Rescate en el tiempo (41 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Kate se volvió hacia el tercer soldado, que en su desesperada carrera para alcanzar la pasarela tropezó y cayó, provocando otro penetrante crujido en el techo. Kate vio el pánico en su rostro mientras las piedras se desprendían una tras otra bajo su cuerpo. Al cabo de unos segundos, el soldado desapareció, y un largo alarido de pavor cortó el aire.

Y Kate advirtió que se había quedado sola.

Estaba de pie sobre el techo, en medio de los chillidos de los pájaros. Demasiado asustada para moverse, siguió allí, intentando respirar acompasadamente. Pero estaba ilesa.

Estaba ilesa.

El peligro había pasado.

Oyó un crujido.

Luego silencio. Esperó.

Otro crujido. Y éste se produjo justo debajo de sus pies. Las piedras se movían. Bajando la vista, advirtió que la argamasa se agrietaba en distintas direcciones. Al instante, Kate saltó a su izquierda, buscando la mayor seguridad de uno de los nervios, pero ya era tarde.

Una piedra se desplomó, y a Kate se le hundió un pie en el agujero. Con las piernas suspendidas en el aire, se dobló por la cintura y extendió los brazos, repartiendo el peso del cuerpo sobre el techo. Permaneció unos segundos en aquella posición, jadeando. Le dije al profesor que la construcción era deficiente, pensó.

Aguardó, pensando en la manera de salir de aquel agujero. Trató de reptar, retorciendo la mitad superior del cuerpo.

Otro crujido.

Enfrente de Kate se abrió una brecha y se desprendieron algunas piedras. Y de inmediato notó que varias más cedían bajo ella. En un instante de horrenda certidumbre supo que también ella caería.

En la suntuosa cámara roja de la torre del homenaje, Chris no estaba muy seguro de lo que había oído por el auricular. Parecía que Kate había dicho: «Van hacia allí para mataros». Y luego algo más que no llegó a comprender, seguido de un ruido continuo de interferencia estática.

Marek había abierto el baúl situado junto al pequeño altar, y en ese momento revolvía apresuradamente el contenido.

—¡Ven a ayudarme!

—¿Qué? —preguntó Chris.

—Oliver tiene alojada a su querida en esta habitación —explicó Marek—. Así que muy probablemente guarda aquí un arma.

Chris se acercó a un segundo baúl, colocado al pie de la cama, y lo abrió. Parecía lleno de ropa blanca, vestidos y prendas de seda. Mientras lo registraba, fue lanzando ropa al aire, que quedó esparcida por el suelo.

No encontró arma alguna.

Nada.

Miró a Marek, que, de pie en medio de un montón de vestidos, movía la cabeza en un gesto de negación.

No había armas.

Chris oyó aproximarse por el pasillo las rápidas pisadas de los soldados, e instantes después, al otro lado de la puerta, el silbido metálico de las espadas al salir de las vainas.

29.10.24

—Puedo ofrecerle una Coca-Cola, una Coca-Cola
light
, una Fanta o un Sprite —dijo Gordon. Se hallaban ante una máquina expendedora en un pasillo de los laboratorios de la ITC.

—Tomaré una Coca-Cola —respondió Stern.

La lata cayó ruidosamente en la bandeja inferior de la máquina. Stern la cogió y tiró de la arandela. Gordon eligió un Sprite.

—En el desierto, es importante mantenerse hidratado —comentó Gordon—. Tenemos humidificadores en el edificio, pero son de una eficacia relativa.

Continuaron por el pasillo hasta la siguiente puerta.

—He pensado que quizá le gustaría ver esto —dijo Gordon, haciendo pasar a Stern a otro laboratorio—, aunque sea sólo por una cuestión de interés histórico. En este laboratorio demostramos por primera vez nuestra tecnología. —Encendió las luces.

Era una sala amplia y descuidada. El suelo estaba revestido de baldosas grises antiestáticas, y el techo carecía de cielo raso, quedando a la vista el sistema de iluminación y los soportes metálicos de los gruesos cables, que descendían hasta los ordenadores de las mesas como cordones umbilicales. En una mesa había dos artefactos de unos treinta centímetros de altura cada uno y aspecto de jaulas. Estaban a algo más de un metro de distancia y conectados mediante un cable.

—Le presento a Alice y a Bob —dijo Gordon con orgullo, señalando primero una jaula y luego la otra.

Stern conocía la establecida convención de denominar «Alice» y «Bob» —o «A» y «B»— a los dispositivos de transmisión cuántica. Observó las pequeñas jaulas. Una contenía una muñeca de plástico con un vestido de algodón a cuadros como los que usaban las mujeres de los antiguos colonos.

—Aquí tuvo lugar la primera transmisión —explicó Gordon—. Conseguimos transportar esa muñeca de una a otra jaula. De eso hace cuatro años.

Stern cogió la muñeca. No era más que una figurilla barata. Stern vio las junturas del plástico a los lados de la cara y el cuerpo. Al inclinarla hacia atrás, cerraba los ojos.

—Como ve —prosiguió Gordon—, nuestra intención inicial era perfeccionar la transmisión de objetos tridimensionales, es decir, el fax tridimensional. Posiblemente ya sabe que de un tiempo a esta parte se han concentrado en eso muchos esfuerzos.

Stern movió la cabeza en un gesto de asentimiento; tenía noticia de que existían investigaciones en ese campo.

—Stanford desarrolló el primer proyecto —continuó Gordon—. Y en Silicon Valley se trabajó mucho en ello. La idea era que en los últimos veinte años toda la transmisión de documentos ha pasado a ser electrónica, ya sea por fax, o por correo electrónico. Ya no es necesario enviar papel; se envían sólo señales electrónicas. Mucha gente llegó a la conclusión de que tarde o temprano todos los objetos se enviarían del mismo modo. Por ejemplo, ya no sería necesario recurrir al transporte convencional para enviar muebles; bastaría con transmitirlos entre estaciones. Esa clase de cosas.

—Si pudiera hacerse —dijo Stern.

—Sí. Y nosotros pudimos, siempre y cuando nos limitáramos a objetos sencillos. Esos primeros logros fueron muy alentadores. Pero, claro está, no era suficiente transmitir entre dos estaciones conectadas por cables. Necesitábamos transmitir a distancia, a través de las ondas, por así decirlo. Así que lo intentamos. Y ahí tiene el resultado. —Cruzó la sala y se acercó a otras dos jaulas, algo mayores y más elaboradas. Empezaban a parecerse a las máquinas que Stern había visto en la plataforma de tránsito. Entre estas jaulas no había cables de conexión—. Alice y Bob, segunda parte. O Allie y Bobbie, como nosotros las llamamos. Éste fue nuestro banco de pruebas para transmisión remota.

—¿Y?

—No funcionó —contestó Gordon—. Transmitimos desde Allie, pero no recibimos en Bob. Nunca.

Stern asintió lentamente con la cabeza.

—Porque el objeto enviado desde Allie iba a otro universo.

—Sí. Naturalmente, no nos dimos cuenta de eso de manera inmediata —admitió Gordon—. Es decir, ésa era la explicación teórica, pero ¿quién podía sospechar que ocurría realmente? Tardamos mucho en encontrar la solución. Por fin, construimos una máquina con sistema de retorno, que saliera de aquí y volviera automáticamente. El equipo la llamó «Allie, Allie, correveivuelve». La tenemos aquí.

Otra jaula, algo mayor, quizá de un metro de altura, claramente afín a las que usaban actualmente: las mismas tres barras, la misma disposición de los láseres.

—¿Y? —preguntó Stern.

—Constatamos que el objeto iba y volvía —respondió Gordon—. Así que enviamos objetos más complejos. Pronto conseguimos enviar una cámara fotográfica, provista de un temporizador, y recibimos una foto.

—¿Sí?

—Era una foto del desierto. Exactamente de este lugar, pero en una época anterior a la construcción de los edificios.

Stern movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—¿Y pudieron determinar la fecha?

—Al principio no —contestó Gordon—. Seguimos enviando la cámara, pero siempre volvía con una foto del desierto. Unas veces llovía, otras nevaba, pero siempre era el desierto. Obviamente llegábamos a tiempos distintos, pero ¿a qué tiempos? Datar la imagen no fue nada sencillo. ¿Cómo podía usarse una cámara para datar una imagen de un paisaje como éste?

Stern arrugó la frente. Comprendía el problema. En su mayor parte, las fotografías antiguas se databan tomando como referencia los artefactos humanos presentes en la imagen —un edificio, un automóvil, unas ruinas, o la ropa—, pero un desierto despoblado en Nuevo México no cambiaba de aspecto en miles o incluso cientos de miles de años.

Gordon sonrió.

—Colocamos la cámara enfocada hacia arriba, utilizamos un objetivo de ojo de pez, y fotografiamos el cielo.

—Ah.

—Ese método no siempre sirve, claro está. Tiene que ser de noche y con el cielo despejado. Pero si la imagen muestra un número de planetas suficiente, es posible identificar el cielo con gran precisión, averiguando el año, el día y la hora. Y así empezamos a desarrollar nuestra tecnología de navegación.

—Y entonces el proyecto cambió…

—Sí. Sabíamos ante qué nos encontrábamos, por supuesto. Ya no realizábamos transmisión de objetos, y ni siquiera tenía sentido intentarlo. Se trataba de transporte de objetos entre universos.

—¿Y cuándo empezaron a enviar personas?

—Aún tardamos un tiempo.

Gordon lo llevó a otra parte del laboratorio, tras una mampara con equipo electrónico adosado. Allí Stern vio enormes bolsas de agua suspendidas del techo, como colchones de agua en posición vertical. Y en el centro una jaula del mismo tamaño que las que había en la sala de tránsito, no tan depurada pero basada sin duda en la misma tecnología.

—Ésta fue nuestra primera auténtica máquina —anunció Gordon con orgullo.

—Un momento —dijo Stern—. ¿Funciona?

—Sí, claro.

—¿Está operativa en este momento?

—No se usa desde hace un tiempo, pero imagino que sí —respondió Gordon—. ¿Por qué?

—Porque si yo quisiera viajar al pasado para ayudarlos, podría hacerlo con esta máquina, ¿no es así?

—Sí —contestó Gordon, asintiendo lentamente con la cabeza—. Podría viajar al pasado con esta máquina, pero…

—Oiga, creo que mis compañeros están en apuros… o algo peor.

—Sí, probablemente.

—Y está diciéndome que disponemos de una máquina operativa —continuó Stern—, utilizable ahora mismo.

Gordon dejó escapar un suspiro.

—Por desgracia, no es tan sencillo, David.

29.10.00

Kate tuvo la sensación de que caía a cámara lenta cuando el techo cedió bajo su cuerpo. Ya en el aire, cerró los dedos en torno al irregular borde de argamasa y, gracias a sus largos años de práctica, consiguió sostenerse, y los restos de argamasa aguantaron su peso. Quedó colgada de una mano, contemplando la nube de polvo que se levantaba al estrellarse las piedras contra el suelo. No vio qué había sido de los soldados.

Alzó la otra mano y se agarró al borde. Sabía que las piedras cercanas se desprenderían también en cualquier momento. El techo entero estaba desmoronándose. Estructuralmente, la resistencia era mayor cerca de la arista reforzada, la línea formada por la intersección de las bóvedas. Allí, y en la franja próxima a la pared aplomada de la capilla.

Decidió intentar llegar a la pared.

La piedra cedió, y Kate quedó suspendida de la mano izquierda. Empezó a desplazarse hacia la pared, cruzando los brazos y buscando puntos de sujeción lo más separados posible para no concentrar el peso.

La piedra de su mano izquierda se soltó y se precipitó hacia el suelo. Una vez más Kate se balanceó en el aire hasta encontrar otro asidero. Estaba a menos de un metro de la pared y advertía ya el creciente grosor del techo a medida que se aproximaba al ángulo de unión. Allí la estructura parecía en efecto más firme.

Abajo, oyó las voces de varios soldados que entraban en la capilla. No tardarían en disparar sus arcos contra ella.

Kate se meció para tomar impulso y subir una pierna al techo. Cuanto mejor repartiera el peso, menor sería el riesgo de desprendimiento. Alzó la pierna, y el techo resistió. Contorsionando el torso, se encaramó al saliente. La primera flecha silbó Junto a ella; de inmediato, otras dieron en la piedra, haciendo saltar esquirlas blancas. Kate estaba tendida boca abajo sobre el techo.

Pero no podía quedarse allí. Lentamente rodó hacia la arista. Con el movimiento, se precipitaron varias piedras más.

De pronto los soldados callaron. Quizá una piedra había alcanzado a alguno de ellos, pensó Kate. Pero no, al instante los oyó salir apresuradamente de la capilla. Fuera, se oían los gritos de la gente y los relinchos de los caballos.

¿Qué ocurría?

En la cámara de la torre del homenaje, Chris oyó el ruido de la llave en la cerradura. Antes de abrir, los soldados avisaron a través de la puerta al guardia apostado dentro.

Entretanto, Marek buscaba un arma desesperadamente. Estaba de rodillas, mirando debajo de la cama.

—¡Por fin! —exclamó.

Sin pérdida de tiempo, se levantó con una espada y una larga daga en las manos. Lanzó la daga a Chris.

En el pasillo, los soldados volvían a llamar al guardia. Marek se acercó a la puerta y, con una seña, indicó a Chris que se situara al otro lado.

Chris se colocó de espaldas a la pared junto a la puerta. Oyó fuera las voces de los hombres, muchas voces. El corazón se le aceleró. No salía aún de su asombro por el modo en que Marek había matado al guardia.

«Van hacia allí para mataros».

Con una sensación de irrealidad, reproducía una y otra vez en su mente las palabras de Kate. Le parecía inverosímil que un grupo de hombres armados fuera allí para matarlos.

Cómodamente sentado en la biblioteca, había leído crónicas de actos violentos del pasado, asesinatos y masacres. Había leído descripciones de calles resbaladizas a causa de la sangre derramada, soldados teñidos de rojo de la cabeza a los pies, mujeres y niños destripados pese a sus lastimeras súplicas. Pero por alguna razón Chris siempre había dado por supuesto que esos relatos exageraban. En la universidad se tendía a interpretar los documentos irónicamente, hablar de la ingenuidad de la narración, el contexto social, la justificación del poder… Esas poses teóricas convertían la historia en un ingenioso juego intelectual. Chris se desenvolvía bien en ese juego, pero a fuerza de jugarlo había perdido de vista, al parecer, una realidad más elemental: que los textos antiguos contaban sucesos horrendos y episodios violentos que con mucha frecuencia eran ciertos. Había perdido de vista el hecho de que leía historia, no ficción.

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