Rescate en el tiempo (63 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Marek se acercó, y juntos empezaron a levantar la jaula.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Chris.

Marek consultó el temporizador.

—Veintiséis minutos.

Entretanto, Arnaut y Oliver seguían luchando, ahora en un rincón oscuro de las mazmorras. Chris veía las chispas que saltaban de sus espadas al chocar.

La jaula, chorreando, se elevó en el aire. El profesor sonrió a Chris.

—Sabía que llegarías a tiempo —comentó.

Chris notó resbaladizos los barrotes de la jaula cuando ésta se hallaba ya por encima de su cabeza y tiró de ella para apartarla del pozo. Después volvió hasta el cabrestante, y él y Marek la bajaron al suelo de la mazmorra. Chris se aproximó de nuevo a la jaula para abrirla, pero advirtió que estaba cerrada con llave. Tenía un candado del tamaño de su puño.

—¿Dónde está la llave? —preguntó Chris, mirando a Marek.

—No lo sé —respondió Marek—. A mí me tenían contra el suelo cuando lo han encerrado.

—¿Profesor?

Johnston negó con la cabeza.

—No lo sé. Tenía la mirada fija ahí abajo. —Señaló hacia el pozo.

Marek golpeó el candado con la espada. Saltaron chispas, pero el candado era sólido; el filo sólo consiguió rayarlo.

—Así no lo conseguirás —dijo Chris—. Necesitamos la condenada llave, André.

André se volvió y miró alrededor.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Chris otra vez.

—Veinticinco minutos.

Moviendo la cabeza en un gesto de desesperación, Chris se acercó a un soldado y comenzó a registrarlo.

00.21.52

En la sala de control, Stern observó a los técnicos mientras sumergían la membrana de goma en un cubo de adhesivo y luego, todavía goteando, la introducían en el orificio del contenedor de cristal. Después acoplaron al orificio una manguera de aire comprimido, y la membrana de goma empezó a dilatarse. Por un momento, pudo verse que era un globo sonda, pero luego continuó dilatándose, tornándose más fina y translúcida, adoptando la forma del blindaje hasta extenderse por todos los rincones del contenedor. Posteriormente, los técnicos taparon el contenedor, pusieron en marcha un cronómetro y aguardaron a que se endureciera el adhesivo.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Stern.

—Veintiún minutos. —Gordon señaló los globos—. Es una solución casera, pero eficaz.

—Hacía una hora que me rondaba por la cabeza —comentó Stern, moviendo la cabeza en un gesto de reproche a sí mismo.

—¿Qué le rondaba por la cabeza?

—Los reventones —explicó Stern—. Me preguntaba una y otra vez: ¿Qué nos proponemos evitar aquí? Y la respuesta es: los reventones. Igual que en un coche cuando revienta un neumático. No podía apartar de mi mente los reventones de los coches. Y me parecía extraño, porque hoy en día los reventones son poco frecuentes. Los coches de ahora rara vez tienen un reventón, porque los nuevos neumáticos van provistos de una membrana interna que es autoselladora. —Suspiró—. Me preguntaba por qué acudía a mi mente algo tan fuera de lugar, y de pronto he comprendido que ahí estaba la solución a nuestro problema: también aquí había un modo de crear una membrana de esas características.

—Esta membrana no es autoselladora —objetó Kramer.

—No —concedió Gordon—, pero aumenta el grosor del cristal y distribuye la tensión.

—Exacto —dijo Stern.

Los técnicos habían introducido ya los globos en todos los contenedores y los habían cerrado. Ahora aguardaban a que se endureciera el adhesivo. Gordon echó un vistazo a su reloj.

—Sólo habrá que esperar tres minutos más.

—¿Y cuánto se tarda en llenar cada contenedor?

—Seis minutos. Pero podemos llenar dos simultáneamente.

Kramer dejó escapar un suspiro.

—Faltan sólo dieciocho minutos. Vamos mal de tiempo.

—Lo conseguiremos —aseguró Gordon—. Siempre podemos bombear el agua más deprisa.

—¿No sometería eso a los contenedores a una tensión todavía mayor? —Sí. Pero podemos hacerlo si es necesario.

Kramer volvió a dirigir la mirada al monitor, donde los picos eran aún más nítidos.

—¿Por qué cambian las cabriolas de campo? —preguntó.

—No cambian —respondió Gordon sin mirar el monitor.

—Sí —dijo ella—. Están cambiando. Los picos disminuyen.

—¿Disminuyen?

Gordon se acercó a mirar. Mientras observaba el monitor, frunció el entrecejo. Había cuatro picos, luego tres, luego dos. Luego otra vez cuatro, por un breve instante.

—Recuerda que en realidad estás viendo una función de probabilidad —explicó Gordon—. Las amplitudes de campo reflejan la probabilidad de que el suceso se produzca.

—Háblame en cristiano.

Gordon fijó la mirada en el monitor.

—Debe de haberles surgido algún problema. Y sea lo que sea, ha modificado la probabilidad de que regresen.

00.15.02

Chris estaba bañado en sudor. Lanzó un gruñido por el esfuerzo de volver cara arriba el cuerpo inerte del soldado y reanudó la búsqueda. En su desesperación, pasó varios minutos registrando los uniformes de colores marrón y gris de los dos soldados muertos, para dar con la llave. Los sobrevestes eran largos, y debajo llevaban jubones guateados; en conjunto, mucha ropa. Aunque, por otra parte, la llave no era fácil de esconder. A juzgar por el candado, la llave tenía que medir bastantes centímetros, y por supuesto era de hierro.

Aun así, Chris no la encontró. Ni en el primer soldado, ni en el segundo. Jurando, se puso en pie.

En la mazmorra, al otro lado del pozo, Arnaut seguía peleando con Oliver; el ruido de sus espadas era incesante, un regular ritmo metálico. Marek, con una antorcha, recorría las paredes, escudriñando los rincones oscuros de la mazmorra. Pero, al parecer, no tenía mejor suerte que Chris.

Chris tenía la impresión de oír el tictac del reloj dentro de su cabeza. Miró alrededor, preguntándose dónde podía haber una llave oculta. Por desgracia, dedujo, podía estar casi en cualquier sitio: colgada de la pared, o metida en la base de un tedero. Se acercó al cabrestante y echó un vistazo en torno al mecanismo. Y allí la encontró: una llave grande de hierro, al pie del cabrestante.

—¡La tengo!

Marek alzó la vista y lanzó una ojeada al temporizador mientras Chris corría hasta la jaula para insertar la llave. La llave entró sin dificultad, pero no giró. En un primer momento, Chris pensó que el mecanismo estaba trabado, pero tras treinta angustiosos segundos de esfuerzo, se vio obligado a aceptar que aquélla no era la llave. Con un sentimiento de impotencia y rabia, arrojó la llave al suelo. Se volvió hacia el profesor, encerrado tras los barrotes.

—Lo siento —dijo Chris—. Lo siento mucho.

Como de costumbre, el profesor conservaba la calma.

—Chris, he estado intentando recordar los hechos tal como han ocurrido exactamente. —Ajá…

—Y creo que la tiene Oliver —añadió el profesor—. Ha cerrado él mismo, y creo que se ha guardado la llave.

—¿Oliver?

En el extremo opuesto de la cámara, Oliver continuaba luchando, aunque su inferioridad empezaba a ponerse de manifiesto. Arnaut era mejor espadachín, y Oliver estaba borracho y resollaba. Con una fría sonrisa, Arnaut lo obligaba a retroceder hacia el borde del pozo con golpes medidos. Allí, Oliver, jadeante y sudoroso, se apoyó en la barandilla, sin fuerzas para seguir.

Arnaut apoyó suavemente la punta de la espada en el cuello de Oliver.

—Clemencia —dijo Oliver con la respiración entrecortada—. Os ruego clemencia. —Pero era evidente que no la esperaba.

Arnaut aumentó lentamente la presión en su cuello. Oliver tosió.

—Mi señor Arnaut —dijo Marek, aproximándose—. Necesitamos la llave de la jaula.

—¿Cómo? ¿La llave? ¿De qué jaula?

Oliver sonrió.

—Yo sé dónde está.

Arnaut pinchó con la espada.

—Decidlo.

Oliver negó con la cabeza.

—Jamás.

—Si lo decís, os perdonaré la vida —ofreció Arnaut.

Al oírlo, Oliver le dirigió una mirada penetrante.

—¿Es eso cierto?

—Yo no soy un inglés falso y traicionero —declaró Arnaut—. Dadnos la llave, y como verdadero noble de Francia os juro que no os mataré.

Jadeando, Oliver miró fijamente a Arnaut por unos segundos. Al final, volvió a erguirse y dijo:

—Muy bien.

Tiró la espada, metió la mano entre sus ropas y sacó una pesada llave de hierro. Marek la cogió.

Oliver se volvió hacia Arnaut.

—Como veis, yo he cumplido mi parte. ¿Sois un hombre de palabra?

—En verdad no os mataré —respondió Arnaut. Se abalanzó rápidamente sobre Oliver y lo agarró por las rodillas—. Os bañaré.

Y lanzó a Oliver al pozo por encima de la barandilla. Oliver cayó ruidosamente en el agua negra, y salió a la superficie farfullando indignado. Maldiciendo, nadó hasta la pared del pozo para buscar sujeción en las piedras, pero le resbalaron las manos en las superficies cubiertas de cieno. No tenía dónde agarrarse. Levantó la vista para mirar a Arnaut y lanzó un juramento.

—¿Nadáis bien? —preguntó Arnaut.

—Muy bien, hijo de cerdo francés.

—Estupendo. En ese caso, vuestro baño será más largo. —Tras lo cual se apartó del pozo. Inclinando la cabeza ante Chris y Marek, dijo—: Estoy en deuda con vosotros. Que Dios os conceda clemencia en todos los días de vuestras vidas.

A continuación, se marchó apresuradamente para unirse a la batalla. Oyeron desvanecerse el sonido de sus pasos.

Marek desprendió el candado, y la puerta se abrió con un chirrido. El profesor abandonó la jaula.

—¿El tiempo? —preguntó.

—Once minutos —respondió Marek.

Salieron inmediatamente de las mazmorras. Marek cojeaba, pero avanzaba con rapidez. Detrás de ellos, oyeron chapotear a Oliver en el agua.

—¡Arnaut! —gritó Oliver, y su voz resonó en las oscuras paredes de piedra—. ¡Arnaut!

00.09.04

En las grandes pantallas de la sala de control, se veía a los técnicos llenar el blindaje de agua. Los contenedores resistían. Pero en la sala nadie prestaba atención al blindaje. Todos observaban en silencio el titilante campo generado por el ordenador. En los últimos diez minutos, los picos habían disminuido gradualmente, y en ese momento casi se habían desvanecido; cuando aparecían, no eran más que pequeñas ondas en la superficie.

Aun así, permanecieron atentos al monitor.

Por un instante, las ondas parecieron cobrar intensidad, firmeza.

—¿Eso significa algo? —preguntó Kramer, esperanzada.

Gordon negó con la cabeza.

—No lo creo. Diría que son sólo fluctuaciones aleatorias.

—Parecía que volvían a recibirse con más claridad —comentó Kramer.

Pero Stern vio que no era así. Gordon tenía razón; las alteraciones eran aleatorias. El monitor siguió mostrando ondas intermitentes e inestables.

—Sea cual sea el problema —dijo Gordon—, aún no lo han resuelto.

00.05.30

En el patio central de La Roque, a través de las llamas, Kate vio salir al profesor y los demás por una puerta del castillo. Corrió a reunirse con ellos. Parecían sanos y salvos. El profesor la saludó con la cabeza. Una sensación de urgencia los dominaba.

—¿Tienes la oblea de cerámica? —preguntó Kate a Chris.

—Sí —contestó él. La sacó del bolsillo y se dispuso a apretar el botón.

—Aquí no hay espacio suficiente.

—Sí hay espacio —dijo Chris.

—No. Se requieren dos metros a la redonda, ¿recuerdas?

Estaban rodeados por el fuego.

—En este patio no encontraremos sitio libre —advirtió Marek.

—Es cierto —confirmó el profesor—. Tenemos que salir al siguiente patio.

Kate miró al frente. La barbacana por la que se accedía al otro patio se hallaba a cuarenta metros de distancia. El rastrillo estaba levantado y aparentemente nadie montaba guardia en la puerta; los soldados debían de haberla abandonado para acudir a repeler a los intrusos.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

—Cinco minutos.

—Muy bien —dijo el profesor—. Movámonos.

Atravesaron el patio al trote, sorteando las llamas y los soldados enzarzados en el combate. El profesor y Kate iban delante. Marek, haciendo muecas de dolor por la herida de la pierna, los seguía, rezagado. Y Chris, preocupado por Marek, ocupaba la retaguardia. Kate llegó a la primera puerta. No había guardia. Cruzaron la puerta, pasando bajo las púas del rastrillo. Entraron al patio medio.

—¡Oh, no! —exclamó Kate.

Todos los soldados de Oliver estaban acuartelados en el patio medio, y parecía haber allí centenares de caballeros y pajes corriendo de un lado a otro, gritando a los hombres del adarve, acarreando armas y provisiones.

—Aquí no hay espacio —dijo el profesor—. Tendremos que atravesar la siguiente puerta y salir del castillo.

—¿Salir del castillo? —repitió Kate—. Ni siquiera conseguiremos cruzar este patio.

Renqueando, sin aliento, Marek llegó hasta ellos. Examinó el patio con la mirada y dijo:

—El cadalso.

—Sí —asintió el profesor. Señaló a la muralla—. El cadalso.

El cadalso era una estructura cerrada de madera colgada en el exterior de la muralla. Consistía en una plataforma cubierta y aspillerada que permitía a los soldados disparar a los atacantes cuando se acercaban al pie de la muralla.

—¿Dónde está Chris? —preguntó Marek de pronto.

Miraron hacia el patio central.

No lo veían por ninguna parte.

Chris seguía de cerca de Marek, pensando que quizá tendría que llevarlo a cuestas y preguntándose si sería capaz, cuando de repente alguien lo empujó e inmovilizó contra una pared. Detrás de él, una voz le dijo en perfecto inglés:

—Tú no, amigo. Tú te quedas aquí.

Y notó en la espalda la punta de una espada.

Al volverse, se encontró cara a cara ante Robert de Kere, que empuñaba su espada. De Kere lo agarró por el cuello del jubón y lo empujó contra otra pared. Alarmado, Chris advirtió que se hallaban a la entrada del arsenal. Con el patio en llamas, aquél no era el sitio idóneo para estar.

De Kere parecía indiferente a ello. Sonrió.

—En realidad, ninguno de vosotros va a ir a ninguna parte.

—Y eso ¿por qué? —preguntó Chris, sin apartar la vista de la espada.

—Porque tú tienes el marcador, amigo mío.

—No, yo no lo tengo.

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