Rescate en el tiempo (58 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Kate le apoyó la mano en el hombro y dijo:

—Mi héroe.

Chris apenas la oyó. Permaneció en silencio. Pero finalmente dejó de temblar y se puso en pie.

—Me alegro de verte —dijo Kate.

Chris asintió con la cabeza y sonrió.

—He venido por el camino más fácil.

Chris había conseguido frenar su descenso por el barro. Con grandes apuros, trepó pendiente arriba. Luego retrocedió hasta el cruce y bajó por el otro sendero, que lo llevó al pie de la cascada. Y allí encontró a Kate a punto de ser decapitada.

—El resto ya lo conoces —añadió Chris, apoyado en la espada. Miró al cielo. Ya oscurecía—. ¿Cuánto tiempo debe de quedarnos?

—No lo sé. Cuatro o cinco horas.

—Entonces vale más que nos pongamos en marcha.

El techo de la ermita verde se había hundido por varios sitios, y el interior se hallaba en ruinas. Había un pequeño altar, ventanas rotas con marcos góticos, charcos de agua estancada en el suelo. No era fácil ver que aquella ermita había sido en otro tiempo una joya, sus arcos y puertas decorados con elaboradas tallas de madera. Ahora el moho cubría las tallas, casi irreconocibles a causa de la erosión.

Una serpiente negra se escabulló entre las sombras cuando Chris descendió por una escalera de caracol a la cripta. Kate lo siguió más despacio. Allí la oscuridad era mayor, procediendo la única iluminación de las grietas del techo. Sonaba un continuo goteo. En el centro de la cripta vieron un único sarcófago intacto, labrado en piedra negra, y los fragmentos de otros varios. El sarcófago intacto mostraba en la tapa a un caballero con armadura completa. Kate echó un vistazo al rostro del caballero, pero sus facciones eran indistinguibles, erosionadas por el omnipresente moho.

—¿Cómo era la clave? —preguntó Chris—. ¿Algo sobre unos pies de gigante?

—Sí, tal número de pasos de los pies del gigante, o unos pies gigantes.

—Desde los pies del gigante —repitió Chris. Señaló el sarcófago, en el que los pies en relieve del caballero eran poco más de dos muñones redondeados—. ¿Se referirá a esos pies?

Kate frunció el entrecejo.

—No son precisamente gigantes.

—No…

—Probemos, de todos modos —propuso Kate. Se situó al pie del sarcófago, se volvió a la derecha y contó cinco pasos. Allí, se volvió a la izquierda y avanzó cuatro pasos. Se volvió de nuevo a la derecha y dio tres pasos hasta toparse con una pared.

—Parece que no —comentó Chris.

Empezaron a buscar metódicamente. Casi de inmediato, Kate hizo un hallazgo alentador: media docena de antorchas, apiladas en un rincón, en lugar seco. Eran antorchas muy rudimentarias, pero utilizables.

—El pasadizo tiene que estar por aquí, en alguna parte —dijo—. Tiene que estar.

Chris no respondió. Buscaron en silencio durante media hora, retirando el moho de las paredes y el suelo, examinando las tallas carcomidas, intentando localizar en ellas la representación de unos pies de gigante.

—Según el texto del pergamino, ¿los pies estaban
dentro
de la ermita, o
en
la ermita en un sentido más amplio?

—No lo sé —contestó Kate—. Me lo leyó André. Él tradujo el texto.

—Porque quizá deberíamos buscar fuera.

—Las antorchas estaban aquí dentro.

—Cierto.

Con creciente frustración, Chris miró alrededor.

—Si Marcelo tomó un punto de referencia para la clave —comentó Kate—, no debió de utilizar un ataúd o un sarcófago, porque éstos podían cambiarse de lugar fácilmente. Debió de utilizar algún elemento fijo. Algo en una pared.

—O en el suelo.

—Sí, o en el suelo —dijo Kate, que se hallaba junto a la pared del fondo, que tenía una pequeña hornacina. Había más en otras paredes, y al principio las tomó por altares, pero eran demasiado pequeñas, y al fijarse mejor, vio restos de cera en la base. Obviamente habían servido para contener velas. En la hornacina situada junto a ella, las superficies interiores estaban primorosamente labradas, advirtió Kate, siendo el motivo central unas alas de ave simétricas. Y el relieve se conservaba en perfecto estado, quizá porque el calor de las velas había impedido crecer el moho.

Simétricas, pensó.

Con súbito entusiasmo, se acercó a la siguiente hornacina. Allí el relieve representaba dos frondosas vides. Pasó a la otra: dos manos unidas en oración. Recorrió toda la cripta, mirando una hornacina tras otra.

En ninguna había unos pies.

Chris trazaba amplios arcos en el suelo con la puntera del zapato para desprender el moho. Entretanto, mascullaba:

—Unos pies grandes, unos pies grandes.

Kate miró a Chris y dijo:

—Francamente, debo de ser idiota.

—¿Por qué?

Kate señaló hacia la puerta, la puerta que habían cruzado a bajar por la escalera. La puerta en la que se adivinaban elaborados relieves, ahora erosionados por el moho.

Sin embargo, aún se distinguía el motivo original del relieve: A derecha e izquierda, se habían labrado una serie de prominencias: cinco en concreto, con la más grande en lo alto y la menor abajo. La prominencia mayor presentaba una especie de concavidad plana en su superficie, que no dejaba lugar a dudas sobre el sentido de la representación.

Cinco dedos de pie a cada lado de la puerta.

—¡Dios mío! —exclamó Chris—. Se refería a la puerta entera. Kate asintió con la cabeza.

—Pies gigantes.

—¿Por qué representarían una cosa así?

Kate se encogió de hombros.

—A veces usaban imágenes siniestras y demoníacas en las entradas y salidas, para simbolizar la huida o el destierro de los espíritus malignos.

Corrieron hasta la puerta, y Kate dio cinco pasos, luego cuatro y luego nueve. Al final del recorrido, se encontró ante una herrumbrosa argolla de hierro empotrada en la pared. Los dos se entusiasmaron con el hallazgo, pero cuando tiraron de la argolla, se desprendió y rompió en pedazos en sus manos.

—Debemos de haber cometido algún error.

—Cuenta otra vez los pasos.

Kate volvió a la puerta y probó con pasos más cortos. Derecha, izquierda, derecha. Quedó ante una sección distinta de la pared. Pero era una pared lisa, sin ningún rasgo distintivo. Suspiró.

—No lo entiendo, Chris —dijo—. Debemos de equivocarnos en algo. Pero no sé en qué. —Desanimada, alargó el brazo y apoyó la mano en la pared.

—Quizá los pasos sean aún demasiado largos —aventuró Chris.

—O demasiado pequeños.

Chris se acercó a ella.

—Vamos, ya se nos ocurrirá algo.

—¿Tú crees?

—Sí, seguro.

Se separaron de la pared para volver a empezar desde la puerta, y de pronto oyeron un ruido grave a sus espaldas. En el suelo, justo donde ellos estaban un momento antes, una gran piedra se había deslizado. Asomándose al hueco, vieron una escalera descendente. Oyeron un murmullo lejano de agua. Era una abertura negra y siniestra.

03.10.12

En la sala de control, sobre la plataforma de tránsito, Gordon y Stern mantenían la mirada fija en el monitor. La imagen mostraba cinco paneles, los contenedores de cristal dañados. Mientras observaban, pequeños puntos blancos aparecieron en los paneles.

—Esa es la posición de las marcas —dijo Gordon.

Cada punto iba acompañado de una serie de números, pero eran demasiado pequeños para leerlos.

—Esas cifras son el tamaño y la profundidad de cada incisión —explicó Gordon.

Stern guardaba silencio. La simulación siguió adelante. Los paneles empezaron a llenarse de agua, lo cual se representaba mediante una línea horizontal azul ascendente. En cada panel se veían dos grandes números superpuestos: el peso total del agua y la presión por centímetro cuadrado sobre la superficie de cristal, medida en la base de cada panel, donde la presión era más alta.

Pese a que la simulación era sumamente esquemática, Stern contuvo la respiración. El volumen de agua subía y subía.

En uno de los contenedores se registró una fuga: un punto rojo parpadeante.

—Una fuga —advirtió Gordon.

Otra fuga apareció en un segundo contenedor, y mientras el agua seguía ascendiendo, una línea en zigzag atravesó el panel, y éste se desvaneció en la pantalla.

—Se ha roto uno.

Stern movió la cabeza en un gesto de negación.

—¿Cuál es el grado de fiabilidad de esta simulación?

—Escaso.

En el monitor, se rompió otro contenedor. Los otros dos acabaron de llenarse sin incidencias.

—Según el ordenador, pues, tres de los cinco paneles no pueden llenarse.

—Si aceptamos el resultado —dijo Stern—. ¿Usted qué cree?

—Personalmente, dudo que sea correcto —respondió Gordon—. Los datos introducidos son poco exactos, y el ordenador aplica toda clase de supuestos de tensión que son bastante hipotéticos. Aun así, opino que será mejor llenar esos contenedores en el último momento.

—Es una pena que no haya ninguna manera de reforzarlos —comentó Stern.

Gordon alzó la vista de inmediato.

—¿Como cuál? —preguntó—. ¿Se le ocurre algo?

—No lo sé. Quizá podríamos rellenar las incisiones con plástico, o algún tipo de masilla. O si no, podríamos…

Gordon negaba con la cabeza.

—En cualquier caso, tendría que tratarse la pared íntegramente. Habría que cubrir toda la superficie de manera uniforme. Totalmente uniforme.

—No se me ocurre ninguna forma de hacerlo —admitió Stern.

—No, al menos en tres horas —convino Gordon—, y ése es el tiempo que nos queda.

Stern se sentó en una silla con expresión ceñuda. Por alguna razón, acudieron a su mente imágenes relacionadas con carreras de coches: Ferraris, Steve McQueen, Fórmula Uno, el hombre de Michelin con su cuerpo de neumáticos, el emblema amarillo de Shell, enormes ruedas de camiones bajo la lluvia, B. E Goodrich.

Ni siquiera me gustan los coches, se dijo. En New Haven tenía un viejo escarabajo Volkswagen. Era obvio que su mente intentaba eludir la desagradable realidad, un hecho que no deseaba afrontar.

El riesgo.

—¿Llenamos, pues, los paneles en el último momento y nos ponemos a rezar? —dijo Stern.

—Exactamente —respondió Gordon—. Eso es exactamente lo que haremos. Resulta un tanto inquietante, pero creo que funcionará.

—¿Y la alternativa? —preguntó Stern.

Gordon movió la cabeza en un gesto de negación.

—Impedir el regreso de la máquina. No dejar volver a sus amigos. Instalar paneles nuevos, paneles sin imperfecciones, y empezar otra vez desde el principio.

—¿Y eso cuánto tiempo llevaría?

—Dos semanas.

—No —contestó Stern—. Imposible. Debemos arriesgarnos.

—Estoy de acuerdo —convino Gordon—. Nos arriesgaremos.

02.55.14

Marek y Johnston subieron por la escalera de caracol. Arriba, se encontraron con De Kere, que exhibía un aire de fatua suficiencia. Volvían a hallarse en el ancho adarve de La Roque. Y allí estaba también Oliver, paseándose de un lado a otro, enrojecido e iracundo.

—¿Lo oléis? —preguntó a voz en grito señalando hacia la explanada, donde las huestes de Arnaut seguían concentrándose.

El sol ya declinaba, y Marek calculó que eran las seis de la tarde. Pero en la luz mortecina vieron que los hombres de Arnaut tenían ya una docena de trabuquetes montados y dispuestos en formación escalonada. Tras la experiencia con la primera flecha incendiaria, habían separado más las máquinas a fin de que si una se prendía, el fuego no se propagara a las demás.

Detrás de los trabuquetes, había una zona de reunión, con soldados acurrucados alrededor de fogatas. Y al fondo, centenares de tiendas dibujándose sobre el perfil oscuro del bosque.

Era el comienzo de un sitio, pensó Marek, y no había en la escena nada fuera de lo común. No imaginaba a qué se debía el nerviosismo de Oliver.

En el aire flotaba un peculiar olor a quemado, procedente de las hogueras. A Marek le recordó al aroma que solía asociarse con los techadores. Y con razón, puesto que era la misma sustancia.

—Sí, mi señor, lo huelo —respondió Johnston—. Es brea.

El semblante inexpresivo de Johnston revelaba que tampoco él conocía el motivo de la inquietud de Oliver. En las batallas de asedio, era una práctica corriente arrojar brea ardiendo por encima de las murallas del castillo.

—Sí, sí —dijo Oliver—, es brea. Claro que es brea. Pero hay algo más. ¿Lo percibís? Están mezclando algo con la brea.

Olfateando el aire, Marek pensó que casi con toda seguridad Oliver tenía razón. La brea pura, una vez prendida, tenía tendencia a apagarse con facilidad, y por eso se le añadían habitualmente otras sustancias —aceite, estopa o azufre— que mejoraban la combustión.

—Sí, mi señor —contestó Johnston—. Lo huelo.

—¿Y qué es? —preguntó Oliver con tono acusador.

—Ceraunia, creo.

—¿También conocida como «piedra de rayo»?

—Sí, mi señor.

—¿Y usamos también nosotros esa piedra de rayo?

—No, mi señor…

—Ah, esa impresión tenía —lo interrumpió Oliver, y dirigió un gesto de asentimiento a De Kere, como si eso confirmara sus sospechas.

Obviamente De Kere estaba detrás de todo aquello.

—Mi señor —dijo Johnston—, nosotros no necesitamos piedra de rayo. Tenemos una sustancia mejor. Usamos
sulfure
puro.

—Pero el
sulfure
no es lo mismo. —Otra mirada a De Kere.

—Mi señor, sí es lo mismo. La piedra de rayo es
pyrite kerdonienne
. Cuando se pasa por el mortero hasta dejarla muy fina, se convierte en
sulfure
.

Oliver resopló. Volvió a pasearse de un lado a otro, lanzando miradas coléricas.

—¿Y cómo ha llegado esa piedra de rayo a manos de Arnaut? —preguntó por fin.

—No sabría deciros, mi señor, pero la piedra de rayo es de sobra conocida entre los soldados. Incluso Plinio la mencionaba ya.

—Os evadís con vuestras tretas, maestro. Yo no hablo de Plinio; hablo de Arnaut. Ese hombre es una bestia ignorante. No sabe nada de la piedra de rayo, y no ha oído siquiera la palabra «ceraunia».

—Mi señor…

—A menos que alguien lo ayude —añadió Oliver con tono enigmático—. ¿Dónde están ahora vuestros ayudantes?

—¿Mis ayudantes?

—Vamos, vamos, maestro, dejaos ya de evasivas.

—Uno está aquí —respondió Johnston, señalando a Marek—. Según he sabido, el segundo ha muerto, y del tercero no tengo noticia.

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