —dijo Gordon con delicadeza—. Creo que debemos…

—No —atajó Stern—. No llenaremos los contenedores.

—¿Por qué no?

—Porque el agua no permitiría aplicar el adhesivo.

—¿Qué adhesivo?

—Sí —respondió Stern—. Sé cómo reforzar los contenedores.

—¿Ah, sí? —preguntó Kramer—. ¿Cómo? Gordon se volvió hacia los técnicos. —¿Cuánto tiempo nos queda?

—Treinta y cinco minutos. Miró de nuevo a Stern. —Sólo disponemos de treinta y cinco minutos, David. No hay tiempo para nada.

—Sí, lo hay —contestó Stern—. Tenemos aún tiempo suficiente. Si nos damos prisa…

00.33.09

Kate entró en el patio central de La Roque y se dirigió hacia el lugar donde había visto a Chris por última vez. Pero Chris ya no estaba allí.

—¿Chris?

No oyó respuesta alguna por el auricular.

Y Chris tiene la oblea de cerámica, pensó.

El patio estaba sembrado de cuerpos en llamas. Kate corrió de uno a otro para ver si Chris era alguno de ellos.

Vio a Raimondo, que la saludó con una parca inclinación de cabeza y un gesto de la mano… y luego se estremeció. Por un momento, Kate pensó que se debía a las ondas de calor que emitía el fuego, pero entonces vio volverse a Raimondo, sangrando por el costado. Había un hombre detrás de él, que con sucesivos golpes hirió a Raimondo en el brazo, el hombro, el torso y la pierna. Cada incisión penetraba lo suficiente en la carne para herir de gravedad, pero no para matar. Raimondo se tambaleó, sangrando profusamente. El hombre avanzó hacia él, aún asestando golpes de espada. Raimondo cayó de rodillas. El hombre se plantó ante él, cortando una y otra vez. Raimondo se desplomó de espaldas, y el hombre le cruzó la cara en diagonal una y otra vez con el filo de la espada. Las llamas ocultaban el rostro del atacante, pero a cada golpe Kate lo oía decir:

—Bastardo, bastardo, bastardo.

Advirtió que hablaba en inglés, y entonces supo quién era.

El atacante era De Kere.

Chris y Arnaut continuaron adentrándose en las mazmorras. Más adelante, oían el eco de unas voces. Arnaut avanzaba con mayor cautela, permaneciendo cerca de las paredes. Finalmente vieron el interior de la siguiente cámara, dominada por un gran pozo excavado en la tierra. Sobre el pozo, una pesada jaula metálica pendía de una cadena. El profesor se hallaba dentro de la jaula, su rostro inexpresivo mientras la jaula descendía a medida que dos soldados hacían girar la manivela de un cabrestante. Marek estaba maniatado, contra la pared del fondo, y cerca de él había otros dos soldados.

Lord Oliver, de pie al borde del pozo, sonreía mientras la jaula bajaba. Bebió de una copa de oro y se enjugó la barbilla.

—Maestro, os hice una promesa, y la cumpliré —dijo. Dirigiéndose a los dos soldados que manejaban el cabrestante, ordenó—: Más despacio, más despacio.

Observando a Oliver, Arnaut gruñó como un perro rabioso. Se volvió hacia Chris y susurró:

—Yo me ocuparé de Oliver; los otros os los dejo a vos.

¿Los otros?, pensó Chris. Había cuatro soldados en la cámara. Pero no tuvo ocasión de protestar, ya que Arnaut, lanzando un grito de furia, corría ya hacia Oliver.

Lord Oliver se dio media vuelta, aún con la copa en la mano. Con una mueca de desprecio, dijo:

—Así que se acerca el cerdo.

Tiró la copa y desenvainó la espada. En unos instantes se desencadenó el combate.

Chris corría hacia los soldados situados junto al cabrestante, sin saber qué hacer. Los soldados que custodiaban a Marek habían alzado sus espadas. Oliver y Arnaut luchaban con fiereza, maldiciéndose entre golpe y golpe.

Todo ocurría muy deprisa. Marek derribó a uno de los soldados y le clavó un cuchillo tan pequeño que Chris ni siquiera lo vio. El otro soldado se volvió hacia Marek, y éste le asestó un violento puntapié que lo lanzó contra los soldados del cabrestante, y los tres perdieron el equilibrio y cayeron.

Abandonado, el cabrestante empezó a girar a mayor velocidad. Chris vio desaparecer la jaula, y con ella al profesor, bajo el nivel del suelo, en el interior del pozo.

Para entonces, Chris había llegado hasta el primer soldado, ya de pie y de espaldas a él. El hombre hizo ademán de volverse, y Chris lo golpeó con la espada, hiriéndolo de gravedad. Asestó un segundo golpe, y el hombre se desplomó.

Ya sólo quedaban dos soldados. Marek, aún maniatado, retrocedía y esquivaba los golpes de uno de ellos. El otro soldado permanecía junto al cabrestante, con la espada desenvainada, preparado para luchar. Chris lo atacó, y el soldado paró fácilmente el golpe. Entonces Marek, retrocediendo en círculo, golpeó al soldado, que se volvió hacia él.

—¡Ahora! —gritó Marek, y Chris clavó la espada.

El soldado se vino abajo.

El cabrestante seguía girando. Chris agarró la manivela, pero tuvo que soltarla y saltar atrás para esquivar un golpe del cuarto soldado. La jaula continuó descendiendo. Chris reculó. Marek le tendió a Chris las muñecas atadas, pero Chris dudaba que fuera capaz de dar un corte tan preciso con la espada.

—¡Hazlo! —ordenó Marek.

Chris obedeció, y libró a Marek de sus ataduras. Al instante, el cuarto soldado se abalanzó hacia Chris. El soldado peleaba con la rabia de un hombre acorralado. Chris recibió una herida en el antebrazo mientras retrocedía. Advirtió que estaba en apuros, pero de pronto su atacante bajó la vista horrorizado, mirando la punta de una espada que sobresalía de su abdomen. El soldado se desplomó, y Chris vio que Marek empuñaba la espada.

Chris corrió hacia el cabrestante. Sujetó la manivela y consiguió detener el descenso. Mirando al pozo, vio que la jaula se había sumergido ya en el agua untuosa, y el profesor apenas asomaba la cabeza sobre la superficie.

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