Rescate en el tiempo (54 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

—¿Ése es Lincoln? ¡Dios santo, qué mala pinta! Parece un cadáver. Lleva el traje arrugado y las mangas le vienen cortas.

—Sí, señor Doniger, pero…

—¿Y ésa es su voz? ¿Esa voz de pito?

—Sí, señor Doniger, nadie había oído antes la voz de Lincoln, pero ésa es su verdadera…

—¿Están ustedes mal de la cabeza, joder?

—No, señor Doniger…

—Por Dios, esto no me sirve —atajó Doniger—. Nadie quiere oír hablar a Lincoln como a Betty Boop. ¿Qué más tienen?

—Aquí lo tenemos, señor Doniger. —Sin inmutarse, el hombre cambió la cinta y explicó: Para el segundo vídeo, partimos de otra premisa. Buscábamos una buena secuencia de acción, pero con la condición de que fuera también un acontecimiento que todo el mundo conociera. Y esto es el día de Navidad de 1778, en el río Delaware, donde…

—No veo una mierda —protestó Doniger.

—Sí, por desgracia la imagen es un poco oscura. Es una travesía nocturna. Pero pensamos que el paso de George Washington a través del Delaware sería…

—¿George Washington? ¿Dónde está George Washington?

—Justo ahí —respondió el hombre, señalando la pantalla.

—¿Dónde?

—Ahí.

—¿Es ese tipo acurrucado al fondo de la barca?

—Exacto, y…

—No, no, no —dijo Doniger—. Tiene que estar de pie en la proa, como un general.

—Ya sé que es así como se lo representa en los retratos, pero no ocurrió de esa manera. Aquí vemos al auténtico George Washington cuando cruzó…

—Da la impresión de que está mareado —comentó Doniger—. ¿Quieren que enseñe un vídeo de George Washington mareado?

—Pero ésa es la realidad.

—¡A la mierda la realidad! —prorrumpió Doniger, lanzando una de las cintas de vídeo a la otra punta del despacho—. ¿Ustedes qué problema tienen? Me trae sin cuidado la realidad. Quiero algo fascinante, con gancho, y ustedes me vienen con un cadáver andante y una rata ahogada.

—Bueno, podemos empezar desde el principio…

—Doy la charla mañana —replicó Doniger—. Entre otros, asistirán tres ejecutivos de vital importancia para nosotros. Y ya les he anunciado que verán algo muy especial. —Levantó las manos—. ¡Dios santo!

Kramer se aclaró la garganta.

—¿Y si usamos diapositivas? —sugirió.

—¿Diapositivas?

—Sí, Bob. Podrían separarse algunos fotogramas de esas cintas, y posiblemente el efecto sería mucho mejor.

—Ajá, sí, eso daría resultado —convino la experta en comunicación, asintiendo con la cabeza.

—Lincoln saldría igualmente con el traje arrugado —objetó Doniger.

—Podríamos eliminar las arrugas con tratamiento de imagen.

Doniger reflexionó por un instante.

—Quizá —dijo por fin.

—En cualquier caso, no conviene mostrarlos demasiado —puntualizó Kramer—. Cuanto menos se vean, mejor.

—De acuerdo —dijo Doniger—. Preparen las diapositivas y enséñenmelas dentro de una hora.

Los tres especialistas en comunicación salieron del despacho. Doniger se quedó a solas con Kramer. Se sentó tras su escritorio y echó una ojeada al texto de la presentación.

—¿Te suena mejor «La promesa del pasado» o «El futuro del pasado»?

—«La promesa del pasado» —respondió Kramer—. Sí, «La promesa», sin duda.

07.34.49

Acompañado por dos caballeros, Marek cabalgaba hacia la cabeza de la columna en medio del polvo que levantaban los carromatos. Aún no veía a Chris y Kate, pero él y su escolta avanzaban deprisa. No tardarían en alcanzarlos.

Echó un vistazo a los caballeros que lo flanqueaban: Raimondo a su izquierda, con armadura completa, erguido, con su media sonrisa fija en los labios; a su derecha, un curtido y canoso guerrero de aspecto rudo y capaz, también con armadura. Tan seguros estaban de tener bajo control a Marek, que ninguno de ellos le prestaba mucha atención. Sobre todo porque Marek llevaba las manos atadas, dejándole la cuerda una holgura de unos quince centímetros entre las muñecas.

Cabalgando junto a la columna, el polvo lo hacía toser de vez en cuando. Al final consiguió sacar la daga disimuladamente de debajo del jubón y mantenerla oculta bajo la palma de la mano con la que se sujetaba al arzón de la silla. Trató de colocar la daga de modo que, con el regular movimiento del caballo, el roce de la hoja desgastara gradualmente la cuerda. Pero eso era más fácil pensarlo que hacerlo. La hoja nunca permanecía por mucho tiempo en la posición correcta, y la cuerda seguía intacta. Marek lanzó una ojeada al temporizador, que marcaba 07.21.02. A las baterías de las máquinas les quedaban aún más de siete horas de carga.

Pronto dejaron atrás la orilla del río y comenzaron a ascender por el tortuoso camino que atravesaba el pueblo de La Roque. El pueblo estaba enclavado en la escarpada ladera sur, dominando el río, y las casas, de piedra en su mayoría, le conferían un aspecto uniforme y sombrío, especialmente en aquellos momentos, con todas las puertas y ventanas cerradas a cal y canto en previsión de la inminente batalla.

Avanzaban ya junto a los destacamentos de avanzada de las huestes de Arnaut, más caballeros con armadura completa, y cada uno con su correspondiente séquito. Hombres y caballos ascendían por las empinadas calles de guijarros, los animales resoplando, los carromatos de pertrechos resbalando una y otra vez. Los caballeros que encabezaban la marcha transmitían una sensación de urgencia; muchos de los carromatos transportaban piezas de máquinas de asalto desmontadas. Obviamente planeaban iniciar el asedio antes del anochecer.

No habían salido aún del pueblo cuando Marek avistó a Chris y Kate, cabalgando juntos sobre sendos caballos derrengados. Les llevaban una ventaja de alrededor de cien metros, y debido a las curvas del camino aparecían y desaparecían de vista de manera intermitente. Raimondo apoyó una mano en el brazo de Marek.

—No nos acercaremos más.

Algo más adelante, en medio de la nube de polvo, un estandarte flameó demasiado cerca de la cara de un caballo. El animal relinchó y se encabritó. Volcó un carromato cargado de balas de cañón, y éstas rodaron cuesta abajo. Aquél era el momento de confusión que Marek aguardaba, y actuó de inmediato. Espoleó al caballo, que se negó a moverse. Marek vio entonces que el caballero canoso lo sujetaba diestramente de las riendas.

—Amigo mío —dijo Raimondo con calma, situándose junto a él—, no me obliguéis a mataros. Al menos, todavía no. —Señaló con el mentón las manos de Marek—. Y guardad ese ridículo cuchillo, o acabaréis haciéndoos daño.

Marek notó que le ardían las mejillas. Pero obedeció, guardándose la daga bajo el jubón. Siguieron cabalgando en silencio.

Detrás de las casas de piedra sonó el reclamo de un ave, repetido dos veces. Raimondo volvió de inmediato la cabeza al oírlo, y lo mismo hizo su compañero. Por lo visto, no era un ave.

Los dos hombres aguzaron el oído, y al cabo de unos instantes oyeron un reclamo de respuesta más arriba. Raimondo apoyó la mano en la empuñadura de la espada.

—¿Qué es eso? —preguntó Marek.

—Nada que os importe.

Y no volvieron a despegar los labios.

Con el ajetreo, los soldados no les prestaban atención, principalmente porque las sillas de sus monturas exhibían los colores de Arnaut. Por fin, llegaron a lo alto del monte y salieron a un campo abierto, con el castillo a su derecha. A la izquierda se encontraba el bosque, no muy lejos, y al norte estaba la extensa explanada cubierta de hierba.

Rodeado de soldados de Arnaut, Marek ni siquiera había caído en la cuenta de que se hallaban a menos de cincuenta metros del foso y la barbacana exteriores del castillo. Chris y Kate mantenían aún una delantera de alrededor de cien metros.

El ataque se produjo con desconcertante rapidez. Cinco caballeros montados surgieron del bosque, blandiendo las espadas y lanzando gritos de guerra. Acometieron derechos hacia Marek y sus escoltas. Era una emboscada.

Con un aullido, Raimondo y el caballero canoso desenvainaron. Los caballos relincharon. Las hojas de las espadas se encontraron. El propio Arnaut galopó cuesta arriba para unirse a la refriega y empezó a pelear con fiereza. Marek quedó momentáneamente en segundo plano.

Mirando columna arriba, Marek vio que otro grupo había arremetido contra Kate y Chris, rodeándolos de inmediato. Entre los atacantes, Marek distinguió a sir Guy por su penacho negro. Marek espoleó su montura y galopó hacia allí a lo largo de la columna.

Vio que un caballero agarraba a Chris del jubón e intentaba derribarlo de su montura; otro tiraba de las riendas del caballo de Kate, que relinchaba y se revolvía. Un tercero arrebató a Chris las riendas, pero éste espoleó al caballo, que se encabritó; el caballero soltó las riendas, pero Chris, viéndose de pronto cubierto de sangre, lanzó un grito de pánico. Su caballo se desbocó y, relinchando, corrió hacia el bosque, con Chris caído de medio lado en la silla, sosteniéndose apenas. Al cabo de un instante, desapareció entre los árboles.

Kate trataba aún de recuperar el control de las riendas, que uno de los caballeros mantenía sujetas. Alrededor, el caos era absoluto. Los hombres de Arnaut vociferaban en torno al grupo y atacaban a los caballeros con sus lanzas. Uno logró herir al caballero que tenía las riendas de Kate, y éste las soltó por fin. Marek, pese a ir desarmado, cargó hacia allí y separó a Kate de su atacante.

—¡André! —exclamó Kate.

—¡Vete! ¡Vete! —dijo Marek. Luego gritó—: ¡Malegant!

Sir Guy se volvió hacia él.

Marek apartó de inmediato a su caballo de la refriega y galopó derecho hacia La Roque. Los otros caballeros revolvieron sus monturas para zafarse de los soldados de Arnaut y fueron en su persecución a campo abierto. Más abajo, Marek vio luchar a Raimondo y Arnaut entre una gran polvareda.

Kate picó a su caballo, dirigiéndolo hacia el bosque. Mirando atrás, vio a Marek cruzar el puente levadizo de La Roque y desaparecer en el interior del castillo. Los otros jinetes lo siguieron. A continuación, el pesado rastrillo bajó ruidosamente y el puente se alzó.

Marek había desaparecido. Chris había desaparecido. Alguno de ellos podía estar muerto, o los dos. Pero una cosa era evidente. Sólo ella seguía libre e ilesa.

Ahora todo estaba en sus manos.

07.24.33

Rodeada de soldados por todas partes, Kate pasó la siguiente media hora abriéndose paso a través de la columna de caballos y carromatos de pertrechos de Arnaut, camino del bosque situado al norte de la fortaleza. Los hombres de Arnaut levantaban un extenso campamento en los lindes del bosque, de cara a la amplia explanada que descendía en suave declive hasta el castillo.

Los hombres la llamaban para que los ayudara con una u otra tarea, pero ella se negaba con un gesto tan masculino como le era posible y seguía adelante. Finalmente llegó al bosque y lo bordeó hasta encontrar el estrecho sendero que conducía a la oscuridad y el aislamiento. Allí se detuvo por unos minutos para dar descanso a su montura, y recobrar la calma ella misma, antes de adentrarse en el bosque.

A sus espaldas, en la explanada, el cuerpo de ingenieros montaba rápidamente los trabuquetes. Estos ofrecían un aspecto tosco y poco manejable: hondas gigantes con un armazón central apuntalado con gruesos maderos y, sobre el armazón, la pala de disparo, que se bajaba mediante cuerdas y, al soltarse, subía velozmente por efecto de un contrapeso y arrojaba su carga por encima de las murallas del castillo. Cada artefacto debía de pesar más de doscientos kilos, pero los hombres los construían deprisa uno tras otro, trabajando con precisa y rápida coordinación. Viéndolos, Kate comprendió cómo era posible, en algunos casos, edificar una iglesia o un castillo en un par de años. Los trabajadores eran tan diestros y estaban tan abstraídos en su labor que apenas necesitaban instrucciones.

Kate volvió el caballo y se adentró en el espeso bosque al norte del castillo.

En el estrecho sendero, la oscuridad se hacía mayor a medida que Kate avanzaba. Le resultaba escalofriante estar allí sola. Oía los ululatos de los búhos y los lejanos reclamos de extrañas aves. Pasó junto a un árbol en cuyas ramas se posaba una docena de cuervos. Los contó, preguntándose si sería un augurio, y si lo era, qué debía presagiar.

Cabalgando despacio a través del bosque, Kate tenía la sensación de retroceder en el tiempo, de adoptar formas de pensamiento más primitivas. Los árboles se cernían sobre ella; la tierra era tan oscura como la noche. Tenía una sensación de confinamiento, de opresión.

Al cabo de veinte minutos, llegó a un claro de hierba alta bañado por el sol y experimentó un notable alivio. Vio un hueco entre los árboles, por donde seguía el sendero. Cuando atravesaba el claro, vio un castillo a su izquierda. No recordaba que en los planos topográficos constara la presencia de ninguna construcción de esas características, pero allí estaba. Era un castillo pequeño —prácticamente una casa solariega—, de paredes enjalbegadas que lo hacían brillar bajo el sol. Tenía cuatro torretas y un tejado de pizarra azul. A simple vista, parecía un lugar alegre, pero, observando con mayor detenimiento, observó que había barrotes en las ventanas, el techo se había hundido parcialmente, dejando un agujero irregular en la superficie de pizarra, y las dependencias anexas se hallaban en un estado ruinoso. El claro había sido en otro tiempo un campo de césped que se extendía ante la entrada del castillo. La asaltó una honda sensación de estancamiento y decadencia.

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